lunes, 5 de enero de 2009

El peletero/El ojo y el negro (1)



20 Agosto 2007

“La lengua es un ojo”.

(Wallace Stevens)

Plinio nos relata el origen de la pintura en la historia de una muchacha que dibuja en una pared el contorno de la sombra que proyecta en ella su amante dormido. Más tarde, el padre de ella, rellenará la figura de arcilla y creará así un simulacro, un receptáculo que supuestamente ha sido hecho para albergar un alma, su sombra.

A eso se le llamaba un “colosso”, donde naturalmente el tamaño no era su característica principal y sí que fuera algo erigido, erecto y animado.

Un bello mito que permitió encontrar, según muchos, una genuina manera al amor para expresarse.

Reseguir el contorno de tu amante,

con tus dedos y tus ojos

y permitir así, con tu caricia,

que permanezca más allá de la memoria.
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Teodoro Van Babel fue un pintor con dos dispares habilidades, la del retrato y la de la composición simbólica.

La primera queda bien probada en la variedad de retratos que realizó a lo largo de su vida. De entre todos ellos es obligado resaltar los que le hizo a su propia hermana Silvia, a su esposo y a los hijos de ambos.

A pesar de que Silvia tuvo que emigrar a Londres para casarse con un comerciante inglés, Teodoro logró retratarlos a todos desde la distancia, sin verlos siquiera, utilizando para ello únicamente la memoria, la intuición y las descripciones de su hermana. Todos inacabados, pues nunca llegó a finalizar ninguno de esos retratos familiares en los que a veces él también se incluía.

Los años pasaban, las personas cambiaban y los retratos nunca se terminaban. El resultado que nos ha quedado, después de capas y capas de pintura es el de unos bocetos, donde los personajes parecen no tener ni edad ni peso. Fantasmas provisionales que no consiguen traspasar el espejo.

Su otra habilidad, fue la composición simbólica, que junto con la de retratista está perfectamente sintetizada en el doble retrato que realizó de su amigo Isaac Martens junto a su amada, Sofía Verhofstadt.

Algunos expertos sostienen que en realidad es un autorretrato, que Isaac es Teodoro y que la mujer es Silvia, la hermana del pintor, pues el parecido con los otros retratos es sorprendente. Pero eso ahora no tiene importancia. Van Babel escribió al pie del doble retrato los nombres de Isaac y de Sofía y si así lo hizo es que así quería que constara y así consta oficialmente.

La pintura es interesante por su composición manifiestamente arcaica, a pesar de hallarnos ya en pleno siglo XVI. Una obra en parte fuera de época y paradójicamente del estilo del resto de su obra. Hay en él una mezcla de modas: cabellos muy largos hasta la misma cintura, a la flamenca, y otra a la italiana en el vestido de ella, con un corpiño muy escotado que deja ver sus pechos y sus hombros desnudos, muy apretado en la cintura que resalta un cuerpo esbelto, y las manos desnudas jugando con “algo”. La estructura iconográfica mantiene la de un tríptico, con Isaac a nuestra izquierda, Sofía a la derecha y en el centro una simple y sencilla mesa con un plato en el que se hallan un par de ojos depositados. Él y ella artificialmente hieráticos tal cual esfinges.

Isaac era hijo de un rico comerciante flamenco. Especializado en el comercio de marfil, pieles, plumas y de todo aquello que siendo extravagante pudiera venderse. A lo largo de su vida logró enriquecerse y arruinarse en varias ocasiones.

Sofía era la hija de uno de los clientes de Isaac. Un Duque curioso, rico y coleccionista de cosas raras y de los numerosos objetos exóticos que los barcos traían constantemente de ultramar.

En éste doble retrato de Van Babel lo primero que vemos es la mesa que hay en el centro, y que separa a los dos protagonistas, en ella hay ese plato que de tan blanco capta y atrapa toda la luz, y en él hay el par de ojos antes mencionados, no sabemos si arrancados de un humano o de un animal, y que Van Babel nos muestra pulcra y muy explícitamente.

El significado, si no simbólico, es tal vez biográfico y quizás estos ojos nos remitan directamente al padre de Isaac, Abraham, un intransigente y fanático luterano y uno de los primeros seguidores de Calvino, que en un ataque de locura iconoclasta se arrancó los suyos con una cuchara sopera, después de haber recorrido media ciudad rompiendo espejos y cristales. Detenido y encarcelado al fin, prefirió extirpárselos con la cuchara que comerse la sopa que el carcelero le había llevado para cenar. A la mañana siguiente lo hallaron desangrado y muerto.

