martes, 18 de septiembre de 2012

El Peletero/Recuerdos marineros


Hemeroteca peletera.


Recuerdos marineros.

“El día de San Valentín de 1991 la fachada del Ministerio de Cultura de Polonia apareció cubierta con un enorme corazón rojo sobre fondo blanco. Encima de él una sola palabra: “Harlequín”. Ese día algo cambió en la historia del país: la multinacional de novelas de amor más importante del mundo acababa de instalarse. Un poco más tarde, la encargada de ventas, Nina Kowakewska, podía anunciar con orgullo que “dos veces al mes vendía 700.000 libros y al cabo de un año la cifra de ventas era superior a los 15 millones de ejemplares” (“La vida de color de rosa. 100 millones de mujeres en todo el mundo consagran las novelas de amor como el género más popular”, Ramiro Cristóbal, Babelia, 6 de agosto de 1995)

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He colocado, en una estantería iluminada de mi nueva casa, un frailecillo de barro de tamaño real para que me recuerde el mar.

Mi novia, que es de secano, dice que el mar está sobrevalorado, que no hay para tanto y que mucha agua aburre como un día sin pan. Lo dice porque en otro tiempo fue marinera, capitana y contramaestre, navegó por todos los mares y océanos, visitó islas y continentes, pero, según parece, se cansó de tanto trasiego, de la humedad, del oleaje y de los peces, de los pulpos y de los erizos, aunque todavia añora, lo sé, algún que otro tiburón.

Yo, en cambio, a pesar de ser barcelonés de toda la vida, no sé siquiera cómo es un percebe ni el sabor que tiene un buen mejillón, ignoro la formas volubles y aterradoras de las medusas y las celestiales de las raras estrellas de mar que pueden regenerarse enteras a partir de un pequeño trozo de sí mismas.

Igualmente, confundo también una gamba con una pierna y a una bañista en topless con un maniquí de sastre.

Creo que mi novia me dice lo que me dice porque no quiere que sepa lo que ella sabe que no sé lo qué es pero que algo importante debe de ser cuando ella no quiere que lo sepa.

¿Cómo averiguarlo?

Mañana me compraré una sombrilla, me iré a la playa de la Barceloneta, la plantaré en la arena y escribiré un libro sobre calamares gigantes y abismos insondables, aventuras y mujeres hermosas y esperaré, paciente, la llegada de un barco morisco de piratas que me secuestre y me venda como esclavo para servir a alguna sultana somalí guapa, alta, de piel oscura y mirada inteligente, que hable varios idiomas y que sepa sonreír sin enseñar los dientes.

Mi novia dice que estoy celoso y cargado de monsergas, que me cuesta aceptar que en otros tiempos capitaneara barcos llenos de hombres curtidos, peludos y fieros, o espadachines delgados de bigotes finos, que se los comiera como se come y se saborea el buen queso, por hambre o por simple antojo, porque no tenía nada mejor que hacer o porque sí o porque no o por todo lo contrario, sencillamente porque le daba la gana o le daba la gana a ellos. Tiene razón, estoy celoso, pero no de ella, sino de su libertad, de su independencia, de su voluntad y de su poder de mujer, de sus viajes y de sus grandes conocimientos marineros y culinarios en quesos y mariscos, de sus muchos recuerdos, de los propios y de los ajenos, de los recuerdos que conserva de otros y otros conservan de ella, de su hambre saciada y de los apetitos que calmó en aquellos compañeros de correrías, de sus secretos de alta mar, de sus rutas, de sus naufragios, de sus cartas marinas, de los cielos estrellados de leche y de silencios, de las madrugadas, de las cosas bonitas que le dijeron y de las que ella les dijo.

Y también de sus caprichos satisfechos que ahora trata de minusvalorar frente a mí diciendo que el balanceo marea, que el queso engorda y que comer mucho empacha.

¿Cómo la debe recordar aquel caballito simpático que la cabalgó una noche de plenilunio?, ¿y aquella raya esquiva de largo aguijón que nadaba altiva, arisca y seductora, por entre el fondo y la superficie cargada de rémoras que como ella le suplicaban un poco de amor?

¿O la han olvidado completamente y para siempre?

Es sólo una más entre muchas?

Yo sí soy uno menos entre ninguno porque plantado sigo con mi sombrilla mirando el mar que no deja de moverse inquieto y tartamudo como si nunca pudiera estarse quieto, va y viene y vuelve a venir en una muy manida metáfora de los orgasmos femeninos que antes eran misterios y que ahora sólo son espasmos nerviosos y musculares, símbolo también, repetido hasta la saciedad, de las profundidades de sus cuerpos que solamente conocen los cirujanos, los ginecólogos y esos seres misteriosos, que nadie conoce ni ha visto jamás, que habitan las simas en las que siempre la noche es negra.

El cuerpo de las mujeres está poblado de fantasmas, de restos arqueológicos de antiguas civilizaciones que se derrumbaron cuando las olvidaron, de campamentos calcinados por el fuego que los iluminaba en la oscuridad. Da igual su edad, jóvenes o ancianas, inocentes o peligrosas, dulces o estúpidas de mal carácter, simpáticas o gruñonas, no importan ni su inteligencia ni su belleza ni tampoco su bondad, en ellas reina el silencio, ese rumor marino informe, frío, que expande la bóveda celeste. Las mujeres son un eco, son el eco.

