lunes, 7 de mayo de 2012

El Peletero/Tertulia de cazadores


Hemeroteca peletera

Tertulia de cazadores.

Hace días que no saco al perro a pasear, tal vez porque no tengo ninguno aunque me gustaría para verlo zambullirse entre las flores como si fuera un amigo resucitado persiguiendo sus fragancias o buscando el rastro de alguna perdiz muerta por mi mano o mi fusil.

En estos tiempos de tribulación, de amnesia y de ignorancia, no hay mejor compañía que la soledad de un animal sin habla que con su mirada siempre pregunta y pide alguna palabra. Pasan los años y las paellas tienen mejor sabor a medida que los perros, y los amigos, se nos van muriendo aunque sigan vivos porque la realidad nunca reprime del todo las posibilidades de la literatura, por eso, tal vez, prefiero los jilgueros y escribir en las pizarras con tizas de colores la lista de los reyes godos.

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“Desde que se levantó la veda. Miguel Delibes sale a cazar con una pandilla de amigos. Toman el tren en la madrugada del sábado y con el alboroto de escopetas y mochilas esconden bajo el asiento a los perros, que viajan sin pagar billete. No se le escapa la artimaña al revisor, pero finge ignorancia. Descubrir el pastel supone dejar al país sin perdices y privar de su más sustancioso ingrediente a la paella que Josep Pla cocina todos los martes.

Puede asistir a este banquete el que quiera pagar la suma que el propio Josep Pla fija en una pizarra a la puerta de su masía. La cifra es ajustada al coste del servicio e inferior a la de cualquier restaurante del contorno, pero algunos se niegan a satisfacerla.

Carlos Barral, por ejemplo, nunca acude a estas comidas. Y no porque le disguste la caza de Miguel Delibes ni desconfíe de la mano de Josep Pla en los fogones, sino porque –y su opinión ha circulado por el Ampurdán con la suave intolerancia del lebeche- le fastidia encontrarse cerca del llar al bueno de Pío Baroja disertando sobre la decadencia de la cortesía.

En estos tiempos de tribulación, a la caída de la tarde y en alguna fonda española del interior o de la costa, suele escucharse la voz de Baroja. José Ortega y Gasset recuerda las dudas que le planteaba en una excursión que compartieron: “¿Se baja a cenar en zapatillas o con zapatillas?”.

Y no sin malicia apunta que lo que verdaderamente molesta a Barral no es la lidia de Baroja con la gramática sino su desdén al protocolo. Porque incluso en el hogar de Pla se dijo siempre que cenar en zapatillas o con zapatillas es hábito de sayagüeses.

Ortega -¿habrá quien lo dude?- emplea ese gentilicio con conocimiento de causa: Sayagüeses llaman ahora los despechados libreros sudamericanos a los editores españoles que, a las puertas del siglo XXI y con el capitalismo a salvo de la competencia comunista, han conseguido imponer la moda del impreso de denuncia en la Feria del Libro de Frankfurt. Con tanto éxito que en este otoño lanzan los periódicos el nombre de un prolífico policía español como candidato al Nobel de la Academia sueca.

No es ajeno a la maniobra el explorador Barral, como insinúa Azorín al elogiar las paellas de Pla en su tratado sobre la gastronomía batueca del Siglo de Oro. Sutil como el maestro de Monóvar sorprende a los cazadores la primera luz de la mañana. Y con la misma firmeza con que desbarata sus habladurías reprime la realidad las posibilidades de la literatura.”

(“Tertulia de cazadores”, Manuel Longares. La Vanguardia de Barcelona, 11 de diciembre de 1.992)

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Otra vez he vuelto a equivocarme de cama, tengo cinco en casa y todas están vacías, ayer mismo me quedé dormido en una a la que le faltaban dos mantas de lana, cogí frió y hoy me siento algo destemplado y poco católico, pero sin propensión ninguna al budismo como una muchacha argentina que conocí, el otro día, en la inauguración de una tienda de camisetas de techo blanco y amarillo; hace años fui católica, pero ahora soy budista, me dijo. A su lado había una italiana de Brescia, entre Milán y Venecia, la que ella decía con sonrisa cómplice: la perversa República de Saló, mientras me miraba con maliciosas, o virtuosas, intenciones. Y entre las dos un escocés teñido de rubio y enamorado de Beirut y una joven neoyorquina de veintidós años, negrita y preciosa, con alambres en los dientes y que se llamaba Nadine.

La literatura y la realidad casan mal igual que los besos y las bocas enrejadas, las flores y las zapatillas.