Hemeroteca peletera
Tertulia de cazadores.
Hace días que no saco al
perro a pasear, tal vez porque no tengo ninguno aunque me gustaría para verlo
zambullirse entre las flores como si fuera un amigo resucitado persiguiendo sus
fragancias o buscando el rastro de alguna perdiz muerta por mi mano o mi fusil.
En estos tiempos de
tribulación, de amnesia y de ignorancia, no hay mejor compañía que la soledad
de un animal sin habla que con su mirada siempre pregunta y pide alguna
palabra. Pasan los años y las paellas tienen mejor sabor a medida que los
perros, y los amigos, se nos van muriendo aunque sigan vivos porque la realidad
nunca reprime del todo las posibilidades de la literatura, por eso, tal vez,
prefiero los jilgueros y escribir en las pizarras con tizas de colores la lista
de los reyes godos.
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“Desde que se levantó la
veda. Miguel Delibes sale a cazar con una pandilla de amigos. Toman el tren en
la madrugada del sábado y con el alboroto de escopetas y mochilas esconden bajo
el asiento a los perros, que viajan sin pagar billete. No se le escapa la
artimaña al revisor, pero finge ignorancia. Descubrir el pastel supone dejar al
país sin perdices y privar de su más sustancioso ingrediente a la paella que
Josep Pla cocina todos los martes.
Puede asistir a este
banquete el que quiera pagar la suma que el propio Josep Pla fija en una
pizarra a la puerta de su masía. La cifra es ajustada al coste del servicio e
inferior a la de cualquier restaurante del contorno, pero algunos se niegan a
satisfacerla.
Carlos Barral, por
ejemplo, nunca acude a estas comidas. Y no porque le disguste la caza de Miguel
Delibes ni desconfíe de la mano de Josep Pla en los fogones, sino porque –y su
opinión ha circulado por el Ampurdán con la suave intolerancia del lebeche- le
fastidia encontrarse cerca del llar al bueno de Pío Baroja disertando sobre la
decadencia de la cortesía.
En estos tiempos de
tribulación, a la caída de la tarde y en alguna fonda española del interior o de
la costa, suele escucharse la voz de Baroja. José Ortega y Gasset recuerda las
dudas que le planteaba en una excursión que compartieron: “¿Se baja a cenar en
zapatillas o con zapatillas?”.
Y no sin malicia apunta
que lo que verdaderamente molesta a Barral no es la lidia de Baroja con la
gramática sino su desdén al protocolo. Porque incluso en el hogar de Pla se
dijo siempre que cenar en zapatillas o con zapatillas es hábito de sayagüeses.
Ortega -¿habrá quien lo
dude?- emplea ese gentilicio con conocimiento de causa: Sayagüeses llaman ahora
los despechados libreros sudamericanos a los editores españoles que, a las
puertas del siglo XXI y con el capitalismo a salvo de la competencia comunista,
han conseguido imponer la moda del impreso de denuncia en la Feria del Libro de
Frankfurt. Con tanto éxito que en este otoño lanzan los periódicos el nombre de
un prolífico policía español como candidato al Nobel de la Academia sueca.
No es ajeno a la maniobra
el explorador Barral, como insinúa Azorín al elogiar las paellas de Pla en su
tratado sobre la gastronomía batueca del Siglo de Oro. Sutil como el maestro de
Monóvar sorprende a los cazadores la primera luz de la mañana. Y con la misma
firmeza con que desbarata sus habladurías reprime la realidad las posibilidades
de la literatura.”
(“Tertulia de cazadores”,
Manuel Longares. La
Vanguardia de Barcelona, 11 de diciembre de 1.992)
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Otra vez he vuelto a
equivocarme de cama, tengo cinco en casa y todas están vacías, ayer mismo me
quedé dormido en una a la que le faltaban dos mantas de lana, cogí frió y hoy
me siento algo destemplado y poco católico, pero sin propensión ninguna al
budismo como una muchacha argentina que conocí, el otro día, en la inauguración
de una tienda de camisetas de techo blanco y amarillo; hace años fui católica,
pero ahora soy budista, me dijo. A su lado había una italiana de Brescia, entre
Milán y Venecia, la que ella decía con sonrisa cómplice: la perversa República
de Saló, mientras me miraba con maliciosas, o virtuosas, intenciones. Y entre
las dos un escocés teñido de rubio y enamorado de Beirut y una joven
neoyorquina de veintidós años, negrita y preciosa, con alambres en los dientes
y que se llamaba Nadine.
La literatura y la realidad
casan mal igual que los besos y las bocas enrejadas, las flores y las
zapatillas.