domingo, 22 de junio de 2008
El peletero perdido
16 de junio de 2006
Aquella noche no dormí bien, soñé que tenía un perro y un espejo. El perro comía de mi mano y sus ojos siempre me miraban ansiosos. Al espejo lo miraba yo fascinado por lo que veía a mi espalda, eso sí que es tener un tercer ojo pensaba. Al perro lo maté cuando tuve hambre y al espejo lo olvidé al morirme.
Ahora que estoy despierto oigo un ladrido que me corta los ojos. Ciego, veo las calles llenas de gente, y mi casa, sucia por el tiempo, está abandonada. Asustado, recuerdo que todos a los que amé han muerto. El espejo se ha estropeado, pero aun sé que puedo matar al perro.
Muerto y ensangrentado me alzo, y desde la cima me despeño desesperado, ladrando como un perro loco.
Querida hermana, hace una semana que he regresado a casa y tú aun no estabas. Tu ausencia me ha entristecido tanto como ver a nuestros padres tan ancianos y enfermos. Te confieso que no los he reconocido y ellos a mi tampoco. No recuerdan haber tenido dos hijos pero no me miran como a un extraño.
Aun sé contar y sé los años que han pasado desde que nos fuimos, son muchos y me da miedo. Hermana, me prometiste que regresarías pero todavía no has vuelto. He tenido que poner la casa patas arriba para encontrar las fotografías, no recordaba dónde estaban. Llevo días mirándolas, una y otra vez, y me maldigo a mi mismo por mi débil memoria, no tenía que haberme ido sin ellas.
No debimos marcharnos, ¿quién ha cuidado de nosotros durante todos estos años? Nuestros padres pronto morirán si es que no están ya muertos como estas viejas fotografías.
Está tan lejos y tan oscuro todo, querida hermana, que aun no sé porqué espero impaciente que entreabras los ojos y me digas qué has visto y qué camino debo seguir. Pero tú siempre callas, callas como una muerta o como alguien que no está. El único sonido que puedo oír es el mío, se me escapa de entre los dedos, se esparce, rebota, vuelve y se vuelve a ir, sordo y moribundo. Hace ya mucho tiempo que todo está oscuro y mudo como si me hubiese muerto o como si yo mismo ya no estuviera.
Regresé a casa bien entrada la noche, una vez hube terminado el maldito abrigo. Al llegar, la escalera estaba completamente a oscuras y los vanos intentos que hice para que el interruptor iluminara el vestíbulo, rápidamente me confirmaron que me quedaban cinco pisos de fatigosa subida a pie y a oscuras. El mechero de gas enseguida me quemó los dedos y apenas podía avanzar, cada vez, tres o cuatro escalones con cierta seguridad. El olor a humedad cocinada con los vapores de los últimos refritos, rellenaban el interior del edificio como un agobiante y espeso colchón nauseabundo, siempre había relacionado aquella escalera con el útero de una mujer vieja y enferma. Los desagües y cortocircuitos se sucedían con tanta frecuencia que más que una casa parecía un buque a la deriva. Los inquilinos desaparecían poco a poco, como náufragos sin salvación.
Súbitamente y desde lo alto, un mortecino foco de luz me sobresaltó. Inquieto y desconfiado me pregunté de quién sería ese ojo furtivo que me espiaba y que también me iluminaba y me guiaba en mi tambaleante escalada. La luz de aquella linterna envuelta en oscuridad ocultaba el rostro de mi guía como si fuera el mismísimo Dios.
Pero sólo era el vecino del piso superior, que seguramente estaba esperando ansioso la llegada de su hija trasnochadora. Cuando llegué a mi rellano le agradecí sinceramente su ayuda. No estoy muy seguro, pero creo que no me respondió.
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