viernes, 28 de noviembre de 2008

El peletero y sus zapatos



7 Junio 2007

Era conveniente y necesario ahorrar el dinero que podía costarme el autobús. Eso significaba que debía ir y volver a pie. El trayecto sería tan largo como lo podían ser dos horas andando cuesta arriba. Un humilde ahorro para mi bolsillo que sin duda mi corazón también agradecería. Caminar es saludable, me recordaba a menudo mi médico de la sanidad pública. Ya que yo era pobre -me reí al pensarlo- al menos que fuera un pobre sano. Ya que estaba hambriento, al menos ágil. Ya que era soltero, al menos alegre. Me volví a reír mientras caminaba calle arriba. Durante un tiempo pensé que aquella excursión urbana valía y valdría la pena.

¡Caramba!, aquella muchacha vivía lejos, allí donde la ciudad se levanta, donde las perspectivas son inusuales y espectaculares. Allí también, donde las calles que bajan te muestran avaras pedacitos de mar oscuro, brillante, casi negro, debajo de un cielo azul, insultante y vanidoso.

Menchu, Merche, Conchi, Pili, no recuerdo exactamente el nombre, era una peluquería pequeña, sencilla y humilde. Estaban ella, que era la dueña, y una empleada con la cara llena de clavos, agujas y tornillos que taladraban su carne todavía tierna. Sus novios debían de ser faquires para poderla besar.

Me cortó el pelo y me cobró poco. Rubia pálida, sin un rayo de sol en la cara, años más tarde tuvo un amante con el que debía vestirse de cuero negro y usar el látigo para mantener el entusiasmo. Eso lo sé porque la gente no sabe mantener la boca callada y guardar los secretos. Si no quieres que algo se sepa, no se lo cuentes nunca a nadie.

Me cobró poco, pero yo había supuesto ingenuamente que acostarme con ella me daba derecho a que me cortara el pelo gratis, pero no, estaba equivocado. A mi también me cobró. Eso demostraba que yo no tenía ni idea de mujeres ni de economía.

Una vez a la semana peinaba y cortaba en una residencia de ancianos. Todos ellos pasaban por sus manos. Empezaba temprano por la mañana y a media tarde ya había terminado.

Tenía la boca no del todo fea y los dientes de coneja o de ratón, no sé. Y pensaba muy satisfecha de si misma que el matrimonio por interés es una aberración. Era una de esas mujeres que están absolutamente convencidas de ser unas románticas. En la peluquería escuchaba mucho y hablaba lo justo para no ser descortés y procuraba reír siempre las gracias de las clientas. Más tarde te decía que todas eran iguales, que daba lo mismo que tuvieran 15 años o 95. Pero eso solamente te lo contaba a partir del tercer gin-tónic, cuando ya se quedaba dormida en el sofá. Yo, con todo el miramiento del mundo la llevaba a la cama, la desnudaba, le colocaba el pijama rosa con angelitos infantiles dibujados, la acostaba, le daba las buenas noches con un beso en los dientes de roedora y me iba. Andando.

El bolsillo y el corazón, tarde o temprano me lo agradecerían.

¡Caramba!, esta muchacha vivía lejos de mi casa aunque muy cerca de su propia peluquería, pequeña, sencilla y humilde. Al regresar, el camino se hacía cuesta abajo, y las casi dos horas de ida se convertían a la vuelta en algo más de una. De noche no podías divisar el mar desde ninguna atalaya. Parecía que el cielo se hubiera ido al otro lado del mundo, que hubiese abandonado el Mediterráneo para iluminar el Caribe. Todo se había oscurecido tanto que ya daba igual qué era lo que veías, si una cosa u otra. Ya daba lo mismo bajar que subir. Ir que volver.

Lo que me ahorraba en autobuses serviría para comprarme un buen par de zapatos. Tanto ir y venir empezaban a desgastar los únicos que me quedaban. Un botón de la camisa caído se puede disimular. Si eres hábil con la aguja y el hilo puedes zurcir apañadamente un siete, un descosido o un desgarrón, pero es muy triste tener que colocar un pedazo de cartón en el zapato para tapar el agujero de la suela. Y ¿si la suela se desclava entera?, ¿qué haces?, ¿andar descalzo? Desgraciadamente este tipo de cosas me habían sucedido. Por eso no podía ver nunca la escena aquella en la que Charles Chaplin se come un zapato como si fuera un pavo al horno y los cordones como si fueran espaguetis.

La mayoría de las personas nunca se fijan en los zapatos que calzas, pero hay algunas que precisamente es lo primero que miran de ti. Ha de ser aquello de que para conocer de verdad a alguien debes ponerte en sus zapatos, solamente así te haces cargo de la verdadera dimensión de su vida. Ponerte en su lugar. He de reconocer que mi peluquera siempre me recriminaba el estado de los míos. Pero lo suyo no era empatía ni simpatía, ni tampoco amor por la estética y el buen gusto. Podía haber sido fetichismo, eso lo hubiera entendido, o simplemente interés por mi aspecto; no era nada de eso, solamente era malestar ante una muestra de pobreza. A pesar de ella, de mi pobreza, yo trataba de cuidarme. A veces mis pantalones podían brillar demasiado por el uso, es cierto, pero siempre estaban limpios. En alguna ocasión me habían llegado a cortar el agua por falta de pago, pero siempre había un buen amigo que me ofrecía su baño y su lavadora para lavarme y lavar mi ropa.

Procuraba sacar partido de la situación fabricándome un cierto aire bohemio que disimulaba mi falta de medios y mi precariedad económica. A mi peluquera fue una de las cosas que le gustaron de mí. Ese desaliño estudiado le agradó. Se pensó que era un poeta. Se entretenía despeinándome más de la cuenta, para así poder peinarme después. Le gustaba la parte superior de mí, mi rostro y mi cráneo, tal vez porque era peluquera, pero a medida que iba bajando se iba desalentando hasta llegar a los zapatos. Con ellos no había nada que hacer, ni siquiera cuando me desnudaba y me los quitaba, conseguía su absoluta atención, esa atención que se necesita tener cuando dos están desnudos y pegados el uno al otro. Pensaba que era un poeta.