Pascal Quignard dice que: “El eco es la voz de lo invisible. Durante el día los vivos no ven a los muertos. Pero los ven en la noche, en los sueños. En el eco el emisor es inhallable. Lo visible y lo audible juegan a las escondidas.” (El odio a la música, diez pequeños tratados, Cuarto tratado. Traducción: Pierre Jacomet. “De los lazos entre el sonido y la noche”, Pascal Quignard, Publicado por Ignoria)

Por eso las mujeres son, ciertamente, inhallables, no están ni en sí mismas ni fuera de sí mismas, su malestar es inexplicable, y por ese terrible motivo me quedaré encadenado a la playa, esperando paciente como un pasmarote que llegue mi sultana somalí de mirada inteligente y me ofrezca un reino a los pies de su cama.

Mi novia me mira raro, extrañada y bastante aburrida ya de tanto parloteo, no sabe muy bien de qué le hablo, y yo, la verdad sea dicha, tampoco demasiado aunque intuyo por dónde va la corriente y la música. Me deja por imposible, por tonto, celoso y envidioso, por cascarrabias resentido y por mentiroso, y se va a consultar, toda decidida, a un amigo decorador qué necesita para instalar una pecera en su casa que haga bonito. Colores, nada más que colores, le responde el amigo, ni el agua ni los peces son imprescindibles. Tiene razón, he pensado yo, los puede pintar, es mucho mejor, y si quiere incluso puede iluminar la tela por detrás como si fuera una ventana con vistas al fondo del mar y así recordar antiguas aventuras y otras épocas y lugares diferentes en los que trató también de ser feliz.

Pero es cierto, soy un tonto y un mentiroso, me engaño a mi mismo, mi sultana no vendrá jamás, quizá ya vino y la deje ir, quizá ya fui y me dejó marchar.

En Grecia, cerca de un templo dedicado a Poseidón, hay un acantilado de suave pendiente que desemboca en una pequeña cala. Los domingos solía ir, me hacía unos bocadillos y tomaba un autobús que me llevaba directamente hasta la raya de la montaña; al lado había un pequeño restaurante en el que pedía mis cervezas. Era una agradable manera de pasar el día y de reposar la mente contemplando el mar desde la altura, inofensivo y tranquilo, traidor. Cuando hacía buen tiempo los bañistas se tumbaban por entre las rocas del peñasco, de cara al sol, desnudos encima de toallas multicolores, escondidos detrás de sus gafas oscuras miraban sin ser vistos.

En el cielo había una muchedumbre de gaviotas sobrevolando las columnas, hermosas y blancas, hambrientas y ruidosas.

Ahora, en la playa de la Barceloneta, me tapo los oídos con tapones de cera para no oírlas, hago planes absurdos que no me llevarán a ninguna parte y ordeno revistas para luego volverlas a empaquetar en cajas nuevas debidamente señalizadas. Ninguna de ellas explica aquello que mi novia no me cuenta ni me dice, seguramente, para que ignore lo que ella sí sabe y yo no, pero que algo muy importante y terrible debe de ser cuando ella no quiere que lo sepa.

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“Hay cosas que se hacen con las prostitutas, se descubren con ellas, se reciben de ellas como de ninguna otra mujer. Dos fenómenos han tomado auge desde comienzos de los noventa. Del lado de la mujer, la obsesión por los ángeles cuyo asunto ha llenado el Internet, la radio y la industria editorial, ha producido películas y ha creado en las ciudades un comercio de especializadas espiritistas que convocan a tales criaturas celestiales ante un embobado coro de amas de casa. Lo que hace unos años era el tupperware hoy es la bella compota de estos seres divinos. Las mujeres se han inventado este compañero sexual que ama sin reservas. Pero, del lado de los hombres, han reaparecido las putas que dan sin abrumar y complacen sin producir enredos.

Cuando se dice que los sexos se aproximan y la igualdad avecina la relación, cada cual ha ido a la caza de sus respectivos fantasmas. El ángel es el compañero ideal de la mujer. Un ser con forma y atributos de hombre, pero que no viene para imponer su fuerza. Un tipo delicado, fino, atento, guardían, dispuesto a arreglar cualquier avería.

El ángel podría redondear esa clase de hombre nuevo que la nueva mujer se ha estado vindicando durante los últimos tiempos. El ángel no grita, no bebe, no pega ni ordena que le pongan de comer. Ni solicita el débito conyugal o cosas por el estilo. Acompaña sin hacerse cargante. Está a las órdenes de las fantasías femeninas de ser sujeto como la hetaira lo está al servicio de las fantasías de los hombres que anhelan ser objetos. La puta es un ejemplar que no exige eternidad ni fidelidad, se le puede decir que se la quiere sin desencadenar más consecuencias. Si el ángel es la masculinidad extirpada de machismo, la prostituta es la feminidad despojada de feminismo. Una suerte de paraíso sin tiempos. (“Ángeles y zorras”, Vicente Verdú, Babelia, 6 de agosto de 1995) Hemeroteca peletera.