Hemeroteca peletera
Feliz cumpleaños.
“Conforme se va
extinguiendo el Estado del Bienestar en toda Europa, la seguridad de los
trabajadores en cobrar una pensión de jubilación se va transformando poco a
poco en incertidumbre por la cuantía de la misma, cuando no en preocupación por
la pervivencia de un sistema de prestaciones con cargo a la Seguridad Social
que cubra sus necesidades a partir de los 65 años. (...)” (Cumpleaños feliz,
Juan Manuel Zafra, El País, domingo, 19 de septiembre de 1993)
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El sábado pasado, ya que
estoy de mudanzas, tiré la casa por la ventana y decidí ir al restaurante a almorzar
solo, sin compañía. Ése fue todo mi apetito ese día caluroso de primeros de
junio, comer algo que yo no hubiera cocinado.
Y sentirme servido.
Me gasté 15 euros en el menú
de fin de semana, macarrones, magret de pato y dos bolas de helado, una de vainilla
y la otra de chocolate. Agua sin gas para beber.
Elegí el restaurante que hay
enfrente, tampoco tenía ganas de caminar.
El comedor estaba medio
vacío, aparte de otros dos hombres que almorzaban también solos como yo,
únicamente había una mesa más ocupada, lo estaba por ocho mujeres que pasaban todas
ellas de los cincuenta y de los sesenta y que parecían ser familiares,
compañeras o amigas de toda la vida. Su animada conversación se mezclaba en mis
oídos con la que igualmente tenían los camareros, la mayoría latinoamericanos,
hablando de las circunstancias laberínticas y muy complicadas, precarias y
penosas que conformaban su vida laboral, los contratos, los sueldos magros y la
obtención de los consabidos papeles de residencia.
Las ocho mujeres también charlaban
de intereses y de dinero y de lo que el dinero significa, una de ellas era
secretaria de un juzgado que muy a menudo debía ir por las casas a entregar
citaciones y que ya conocía los diferentes y variados trucos que usa la gente
para eludir recibirlos y firmarlos. Había una de ellas que era la dueña de una
tienda de marroquinería, otra ejercía de ejecutiva de cuentas de una agencia de
publicidad, y la que parecía la mayor de todas llevaba la contabilidad de una
empresa, o al menos eso deduje yo al escucharlas de tapadillo. Las ocho eran
profesionales en activo, ningún ama de casa, hablaban de lo que sabían y sabían
de lo que hablaban, era una conversación franca, desprovista de eufemismos, clara
y absolutamente explícita sin el puritanismo que mucha gente siente al hablar
de dinero. En ningún momento salió a relucir la jubilación, la familia ni los
hijos ni los nietos ni los maridos o amantes, no hablaron de hombres ni de amor
ni de sexo, tampoco de emociones o sentimientos, sólo de herencias, bienes y
dinero, de trabajo y de impuestos. Ninguna era maestra. Se quejaban de la
extinción de la clase media que ha sido, según decían, esquilmada, asaltada,
despojada y desvalijada por los que han vivido a costa del Estado, la rótula
que une el fémur con la tibia, la que te permite caminar. Contaban que las
herencias se pueden aceptar o rechazar y que si las aceptas contraes también
las deudas del fallecido. De las riadas de dinero europeo que han inundado
España durante décadas y que sólo han servido para alimentar a los buscavidas,
a los perezosos, crear molicie y falsear la realidad de las cuentas y de las
vidas de las personas, que el dinero no ganado, que cae del cielo, es un regalo
del diablo que pervierte voluntades y que destruye los países como los que
tienen enormes reservas de petróleo. Eran ocho mujeres catalanas hablando en un
perfecto catalán de Barcelona, el mío, en el que aprendí a pensar y amar, ocho auténticas
damas, unas “Señoras de Barcelona” que también configuran una especie en
extinción. Me recordaban a mi madre y a mis tías, a mis primas, pero no a sus
hijas, ésas son diferentes ya, no tienen pasado porque, perdón por la
presunción, no se puede tener pasado cuando has nacido a finales de los ochenta
o a primeros de los noventa. Terminaron hablando de los bancos que están
agotando el alquiler de las cajas de seguridad y que eso es para lo poco que sirven
porque nunca ha sido bueno trabajar con el dinero de los otros, y de la
inevitable política de nuestros días dirigida por mediocres mentirosos, nuevos
ricos y sicarios, meros esbirros de simples delincuentes o de masas ignorantes,
gente sin personalidad, puros arribistas porque el buen ejemplo no es premiado
ni siquiera por las víctimas del malo. Y deseando que sus hijos, fue la única
vez que los nombraron, vieran pronto una Catalunya desvinculada de España. Me
sorprendió la contundencia y la naturalidad de su afirmación, su llaneza
desprovista de dramatismo, su falta de patrioterismo, la seguridad desinhibida
con la que afirmaban un deseo de tan hondas repercusiones, algo espontáneo,
simple, lógico, técnico, inevitable, imparable, vivido en sus casas desde
siempre; pero me hizo gracia una de ellas cuando afirmó, de manera irónica y graciosa,
que votaría, sin dudar, afirmativamente en un referéndum sobre la independencia
de Catalunya, pero que al día siguiente, si el sí saliera ganador, emigraría
rápidamente a los Estados Unidos. Todas se rieron, yo también.
Ni a Alemania ni a Suiza, a los
Estados Unidos de Norteamérica, repitió con énfasis y claridad.
Al levantarme las observé y
pensé que Modigliani hubiera hecho con aquellos rostros hermosos unos estupendos
retratos.
La más mayor me miró y nos
sonreímos mutuamente.
El camarero, un muchacho
joven, catalán también, que estaba harto de contratos de formación, me preguntó
al salir si no tomaba café. Le dije que no, pagué en metálico y me fui a tomar
uno cortado en un bar que hay cerca y que llevan dos hermanos burgaleses que
saben cortar bien los cafés, como es debido y como se hace en Madrid, con un
par de gotas de leche, nada más. Los camareros son brasileños y cubanos, chicos
y chicas nacidos todos en la segunda mitad de los ochenta que hacen muy bien su
trabajo. Hoy han cambiado las mesas, han comprado unas nuevas muy bonitas y más
modernas, de color rojo oscuro, pero se han equivocado de tamaño, son demasiado
grandes y han perdido ocupación y servicios.
El lunes 27 de septiembre de
2010, Xavi Ayen entrevistaba en la Vanguardia de Barcelona a John Le Carré a
propósito de su nueva novela, “Un traidor como los nuestros”, en
ella el escritor británico cuenta que “los espías y los mafiosos comprenden
cómo funciona el mundo realmente” y que, como comentario a uno de sus
personajes, “somos muy vulnerables a la belleza, al charme. Nos resulta
difícil resistir a eso y estamos todos atraídos por la gente guapa, les
disculpamos sus defectos y les aguantamos humillaciones. Me fascina la manera
en que los seductores se reconocen mutuamente”.
Mi amigo Ernesto, del que
hablaba en el pasado post, también ha hecho cambios en su bufete, en este caso
ha contratado a una nueva secretaria, es una trabajadora eficaz y una chica muy
guapa. Según parece ahora los clientes aceptan de mejor manera los honorarios y
las provisiones de fondos que les pide por su trabajo, no los discuten ni
tratan de regatear como hacían antes. Ernesto es un pozo de anécdotas, una
especie de sacerdote que confiesa sin dar la absolución, pero que intenta
ofrecer, de manera honesta y absolutamente legal, algo mucho mejor, una
sentencia judicial favorable.