Isaac era un hombre afable y tranquilo y todos destacaban su buen estar y la alegría con la que narraba sus aventuras por el mundo y las maravillas que veía. Y sus ojos absolutamente negros, en marcado contraste con sus cabellos rubios y pálidos, albinos como su tez, blanca y tan transparente, que te permitía ver fácilmente el fluir de su sangre oscura. Así lo pinta o se pinta Teodoro Van Babel, negro sobre blanco.

Las niñas de sus ojos eran dos letras escritas en una hoja de papel.

Todas las dobles figuras, de hombre y mujer son una exégesis de Adán y Eva, y en este caso también de las tesis de San Agustín que lo señalan a él, Adán, como al verdadero culpable y no a Eva. Ella siempre será la dadora de vida y él siempre llevará en su simiente la mácula del pecado, y por ende, de la muerte. La semilla de Adán está arruinada, enferma, picada, dañada por la falta. Será la que transmitirá a toda la humanidad la culpa y la vergüenza por el primer pecado del mundo. Que no es la simple desobediencia de Eva, pues ella únicamente sabe de la prohibición divina por boca de él y no de Dios mismo, que solamente ha hablado con Adán antes de crear a su compañera de una de sus costillas. El verdadero pecado no es ése, es la invención del Sexo por Adán.

Él hubiera podido salvarse, pero prefiere acompañar en la desdicha a su amada, esa es su decisión, su libre albedrío, al verla y mirarla “desnuda” por primera vez.

Sofía quedó embarazada, y al cabo de los nueve meses dio a luz a una niña más negra que los ojos de su Isaac, el padre. El prodigio, naturalmente, fue y es inexplicable. Sofía murió en el parto.

A Isaac no le costó demasiado, a pesar de no estar casados todavía, que su suegro le cediera a la niña y que con ella se fuera para no regresar jamás. Dicen que la bautizó con el nombre de Silvia, igual que la hermana de su amigo Teodoro, el pintor que los pintó hieráticos y solemnes.

Cuentan que murió muchos años después en Dakar, enfermo, rico y en brazos de una nativa vieja que creía que cuidaba a un gran Rey.

De su hija, esa segunda Silvia “africana”, no se supo nunca nada más. Aunque hay una versión que la sitúa en un convento de carmelitas como sirvienta, y del que un cierto día desapareció, se marchó o huyó, sin decir adiós.

No había año que alguien no la viera deambular sola por los bosques, de noche, llorando o gritando, y sino se la veía, se la oía gemir o aullar.

Otra leyenda sitúa a la niña en un burdel. Dan pie a ello los numerosos y memorables apuntes dibujados por Teodoro Van Babel que se conservan, de lo que los expertos han llamado: “la prostituta etíope”. Una serie de esbozos para un retrato que tampoco llegó a terminar nunca.

Si hubiera concluido el retrato habría sido un desnudo obsceno, todos los esbozos son frontales y esa es siempre la postura menos pudorosa y mucho más si se hubiese atrevido a escribir en él una frase que podemos leer en uno de esos dibujos:

“El sabor se halla debajo de la ceniza que cubre la lava del volcán”

Pero quien sabe, tal vez esa niña acabó siendo, ella sí, una verdadera reina vestida con pieles de leopardo, o… todo lo contrario, embutida en el fondo de la bodega de un barco negrero.
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En el retrato de Isaac y Sofía, en el centro y arriba, hay escritas y pintadas unas frases en latín, que traducidas podemos leer:

Los murciélagos atraviesan la oscuridad gritando, se cuelgan boca a bajo y se esconden en cuevas.

Los pájaros trinan, son bípedos y se visten de colores.

Las libélulas tienen ojos gigantes, flotan en el aire. Sus cuatro alas son transparentes y tienen dos vidas.

¿Dónde está el murciélago?

¿De quién son los ojos?

¿Quién es el jilguero?

Tal vez por todo ello Isaac cinceló en la punta de su espada, y que nos muestra explícitamente en el cuadro, una libélula, una “demoiselle” cuatrialada, y Sofía, de pie y al otro lado de la mesa, sosteniendo con la palma de la mano derecha abierta un jilguero, que con las alas extendidas está a punto de salir volando.

Están todos, solamente encontramos a faltar al murciélago que quizás se halla escondido en alguna cueva oscura.

Húmeda, cálida y acogedora.

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Había iglesias donde anidaban murciélagos en sus altos techos. Hambrientos chillaban al presenciar la Eucaristía. El capellán se santiguaba mientras le temblaba el cáliz que sostenían sus manos.

Al decir las palabras sagradas cerraba los ojos.