lunes, 12 de diciembre de 2011

El peletero/El yo.


Lecciones desordenadas y fugaces de anatomía barroca.


12. El yo.

Philippe Ariés y Georges Duby, en su “Historia de la Vida Privada”, nos hablan de los abrigos de la intimidad de aquellos lugares en los que lo privado vive refugiado en su individualidad y aislamiento, y también de los objetos que devienen igualmente en privados, incluso diarios escritos en lenguas inventadas por el escritor para que nadie, excepto el interesado, los pueda leer.

Michel Foucault (M. F.) desbroza en su “Historia de la sexualidad” los tres objetos que dice merecen ser estudiados en relación al sexo: las relaciones de poder, los saberes que enseña y la individualización que otorga, las tres remiten al cuerpo, el único elemento “palpable” que nos define como individuos porque el placer y el dolor son intransferibles. El sexo construye el yo y por ello no hay cielo verdadero que lo contenga porque con él, paradójicamente, encontramos la nada.

La idea del yo cambia, pero su búsqueda, negación o rechazo, es permanente en la historia y en la vida. El yo es un coto vedado, una idea que nos seduce en ese anhelo kafkiano de entrar, o salir, del castillo abandonando nuestro hogar perdido, porque ser, fuera de la alienación enajenada, es siempre una anachoresis. Descartes construye, o descubre, el primer “yo” moderno del que todavía vivimos.

Azúa cita a W. Benjamin (1892-1940) en “Destino y Carácter” y destaca su acierto al decir que “el personaje no quedaba atado a una máscara eterna sino que mostraba la volubilidad de lo que pronto será una psicología del sujeto, el cual, por otra parte, ya no esta atado a un destino sino tan sólo a un carácter”.

El jardín cercado, la cámara, la alcoba, el estudio, el gabinete. Todos ellos son cotos vedados también en los que se quiere salvaguardar un yo lejano que las autopsias de los nuevos médicos no saben encontrar, el alma, el espíritu que nos anima, el ansia y el miedo.

El jardín es un evidente duplicado del Edén y en él se describen los diálogos a dos que se dan en su seno y que toda la pintura barroca ilustra y dibuja en un remedo de las conversaciones que tuvieron lugar entre Dios y Adán, entre Eva y la serpiente.

Pero tales asuntos los dejaremos para cuando hablemos, en la próxima serie, de la vida del pintor Teodoro Van Babel. De momento, nos limitaremos a decir que sin máscaras no podríamos interpretar ningún papel ni ser, siquiera, nosotros mismos, sirva, por tanto, la cita de Benjamín, los apuntes a la vida privada y a la sexualidad para seguir hablando de trajes y apuntar que la tesis básica de este blog es que siempre estamos desnudos aunque nos vistamos.

Para ello nada mejor que citar a Oscar Wilde hablando de trajes, de máscaras y de Shakespeare cuando concluye que:
 
En arte, una verdad es aquella cuya contradicción es igual de cierta.”
Y

“Las verdades metafísicas son a la vez las verdades de las máscaras.”

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“Como él (Shakespeare) sabía perfectamente que la belleza del traje fascina siempre a los temperamentos artísticos, introduce continuamente en sus obras danzas y máscaras, sólo por el placer que proporcionan a la vista; y se conservan aún sus indicaciones escénicas para las tres grandes procesiones de su drama Enrique VIII, indicaciones caracterizadas por una extraordinaria minuciosidad de detalles que se refieren incluso a los collares del rey y a las perlas que lleva Ana Bolena en sus cabellos. Nada sería más fácil a un director de escena moderno que reproducir esos ornamentos tal como Shakespeare los menciona; y eran tan exactos, que uno de los funcionarios de la Corte de aquella época, refiriendo en una carta a un amigo suyo la última representación de la obra en el teatro del Globo, se queja de su carácter realista y, sobre todo, de la aparición en escena de los caballeros de la jarretera, con los trajes e insignias de esa Orden, cosa que tenía que poner en ridículo la ceremonia, auténtica. Lo cual se parece mucho al criterio que sustentaba el Gobierno francés y que lo llevó, hace tiempo, a prohibir al delicioso actor Christian que apareciese en escena de uniforme, con el pretexto de que podía ser negativo para la gloria del Ejército.”

(...)

Hasta los detalles más imperceptibles de la indumentaria, como el color de las medias de un mayordomo, el dibujo del pañuelo de una esposa, las mangas de un joven soldado, los sombreros de una dama elegante, adquieren en manos de Shakespeare una verdadera importancia dramática, y algunos de ellos incluso condicionan la acción de una manera absoluta. Otros muchos dramaturgos han utilizado el traje como medio de expresión directa ante los ojos del espectador del carácter de un personaje desde su entrada en escena, aunque con menos brillantez que lo hizo Shakespeare en el caso del elegante Parolles, cuyo atavío, dicho sea de paso, no puede ser comprendido más que por un arqueólogo. La broma de un amo y su criado, cambiando sus ropas en presencia del público; de unos marineros náufragos, peleándose por el reparto de un lote de magníficos trajes; de un calderero a quien han vestido de duque durante su borrachera, puede ser considerada como una parte de ese gran papel que ha desempeñado el traje en la comedia, desde Aristófanes hasta Mr. Gilbert; pero nadie ha conseguido como Shakespeare, que los menores detalles de la indumentaria y del adorno, una ironía igual de contrastes posean un efecto tan inmediato y tan trágico, una piedad y un patetismo parecidos. Armado de pies a cabeza, el rey muerto se adelanta majestuosamente sobre las murallas de Elsinor, porque las cosas no marchan bien en Dinamarca; el manto judío de Shylock forma parte de la pena que abruma a su temperamento, herido y amargado; Arthur, cuando defiende su vida, no encuentra mejores argumentos que hablar del pañuelo que le ha entregado a Heribert:

Tenéis corazón? Cuando os dolía la cabeza
os até a la frente mi pañuelo
(el mejor que tenía, bordado para mí por una princesa
y no os lo he vuelto a pedir jamás.

(“La verdad sobre las máscaras”, Oscar Wilde)