viernes, 24 de julio de 2009

El peletero/Una vida normal (1 de 6)


2 Septiembre 2008


PRÓLOGO

La cuestión fundamental es tratar de responder a la pregunta de por qué permanecí a su lado tantos años soportando su violencia física, verbal y sus arrebatos incontrolados en los que podría haberme matado, esas furias provocadas por esa ira patológica incontenible que le provocaba su fracaso vital. ¿Por qué no la abandoné?, ¿fue ese dinero que me debía?

¿Amor?, ¿lástima?, ¿resentimiento?, ¿rencor?

El dinero es la razón en la que se fundamenta el presente relato. Pero si procuro ser sincero conmigo mismo he de afirmar que todavía no estoy capacitado para responder, quizás nunca lo esté. La narración sigue su propio camino, y en ningún caso es la respuesta a esa adversa pregunta.

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La última bofetada fue de órdago. Con la mano bien abierta, en pleno rostro izquierdo y con toda la fuerza de que era capaz. Me giró la cara, me tambaleé y la mejilla se hinchó enrojecida.

Caramba, pensé, sigue siendo rápida y fuerte, la muchacha.

¿Te ha gustado mi derechazo?, me preguntó amenazante, ¿quieres más? Seguía manteniendo la mano abierta a medio metro de mi nariz, tenía los brazos largos, casi no necesitaba agacharse ni doblar las rodillas o la cintura para tocar el suelo con los pulgares. No era la primera vez que usaba este argumento conmigo, en una ocasión lo acompañó con una izquierda directa a mi hígado que me doblegó. No acostumbraba a dar patadas, no sabía, no era capaz de acertar con los pies ni a una pelota grande, hinchable, de esas de playa, solamente los usaba para andar y para calzarse los zapatos, ni siquiera lograba pisar uva con ellos. En cambio las manos sí que las sabía utilizar y con ellas los brazos y los codos, los hombros también y mucho más los omoplatos y la cintura. Tenía un giro rápido de avispa y lanzaba los puños al igual que escupitajos de bereber adolescente, directos y mortales, de camaleón africano y enfadado. Un buen entrenador hubiera hecho maravillas con aquellas manos que abiertas abofeteaban mejor que los golpes que prodigaba con sus puños de niña.

Ese era su “hándicap”, era todavía una niña, una niña mayor que a pesar de los cuarenta y tantos se quebraba, sus nudillos eran cuchillos de cristal, y a través de su piel podías vislumbrar los huesos de humo congelado que la mantenía derecha. Según cómo, mirarla era extraño y sorprendente.

Era pequeña, pesaba poco y en cualquier somier rebotaba hasta colgarse de la lámpara del techo, se balanceaba desnuda como una monita pelada y me amenazaba con orinarse encima mientras se moría de risa. Se soltaba y yo me hacía a un lado si no quería ver mi pene aplastado por sus nalgas y atravesado por su coxis como si fuera la punta de una flecha de hueso de una apache de cabellos rubios y nórdicos, de piel clara y deslucida.