Siempre llegaba tarde a mi propia casa. Llegaba o salía, pero tarde, siempre de noche. Si la madrugada estaba ya muy avanzada, al salir del ascensor conseguía que el dulce aroma de la pastelería vecina me cubriera como un bálsamo, era un buen presagio. El vestíbulo de la escalera y el obrador del establecimiento se comunicaban por una estrecha puerta y una rejilla de ventilación. La dura oscuridad del exterior contrastaba con la suavidad de los olores, y la paradoja se acentuaba siempre que deslizaba la mirada por encima de las podridas paredes y estucos que supuraban tristeza y abandono. Incluso una noche, la paradoja se redobló cuando, a medio metro de la puerta principal, una rata de considerables dimensiones se me quedó mirando inmóvil. Ninguno de los dos dio un paso; la sorpresa nos había paralizado a ambos por igual. Di una patada en el suelo y la rata comprendiendo que yo sólo deseaba pasar, dio media vuelta y lentamente se escondió por donde seguramente había salido. Su pelado rabo todavía asomaba por una rendija cuando cerré la puerta de la calle.

Hoy he tomado una decisión respecto a mi peluquera, se lo he dicho con mis mejores palabras, pero no sé si ha comprendido exactamente que no nos volveremos a ver más. Que no subiré otra vez el camino que lleva a su casa, que no iré a su peluquería para cortarme el cabello y que nunca más la acostaré con ternura en su cama después de su tercera copa. No estoy muy seguro, pero yo diría que no ha entendido lo que le estaba diciendo.

Hoy, después de esa conversación con ella, y al llegar tarde también a mi casa, me he encontrado con la ordinaria ironía de hallar la finca otra vez sin luz. La escalera estaba completamente a oscuras y el ascensor, por supuesto, inutilizado. Debía subir los cinco pisos a pie.

Como no fumo no tenía ni un triste mechero que me iluminara y la batería de mi teléfono móvil se había agotado. No me ha quedado más remedio que subir a tientas.

A medio camino me he encontrado con mi vecina de rellano, Angelina, con una cerilla prendida. Es una mujer que ya supera los ochenta años, es viuda, no tiene hijos y vive sola. La he hallado sentada en la escalera, tan asustada como cansada.

¿Qué haces aquí a estas horas?, ¿te encuentras bien?

No me ha respondido, solamente me ha pedido que la ayudara a terminar de subir los dos pisos que le faltaban.

Yo siempre hacía bromas con ella y con su nombre llamándola mi Ángel de la Guarda, y hoy sinceramente, me lo ha parecido más que nunca.

Cuando hemos llegado a nuestro rellano hemos tenido que abrir nuestras respectivas puertas a tientas porque sus cerillas ya se nos habían agotado, y a tientas también entrar cada uno en su casa.

Una vez dentro he cerrado.

A tientas.

Y con llave.

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He dado mi corazón a una mujer barata.
Se me pudría en las manos. ¿Quién la habría querido?
En la basura un viejo zapato
luce igual y parece un tesoro casi perdido.

Todas las muchachas finas que rondan a mi vera
no han tenido la virtud de ofrecerme el consuelo
que da un abrazo, pues el hombre no llora
por los ojos, llora por el sexo, y es amargo llorar solo.


Quiero que lo sepáis bien los parientes y amigos:
Josep Palau no es un ángel ni un niño modelo.
Si tenían de mí una imagen bonita,
ahora les ofrezco una de muy fiel.

No quiero más ficciones alrededor de mi vida.
Aquella mascarada ha durado demasiado.
Como que os angustia que os muestre la herida,
por eso dejo todavía el zapato en el estiércol.

“El zapato” Josep Palau i Fabre

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El peletero/Y su hermano



30 Mayo 2007

Eran árboles tan altos y esbeltos que parecían cipreses, pero no lo eran, no sé qué eran, pero eran árboles altos y esbeltos que bordeaban un largo y no muy ancho camino. Cimbreantes y rumorosos cuando soplaba el viento.

De copa en copa los sobrevolaban miles de murciélagos, tan enormes y gigantes, que pensamos que eran vampiros. El cielo estaba cubierto por ellos, de un árbol a otro y de una copa a otra atravesaban las alturas por encima de nuestras cabezas también altas y esbeltas.

Al camino no se le veía el final, pero aunque polvoriento era fresco y sombreado. La brisa que soplaba por entre los árboles que lo flanqueaban, producía un suave silbido que nos acompañaba en nuestro caminar, mitad viaje, mitad paseo. Nosotros éramos dos. Yo y mi hermano. Mi hermano de sangre y de corazón.

Ambos marchábamos decididos disfrutando de la tarde y del atardecer; del declinar lento de la luz y de la noche que se aproximaba irremediable y turbadora. Disfrutábamos y saboreábamos el aroma del aire y el murmullo de aquellas miles de alas batiendo allá en lo alto. Había tantas que formaban un extraño pabellón entreabriéndose y cerrándose continuamente. Si te atrevías a mirar era fácil que se te encogiera el ánimo.

Pero ni él ni yo caminábamos solos. Nos teníamos el uno al otro. Orgullosos, contentos y alegres, los dos marchábamos juntos mientras los murciélagos y los árboles nos proporcionaban una buena sombra y las mujeres se quitaban coquetas el velo al vernos pasar.

Íbamos a buen ritmo sin ir deprisa. Marcando el paso y bailando la más humilde de las coreografías que es la de caminar uno al lado del otro. La sonrisa amplia y sincera, los ojos brillantes, y en nuestro rostro nuestra mejor cara. De vez en cuando nos mirábamos y nos ofrecíamos de nuevo complicidad y compañía.

Aquello no era Europa, ni tampoco era América, ni siquiera África, aquello era el corazón de Asia y por aquel entonces yo solamente era un muchacho joven que caminaba al lado de su hermano a través de un camino bordeado de árboles, de elefantes mansos que transportaban cosas inauditas. De vendedores de secretos todavía no revelados, de mujeres expertas en conocer el futuro y en prometer delicias y placeres, según afirmaban, inimaginables, y nunca sospechados.

