jueves, 19 de enero de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (4)

Teodoro Van Babel

4.
El basurero.


Teodoro era delgado y flaco como uno de sus pinceles de pelos de marta cibelina.

Silvia, su hermana, aunque a veces parecía no tener otro cuerpo que el de sus dibujos, era fuerte sin ser robusta, más un lápiz afilado y puntiagudo que un pedazo de papel. Un junco con una nariz grande y bonita.

Morena suave y clara de piel, tenía ese color de flamenca y de sajona que le proporcionaba el paisaje de su tierra, de arena y de lodo un poco oxidado, de ceniza con unas gotas de miel.

Ella nunca fue invisible, pero su hermano sí, por eso pintaba Teodoro, hombre albino y translúcido como el semen de un anciano, corto de vista, alguien que sabía parar la luz.

Porque la luz y el tiempo se pueden detener al pintar y también al morir, al no ser ambas cosas más que inmovilidad y pasmo, piedra y espanto.

Teodoro dibujó mucho y escribió algo, pero pintó poco, tuvo escasa producción terminada, lo empezaba todo y no acababa casi nada. Cientos de esbozos y páginas escritas se acumulaban en su casa que repleta y llena de papeles rebosaba como un basurero.

Encima de las mesas, debajo de las camas y en cofres repletos guardaba Teodoro sus apuntes y sus notas que no eran más que recuerdos y montones de proyectos destinados a convertirse, más pronto que tarde, en leña o simple paja para quemar en algún invierno crudo y despiadado. Pero no fue así, y el mal tiempo, aunque llegó, conservó el tesoro de Teodoro.

Los inviernos se tuvieron que pasar como se pudieron, tiritando y sufriendo más de lo debido ya que el frío, quiérase que no, siempre es más miserable y mezquino con los vivos que el sol lo llega a ser con los muertos, tan tiesos y rígidos que ya no los revive ni el verano ni tampoco ningún entusiasmo ni calor humano ni animal.

Sin embargo, gracias a Silvia y a pesar o gracias también al frío, como ya hemos dicho, se conserva casi todo eso que no se quemó para no morirse helado, que guardó, que medio pintó y escribió y que casi también lo sacó de su hogar porque de tan lleno que lo tenía de recuerdos y cachivaches no cabía en él.

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“A ningún pintor inscrito en la tradición occidental le resulta en exceso difícil imaginar que el acto de modelar equivale a representar algo. Lo que ya es distinto, y supone ampliar dicha concepción, es percibir el mundo de igual modo. O quizás no sea una ampliación del concepto sino más bien una contracción: del mundo a las proporciones del propio taller”.

(...)

“Pero, a diferencia de Rubens, el viajero impenitente y diplomático oficial, el confidente de reyes, e incluso a diferencia de Bloemaert, Honthorst y Lastman, maestros algo más humildes de los talleres que proliferaban en la parte norte de los Países Bajos, Rembrandt permaneció en casa. Su taller era su mundo. Y en buena parte de su existencia no fue un genio solitario sino el creador de un estilo peculiar, pero era un estilo que, por su propia naturaleza, surgió en el taller. Aunque sus ambiciones igualan a las de cualquier pintor de su época, ellas se manifestaron casi con exclusividad en este terreno, esforzándose su inspirador por percibir, o cuando menos representar, la vida en el universo circundante como un fenómeno de taller”.

(El Taller de Rembrandt. La libertad, la pintura y el dinero. Svetlana Alpers) Mondadori 1992