Mendigos, tahúres, ladrones, gurús, santones, budas, niñas bonitas, damas intrigantes y muchachos de cabellos ensortijados y cuerpos felinos. Pieles claras, oscuras y negras. Ancianos y niños. Personas y animales. Viento y lluvia, sombra y sol. Frío y polvo. El polvo suficiente para enrojecer el paisaje.

Nadie osó tocarnos al vernos pasar. Nadie osó interrumpir o molestar. Nadie fue ningún obstáculo. Nos miraban curiosos pero siempre con respeto. Se apartaban, dejaban libre el camino.

Cuando uno camina animoso y lleno de esperanza termina por llegar. ¿A dónde? Al principio, naturalmente. Al día aquel en que mi hermano vino a verme por primera vez a la clínica donde nuestra madre había dado a luz. Él era todavía un niño pequeño y la emoción debió de ser tanta que se escondió debajo de la cama.

Ese fue el principio y ese será el final.

Mientras tanto la gente se aparta cuando pasamos. La brisa es suave, los árboles se balancean y el polvo del camino enrojece todavía más el crepúsculo que nunca termina, impidiendo a la noche llegar.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El peletero/La Puerta de mi casa



26 Mayo 2007

Las colinas, bajo el avión, ya abrían sus surcos de sombra en el oro de la tarde. Las llanuras se volvían luminosas, pero de una luz inútil: en este país no terminan nunca de entregar todo su oro, así como después del invierno no terminan de renunciar a su nieve.

Vuelo nocturno. Antoine de Saint-Exupéry

El avión rebotaba por entre las nubes, saltaba como un niño de una a otra mientras la pobre azafata trataba infructuosamente de servirnos un café americano. Los dos pilotos se reían de los chistes que se contaban, y casi todos los pasajeros parecían rezar a Dios, a la Virgen María o al Cristo Resucitado. Yo le soy fiel a San Pedro y a San Antonio Abad, y he de reconocer que nunca me han fallado. Poseer las llaves del Cielo y haber sido tentado directamente por el diablo en persona y no haber sucumbido, son garantías suficientes de eficacia santa y predisposición al bien. Pero no sé, me parece que los dos se burlan de mi devoción, creo que no les merezco ninguna confianza como devoto y para ser sincero, quizás tengan razón. Ellos deben pensar que no se puede ser incrédulo y al mismo tiempo rezar a San Pedro y a San Antonio, pero están equivocados, claro. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

El aterrizaje era dulce pero interminable. Eso son cosas que pasan en la vida. En el más allá, los descensos también son interminables, pero algo me hace sospechar que jamás son dulces.

Siempre me ha gustado notar que debajo de las suelas de mis zapatos no hay nada más que nada, que el suelo no puede temblar ni tampoco abrirse y tragárseme. Por eso deseaba llegar pronto para ir rápido en busca del mar, el agua también te proporciona esa sensación de no tener suelo ni techo.

Una vez que llegaba a Atenas podía ir a Sounion, a bañarme en los barrancos nudistas que daban impúdicamente la cara al mar. A una hora de autobús de Atenas, el templo consagrado a Poseidón te recibía elegante, esbelto y gentil. Pero estaba lleno de turistas y había demasiadas mujeres solas. Casi siempre acababa por irme al Pireo donde allí no iba ningún turista, y las mujeres que se bañaban en sus playas estaban todas acompañadas por sus hijos pequeños. Me gustaba verlas y mirarlas. La maternidad explícita siempre hace que las mujeres “parezcan” mucho más sensuales, aunque inaccesibles. Tal vez en eso se encontraba mi interés y mi tranquilidad. El baño sabía mucho mejor y el deseo de mi cuerpo podía sobrellevarlo con más facilidad y saborearlo como se degusta un helado de chocolate, despacio, con una languidez estudiada y calculada hasta que solamente queda el maldito palo de madera. Ése era siempre el final, injusto y cruel. Entonces me volvía a zambullir, buceaba tontamente en busca de la oscuridad y pensaba que ya era hora de regresar. El crepúsculo es difícil de afrontar cuando en las manos no tienes nada más que un palito de madera. Parece casi una burla.

Atenas es una ciudad fea, en realidad las ciudades modernas griegas, grandes, medianas y pequeñas tienen muy poco encanto estético, todas ellas. Entre el fin de Bizancio y la moderna independencia del país, no hay nada, no podía haber nada excepto revueltas, luchas románticas y esperanzas infundadas de recuperar Constantinopla y las ciudades griegas de Anatolia.

Kemal Ataturk terminó con estas ilusiones de una manera que los griegos todavía recuerdan con temor.

Esa fealdad es un atributo que bien sobrellevado se transforma fácilmente en virtud. Aunque los propios griegos no sé si son conscientes de ello, tan deslumbrados como están por la belleza irrepetible de su pasado, pagano y cristiano.

A mí, sin duda, me gustaban esas calles y esos edificios sin personalidad, baratos o demasiado suntuosos, de nuevo rico, siempre fuera de lugar. El resultado de un error, de una equivocada apreciación de las cosas. De una absoluta falta de criterio, mal hechos y apresurados. Nunca formarán parte de ningún catálogo, ni siquiera tendrán el derecho a convertirse en ruinas. Sin embargo, en ellos encontramos un verdadero afán de resistencia, son la consecuencia de una lucha noble, de un anhelo por sobrevivir, por querer cumplir un deber. Plasmado de la mejor de las maneras posibles, no en los edificios, sino en la pervivencia de la lengua. Ella ha sido la verdadera almadía que les ha permitido sobrevivir. Las palabras.

Subió, corrigiendo los desvíos provocados por el viento gracias a las señales que le ofrecían las estrellas. El imán pálido de la luz de los astros lo atraía. Había penado tanto en busca de una luz, que ahora no habría abandonado la más tenue. Enriqueciéndola con un resplandor de albergue, le habría volado en torno hasta la muerte, alrededor de ese signo del que tenía hambre. Y ahora subía hacia campos de luz.
Se elevaba poco a poco en espiral, en el agujero que se había abierto, y que se cerraba debajo de él. Y a medida que subía, las nubes perdían su lodo de sombra, se deslizaban contra él como olas cada vez más puras y blancas.


Vuelo nocturno. Antoine de Saint-Exupéry

De vuelta de la playa miraba mi piel enrojecida por el sol y la ducha fría me sabía a poco, por suerte, antes de coger el autobús ya me había tomado mi primera cerveza que indudablemente orinaba mientras me duchaba en la habitación del hotel. La tarde empezaba a declinar, abría la mini nevera, sacaba de ella mi segunda cerveza y envuelto todavía en la toalla, me tumbaba en la cama para ver oscurecer.

Mañana debía tomar el avión que me llevaría de regreso a casa.

Los soldados de aviación no tienen posesión alguna, escasos lazos, pocas preocupaciones cotidianas. Por lo que a mí se refiere, el deber sólo me exige ahora que los cinco botones de mi pechera brillen.

El Troquel. T. E. Lawrence

viernes, 21 de noviembre de 2008

El peletero/La Puerta del Infierno



23 Mayo 2007

El lago de Kastoriá son casi dos lagos en uno a causa de la península que en su centro se adentra en él, hasta poco más o menos partirlo por la mitad.

Parece una hernia estrangulándolo o una célula en pleno proceso de partenogénesis.

Muchos inviernos el lago se hiela y sus humildes y suaves olas se quedan cristalizadas en un dulce vaivén que recuerda el hechizo del cielo, donde dicen no manda el tiempo.

La ciudad y el paisaje se cubren de nieve inmaculada que muy pronto se ensucia. Andar por sus calles empinadas y circular por sus carreteras se vuelve peligroso. Es necesario utilizar cadenas y ser muy precavido. Yo tenía el privilegio de disfrutar de la habilidad de Vanguelis que sabía conducir un automóvil con una sola pierna. Es difícil de describir y creer, pero era así, tal cual lo cuento. Con Vanguelis al volante sabías que nada malo podía ocurrirte.

El sentido común indicaba que cuando helaba, todos nos debíamos de haber quedado en casa, refugiados entre las sábanas, escondidos en su calor fugaz, camuflados, como niños mal criados que aparentan estar enfermos para no ir al colegio. Pero no, la actividad de la ciudad no se detenía nunca, seguía febril, indiferente al clima y a la belleza del paisaje visto desde lejos. De cerca, la nieve es molesta, fea y, todavía algo peor, desoladora. En estos días el cielo parecía que se iba a desplomar y que nos iba a atrapar a todos como una maldición bíblica, justos y pecadores, mezclados y sin tamizar.

El Hotel Tsamis tenía una pésima calefacción, pero sí un buen hogar muy bien
provisto de leños para quemar. Por las noches todos los huéspedes nos arremolinábamos en el pequeño salón principal, buscando su calor, viendo partidos de fútbol en la televisión o jugando al ajedrez o al backgammon. Incluso las prostitutas se quedaban en él y no iban a trabajar, enfundadas en enormes jerséis de lana no paraban de fumar; en días tan fríos no tenían clientes a los que atender. Aquello parecía un caldo espeso de gente charlando, alientos húmedos, ruido y humo de tabaco.

Y cuando había suerte sonaba música.

Las habitaciones naturalmente también carecían de la calefacción necesaria, y yo me veía obligado, supongo que como los demás, a dormir completamente vestido para no congelarme; menos los zapatos, me calzaba hasta la chaqueta de piel y los guantes.

Trece maneras de mirar un mirlo

I

Entre veinte montañas nevadas,
lo único en moverse
Era el ojo del mirlo.

II

Era yo de tres opiniones,
Como un árbol
En el que hay tres mirlos.


IV

Un hombre y una mujer
Son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
Son uno.


XIII

Toda la tarde era crepúsculo,
Nevaba
Y también nevaría.
El mirlo se posó
En las ramas de un cedro.

Wallace Stevens

Apenas había terminado de leer la novela de Harper Lee, “Matar a un ruiseñor”.

Mientras en mi cabeza todavía permanecía bien visible el rostro de Gregory Peck interpretando a Atticus Finch, intentaba, sin mucho éxito, releer por enésima vez el poema más emblemático de Wallace Stevens, “Trece maneras de mirar un mirlo”, aunque hacerlo allí, en aquel estridente, cálido y abigarrado ambiente del salón del Tsamis era ciertamente casi imposible. Sin embargo y quizás por contraste llegaba a ser muy sugerente la imagen de un ojo de mirlo moviéndose en la quietud helada del paisaje, vigilante y atento. Diminuto y sagaz.

Mientras todo permanece inerte, siempre hay un ojo de mirlo que mira el mundo por primera vez.

Casi no había lugar donde sentarse, aquel era uno de los inviernos más fríos que recuerdo y en el salón ya casi no se cabía. Pero tuve suerte al conseguir sitio frente a la mujer con unas de las piernas más bonitas que recuerdo. Nos habíamos visto muchas veces y muchas veces nos habíamos saludado solamente con un simple movimiento de cabeza, cuatro palabras corteses, y una sonrisa algo más que educada. Ella siempre estaba allí y siempre estaba como ahora, leyendo el periódico, con las gafas en la punta de su nariz y a punto de caérsele. La melena negra tapándole media cara o recogida detrás en una bella coleta. Sentada, medio ladeada, en una postura incómoda y en una butaca demasiado pequeña para su cuerpo, grande y esbelto. Parecía clienta del Hotel, pero no estoy muy seguro de ello. Tampoco era su dueña.

Me miró por encima de sus gafas y con una sonrisa encantadora me preguntó qué leía. Se lo dije. Ambos teníamos que levantar la voz, el ambiente era ruidoso y el televisor tenía el volumen demasiado alto.

- Léamelo, por favor.

- (Se lo leí) ¿Le ha gustado?

- Mucho. ¿Cómo es un mirlo?

- Negros creo, son unas aves americanas.

- ¿Ha visto alguno?

- Un mirlo no, pero un estornino negro lo tuve hace cuatro días, el lunes
pasado, entre mis pies picoteando las migajas que caían del bocadillo
que me estaba comiendo. Fue en Atenas, ya sabe, allí también ha
nevado, casi nunca lo hace, pero este año hasta las playas se han
cubierto de nieve. El pobre debía de estar muerto de hambre. No daba
señales de tenerme miedo y si lo tenía se lo aguantaba. No era un
ruiseñor, pero sí era un auténtico “Atticus Finch”, una bella casualidad
poética.

- ¿Es usted ornitólogo? (tono simpáticamente burlón).

- No se burle, tal vez pueda enseñarle algo que todavía no sabe.

- ¿Sí? (fingidamente desconfiada)

- Confíe en mí.

- Como usted quiera, pero… ¿qué se imagina usted que yo no sé?
(sonriendo un poco).

- Es muy fácil, usted no sabe nada de mí.

- ¿Debería saber? (sonriendo un poco más)

- Por supuesto que no, pero tampoco le haría ningún daño si me
permitiera enseñarle.

- ¿Ningún daño?, poco prometedor se muestra (sonriendo mucho).

- ¿Quiere que le duela?

- (Risas) No es necesario llegar tan lejos, hágame reír, nada más.

- Ya se ha reído, lo ve, no es tan difícil.

- (Amplia sonrisa) Dígame entonces cómo cruzar las piernas de otra
manera (removiéndose en la estrecha butaca y con una cara
fingidamente lánguida), ya llevo mucho rato sentada en la misma
posición y esta minifalda, o es muy corta, o yo tengo las piernas
demasiado largas (Suspiro).

- Vayamos a dar un paseo

- Está nevando y hace mucho frío (cara de frío, entornando los ojos y
frotándose las manos).

- Vayamos entonces a mi habitación.

- Mejor a la mía (formal y mirando hacia otro lado).

- ¿Quiere que pida vino?

- Sí por favor, y también algo para poder escuchar música. Si le apetece
podemos bailar (grave, pero mirándole a los ojos).

- Buena idea (sin apartar la mirada).

- ¿Le gustan mis piernas? (pícara, se levanta de la butaca y se ajusta y
alisa la minifalda).

- Son prometedoras (también se pone de pie).

- ¡Es usted más bajo que yo! (sorpresa)

- No se preocupe, enseguida estará usted a mi altura. (parafraseando a
Spencer Tracy)

- (Risas) No me llames de usted, llámame de tú (cara manifiestamente
fingida de niña inocente y encogiendo un poco las piernas).

- Cómo usted prefiera.

- Por cierto, (subiendo las escaleras y medio girando la cabeza) ¿a qué te referías cuando has nombrado un “Atticus Finch”?, ¿qué es eso? (curiosa).

- Abramos primero la botella de vino, (subiendo también las escaleras,
cuatro escalones detrás de ella y mirándole sus piernas asombrosamente
largas) es una historia que tiene que ver con un peletero ornitólogo.
¿Cómo te llamas?

- ¿Un qué? (intrigada)

Gallant Château

¿Está mal el haberse acercado hasta aquí
Y encontrar que la cama está vacía?


Hubiéramos podido hallar cabellos trágicos,
Ojos amargos, manos ateridas y hostiles.


Pudo haber existido una luz sobre un libro
Iluminando un verso cruel o dos.


Pudo haber existido la inmensa soledad
Del viento entre las cortinas.


¿Versos crueles? Unas pocas palabras afinadas,
afinadas, afinadas, afinadas.


Todo está bien. La cama está vacía,
Y quietas las cortinas, tiesas, yertas.

Wallace Stevens

El Hotel Tsamis no era un “Château”, se hallaba en la entrada del lado Este de la ciudad, en la misma orilla del lago. Tenía un pequeño muelle desde donde vi un día embarcar al equipo griego de piragüismo. Excepto ellos, no vi nunca llegar ni salir de allí ninguna barca, ni bote, ni lancha. Las hierbas iban ocultando aquel pequeño embarcadero, despacio, año tras año, sin que nadie se preocupara de cortarlas, de limpiar, de adecentar. El agua allí estaba encharcada, verdosa y corrupta. Nadie lo utilizaba jamás. Nadie venía, nadie se iba. Aunque más de una noche creí oír el ruido de unos remos golpear el agua. Tuve una rara premonición y no me asomé.

El Hotel Tsamis no fue nunca un “Château”, ni tampoco fue “Gallant”, pero sus camas siempre se quedaban vacías y sus cortinas quietas, tiesas y yertas.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

El peletero/La Puerta del Cielo



16 Mayo 2007

Thessaloniki tiene un bonito centro urbano, un pequeño ensanche a la barcelonesa, una cuadrícula modesta y una torre vigía que recuerda a la sevillana Torre del Oro. Ellos llaman a la suya La Torre Blanca. Desde ella arranca la extraordinaria corniche, larga y desmesurada, una de las mejores del Mediterráneo, más contundente y rotunda que su vecina y rival, la sinuosa Alejandría.

La corniche además de larga es también ancha y espaciosa, y la bordea una vía de salida, infernal y dolorosamente ruidosa.

A su espalda, la persigue una calle paralela, tan larga como ella. Una calle vulgar, de comercios baratos y raras mansiones decrépitas, destartaladas y ruinosas, viejos caserones que albergaron un esplendor efímero y siempre triste. Joyas que lo fueron pero que ya no. Excepto para según quien.

Aquí, en Thessaloniki el mar es gris y siempre está agitado y nervioso. Es un mar de color plata, metálico y dulce y delicadamente ventoso. Nostálgico. El griego es encrespado y llora rápido y fácil. El griego es sentimental, es un poeta.

Dando la bienvenida, se levanta, muy cerca de La Torre Blanca, la mole del Makedonia Palace, un imponente hotel que tiene en sus méritos cocinar una más que aceptable sopa de cebolla, tener unas enormes habitaciones prometedoras y una inmejorable vista al mar Egeo. Son también hermosas y extravagantes sus varias y grandes piscinas vacías, en invierno y en verano. Siempre desocupadas de bañistas y por supuesto de agua.

Desconciertan igualmente sus asombrosos y monumentales salones inutilizados, perpetuamente en desuso, casi abandonados. Limpios, sin una mota de polvo, decorados con amplios sofás y enormes lámparas y formidables cortinas grises, grises como el mar, colgando de altísimos techos, lejanos y lisos.

Me gustaba sentarme en una de aquellas butacas de telas de color beige que los adornaban, confortables y solitarias y contemplar el mármol blanco de su suelo. Grecia está llena de mármol como lleno está el desierto de arena. Grecia es de color blanco, Grecia es blanca y beige. El beige del polvo que se ha ido acumulando en los zapatos de los griegos.

Me gustaba la desolación de aquellos salones, su vacío y su silencio. Eran los tres tan desmesurados que simulaban perfectamente la muerte y el abandono. Me gustaba sentirme muerto, era una manera mejor de soñar, y yo necesitaba soñar.

Tan extraña ha sido la noche que parecía como si el pelo se erizara en mi cabeza. Desde la puesta del sol he soñado que mujeres risueñas, o tímidas, o locas, con susurro de encaje o género sedoso, subían mi crujiente escalera. Habían leído todo cuanto rimé de aquella cosa monstruosa que es el amor devuelto mas no correspondido. Se pararon en la puerta y también se detuvieron entre mi gran atril de madera y el fuego hasta que pude oír latir sus corazones: una es una ramera, y otra una niña que jamás miró a un hombre con deseo, la otra puede que sea una reina.

Presencias. William B. Yeats

Y después de soñar debía cumplir una tarea difícil. Ser juez y parte, y ambas cosas casan mal.

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Elegí bien el escenario. La cité en el Hotel y en la habitación esperé a que me anunciaran desde la Recepción su llegada. Cuando lo hicieron, bajé a recibirla.

No nos conocíamos, nunca nos habíamos visto ni ella llevaba ningún letrero, pero yo tenía un buen dossier suyo con muchas fotografías, la reconocí enseguida.

Nos saludamos cortésmente y la invité a que me acompañará a uno de aquellos inmensos y vacíos salones. Nos sentamos en unas de sus butacas color beige donde una gran y alargada mesa de centro nos separaba, cada uno en un extremo.

Antes de seguir he de aclarar que aquella era una entrevista de trabajo. Mejor dicho, aquella mujer solicitaba ocupar un puesto de responsabilidad en nuestra empresa y yo debía evaluarla y saber si era una persona adecuada para nosotros.

Lo habitual, la norma que se sigue en estos casos es que debíamos haberla entrevistado en una de nuestras propias oficinas, y pedirle que “viniera”. Pero no, fuimos nosotros, yo en este caso, los que nos desplazamos hasta su ciudad, donde nuestra candidata vivía. Es necesario aclarar también que nuestra empresa no era griega.

Eran las nueve de la mañana y las cortinas estaban abiertas. La luz era tan blanca como blanco era el suelo de mármol. Rebotaba en él.

No le pregunté si quería tomar algo, un café, un té, un refresco o simplemente agua fresca. No, no se lo pregunté. Lo que hice fue sacar una hoja de papel en blanco, depositarlo ceremoniosamente encima de la mesa, al lado de un lápiz y una goma de borrar, ambos por estrenar. Y le hice la primera pregunta.

¿Cree usted en el Amor?

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Thessaloniki siempre había sido para mí una ciudad de paso, nunca hice amistades importantes ni duraderas, sin embargo llegué a conocerla bien.

A pocos kilómetros de ella, en dirección al Este, se encuentra el Monte Athos, donde incluso las moscas son del género masculino. Gracias a Dimitri y a sus influencias, pues su padre era sacerdote, pude pasarme allí como invitado, invitado pagando, claro, un mes entero en uno de sus monasterios, haciendo la vida de los monjes, sus horarios, rezando con ellos y comiendo lo que comían. Fue uno de los mejores meses de mi vida.

Pero aquellos monjes se iban a dormir demasiado temprano. Por las noches me escapaba y bajaba hasta el mar para bañarme desnudo.

A la mañana siguiente me moría de sueño. Entre rezo y rezo cabeceaba. En la siesta soñaba con los Iconos que adornaban la Iglesia y entre aquellos rostros se me aparecía el de mi amiga Verónica sonriéndome cariñosa. Ella también debía de estar bañándose desnuda en algún mar lejano, azul o blanco, aunque seguro que no sola.

Antes de la cena los monjes cantaban a coro. Era hermoso oírlos. Aquellos monjes barbudos cantaban cosas maravillosas que a buen seguro Dios o alguna virgen debían oír. Y agradecer.

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UNA CANCION PARA BEBER

El vino entra en la boca
Y el amor entra en los ojos;
Es todo lo que en verdad conocemos
Antes de que envejezcamos y muramos.
Llevo el vaso a mi boca,
Y te miro y te suspiro.


William B. Yeats.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El peletero/Natalie



12 Mayo 2007

Natalie no era una mujer, era la hija de seis años de Constandinos. La niña se había quedado con su madre en Buenos aires, y él había regresado a su país, Grecia, y a su ciudad, Kastoriá, para vivir con otro hombre, Alexis, su amante y su socio al mismo tiempo. Los dos abrieron la taberna cerca de la estación de autobuses y la bautizaron con el nombre de “Natalie”.

Una vez terminado el trabajo, Vanguelis acostumbraba a dejarme a media tarde en el Hotel Tsamis, yo pedía un taxi y me iba a la taberna de Constandinos a beber cerveza y a charlar con él. Sus años en Argentina le permitían hablar un excelente castellano y era un hombre repleto de historias y anécdotas interminables. Era alto y corpulento, al igual que su enamorado Alexis. Los dos mostraban ser unos genuinos representantes de esa raza de maravillosos baloncestistas que han dado los eslavos. Los dos, aunque griegos, eran también macedonios. Sus cuerpos tan fornidos debían provocar terremotos cada vez que se entregaban el uno al otro.

En algunas ocasiones Vanguelis también venía, le gustaba la cocinera, Anna, pero él era muy tímido para estas cosas. Había atravesado varias veces solo toda Europa con su camión de gran tonelaje, había sido contrabandista en Albania y se había jugado la piel durante los años de la dictadura de los coroneles. Era un hombre valiente, de pocas palabras, de cejas pobladas a lo Leónidas Breznev y apocado con las mujeres que le gustaban.

Otras tardes me acompañaba Christos cuando podía desprenderse por fin de su novia, ya que a ella no le gustaba ese lugar de maricones, decía siempre malhumorada. Si nos emborrachábamos lo suficiente también se nos añadía Dimitri, el cuñado de Christos, poeta y dramaturgo de cierto renombre, que para sobrevivir debía hacer de peletero y aceptar las ayudas de su suegro.

Algunas noches todos nosotros acabábamos cantando canciones tristemente alegres, y en otras, la taberna se vaciaba antes de hora y nos íbamos a dormir temprano. A veces hablábamos de política, de dinero y a veces de sexo. Y había noches que venía un muchachito que se quedaba a escuchar el cóctel de idiomas que allí se oía y que pedía vino barato y nunca decía nada. La que tampoco hablaba era Anna, la cocinera, pero se comía con los ojos al muchachito éste, que no le hacía caso, ni mucho ni poco. Era muy joven y bello, con cabellos negros y ensortijados, y su rostro apenas empezaba a parecerse al de un hombre. Hubiera podido ser su propio hijo, al menos por la diferencia de edad podía haberlo sido, pero sólo pensarlo la entristecía. Yo la miraba disimuladamente y veía su anhelo, y me fijaba en su piel, en su cuello, en sus brazos, en su escote, brillantes y húmedos. Pobre Anna, todavía era una mujer guapa, la verdad es que sí, hermosa y llena de regalos, pero...

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La noche anterior había llovido, y en los pliegues de las lonas que cubrían unos bultos medio olvidados, se había acumulado algo de agua. Fue esa agua la que aprovecharon para lavarse la cara, más mal que bien, tres hombres y una mujer. Los cuatro muy jóvenes.

Al invierno le quedaban pocos días y ya había transcurrido más de un mes desde que el lago se había deshelado, pero aun hacía frío por las noches, y aquellos cuatro habían dormido al raso.

Era muy temprano, las seis de la mañana, y yo me estaba tomando un café muy caliente con Vanguelis, en la taberna “Natalie”, cercana, como ya sabemos, a la estación de autobuses. Los ventanales eran amplios y estaban extrañamente limpios, y vimos claramente la escena desde el interior. Albaneses, ¿verdad?, pregunté.

Sí, deben haberse escapado del campo esta noche, respondió Vanguelis.

¿Y qué crees que se proponen?

Subirse al autocar que va a Thesaloniki, el mismo que te llevará a ti dentro de una hora si sale puntual, y una vez allí intentarán enrolarse en algún barco que vaya a la Europa atlántica o a los Estados Unidos. La otra posibilidad es ir hasta Igumenitsa para pasar luego a Italia por Brindisi. Antes, muchos usaban la carretera para ir a Alemania, pero ahora no es conveniente atravesar Yugoslavia.

Parecían unos mendigos, sucios y harapientos, pero había en ellos algo infrecuente. Los cuatro parecía que repetían los mismos gestos, casi al unísono. Y además, me sorprendieron sus movimientos de manos y de cuerpo, eran muy precisos, delicados, nada bruscos, eran elegantes. Hace mucho tiempo conocí a un bailarín que no andaba, se deslizaba. Esos cuatro también parecían ir en patines.

Tres de ellos entraron en la taberna donde estábamos, el cuarto, uno de los hombres, se quedó fuera.

Vanguelis se dirigió a la muchacha y le preguntó educadamente en albanés cómo se llamaba. La chica se sobresaltó. ¿Cómo te llamas?, insistió. Uno de sus compañeros respondió por ella, Natalie, se llama Natalie, dijo de manera cortante y también en albanés.

Pidieron cuatro cafés. Constandinos se los sirvió con aire sorprendido. Allí mismo se los bebieron, pagaron con dracmas, y se llevaron el que sobraba para su amigo que los esperaba en la calle.

Nada más salir aquellos tres, Vanguelis dijo, no son albaneses. ¿No?, ¿cómo lo sabes?, le pregunté.

El acento no es albanés, no sé qué son, pero albaneses no.

¡Natalie!, ha dicho que se llamaba Natalie, como mi hija, dijo Constandinos con cara de padre, ¡qué casualidad!, ¿verdad?

No hombre, no, le respondió Vanguelis, “Natalie” como la taberna, que es lo que han leído en el letrero que tienes afuera y que es lo que han repetido aquí dentro.

Claro, estos cuatro deben ser rusos o serbios, dijo Alexis. Yo creo que son americanos, oímos que decía Anna, desde detrás de unas ollas. La muchacha se parece a una artista de cine americano, ¿cómo se llamaba?, sí, una que murió ahogada, muy guapa, morenita, una que hizo una película de bandas callejeras, un musical.

Natalya Nikolaevna Zakharenko, oímos que decía alguien desde el fondo de la taberna. Era el muchachito aquél que nunca decía nada, el que venía a escuchar y a tomar vino barato. Se había mimetizado entre las mesas y sillas y nadie le había prestado atención. Ni siquiera Ana se había dado cuenta de su presencia.

¿Quién?

Natalie Wood. Queréis decir Natalie Wood, repitió alto.

Sí, eso es, Natalie Wood, ahora la recuerdo, ¿era rusa?

No, no era rusa, era una belleza.

El muchacho se levantó para irse y al pasar por mi lado, me dio con una leve sonrisa, un papel doblado. Todavía lo conservo.

Tomé el autocar que me debía llevar a Thesaloniki, y sí, en él se habían subido también aquellos cuatro albaneses, servios, rusos o norteamericanos. Efectivamente, la chica era igual que Natalie Wood. Cuando paramos a medio camino para estirar las piernas me acerqué para hablar con ella, pero ésta es otra historia que de momento no hace al caso.

Para permanecer

Debía de ser la una de la noche,
o quizás la una y media.

En un rincón de la taberna
detrás de la mampara de madera.
Aparte de nosotros dos, el local estaba vacío del todo.
Una lámpara de petróleo apenas lo iluminaba.
El camarero, que hacía el turno de noche, dormía tras la puerta.

No nos veía nadie. Pero
ya nos habíamos excitado de tal manera
que prescindimos de cualquier precaución.

Los vestidos entreabiertos – no había demasiados,
porque abrasaba el divino mes de julio.

Placer de la carne
por entre las ropas medio abiertas,
apresurada desnudez de la carne… Y su visión
ha traspasado veintiséis años. Y ahora llega
para permanecer en este poema.

Konstandinos P. Kavafis

sábado, 15 de noviembre de 2008

El peletero/Bienvenida



5 Mayo 2007

Mi padre siguió al pie de la letra el mismo consejo que Jenny le dio a Forrest Gump, cuando éste le hizo saber que lo habían destinado al Vietnam. “Prométeme, le pide Jenny, prométeme que si te ves en peligro, correrás; corre, no pares de correr”.

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Habían estado todo el día anterior combatiendo para conquistar una triste loma a base de disparos de fusil y casi lanzamientos de piedra, que era lo único que tenían los soldados republicanos para hacer la guerra. Todo un día para desalojar a cuatro soldados franquistas y matar a otros tantos.

Pasaron la noche sin poder dormir.

Nada más despuntar el día los oyeron venir. Eran media docena de tanques y detrás alrededor de cien hombres. Ellos apenas eran unos treinta. Nadie tuvo ninguna duda. Todos huyeron a la carrera bajando la loma aterrorizados, abandonando al correr montaña a bajo, armas, mochilas y equipajes, todo. Mi padre llegó a perder incluso las alpargatas que calzaba. Al llegar al fondo de la pequeña vaguada se dio cuenta de que iba descalzo y que le sangraban los pies. Desde allí tenían dos posibilidades, seguir el cauce del río seco, o subir la siguiente loma. Estaban todos exhaustos y los morteros enemigos pronto empezarían a disparar, allí no podían quedarse.

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Rosita nació en Barcelona, pero sus padres lo hicieron en Mora de Rubielos, provincia de Teruel. Desde allí emigraron a pie y tardaron un mes en llegar a Barcelona. El padre de Rosita, Juan, era un santo, permitía que le robasen el bocadillo del desayuno que dejaba a su lado, en el banco de la iglesia. Cuando murió, en el momento de expirar se abrieron literalmente y al mismo tiempo todas las ventanas y puertas de la casa. Su alma era demasiado grande para salir solamente por una de ellas. Esa fue una maravilla que la familia todavía recuerda.

Rosita aprendió a leer sola, cantaba jotas mañas con acento catalán, y se quedó embarazada por primera vez a los catorce años. Cuando Neil Armstrong llegó a la Luna, ella estaba frente al televisor para verlo.

Tuvo nueve hijos que llegaron a adultos, cinco varones y cuatro hembras. La más bonita de ellas, Bienvenida, hubo de enfrentarse a los dieciséis años a un dilema trascendental. Según y cómo lo resolviese, su vida se encaminaría hacia una u otra dirección. Hubiera querido estudiar, le gustaba y tenía aptitudes. Su padre siempre se lo había impedido, siguiendo el criterio de que las mujeres no necesitaban saber nada más que cuatro cosas.

El matrimonio de sus padres terminó por romperse y los ocho hijos mayores decidieron irse a vivir con la madre. El padre solamente pudo retener al más pequeño, Eduardo, de apenas cuatro años. Entristecido vio como todos sus otros hijos le abandonaban para irse con la madre.

Un día fue a buscar a Bienvenida a la salida del taller de marroquinería donde trabajaba. Y mientras la acompañaba en su camino hacia casa, le propuso irse a vivir con él a cambio de pagarle los estudios por los que ella tanto había suspirado y suplicado.

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Se dividieron en dos, media docena siguió río abajo por el cauce seco, todos los demás emprendieron la pesada subida de la montaña. Mi padre al ver a esos últimos pensó, ¿qué hacen?, ¡por la vaguada es más fácil! Estuvo tentado de seguir a los seis que huían por la cañada, pero un instinto superior lo retuvo y decidió continuar con la mayoría que pesada y fatigosamente subían la loma.

A los seis que huyeron por el río les esperaba una patrulla emboscada que acabó ametrallándolos, todos los demás se salvaron, incluido naturalmente mi padre.

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Bienvenida no tuvo ninguna clase de duda. No aceptó el chantaje que su padre le proponía. Y porque tampoco lo amaba.

Bienvenida es mi madre, y cuando todavía podía conversar de todo con ella siempre se lamentaba de no haber podido estudiar. Te equivocaste, le recriminaba yo, debiste haber aceptado la oferta. Nadie te prohibía seguir viendo al resto de la familia, podías verla tantas veces como hubieras querido. Jamás habrías perdido los vínculos con ella, ni con tu madre ni con tus hermanos. Y además tendrías ahora los estudios que anhelabas.

Cuando le decía esas cosas se callaba y me respondía al cabo de un buen rato, que si eso hubiera hecho, ni yo, ni mi hermano habríamos nacido. Y ¿eso qué importa?, le respondía, ¿qué más da uno u otro? La que seguiría viva serías tú, eso es lo importante, habrías tenido otros hijos a los que también habrías amado y quizás puesto los mismos nombres. ¿Y papá?, tampoco lo habría conocido, me preguntaba apenada. No, pero el mundo está lleno de hombres, mamá, lleno, y todos piden y dan lo mismo.

Bienvenida no asimilaba este tipo de conversación, le hacía daño. Yo me daba cuenta demasiado tarde de mi error y de mi estupidez. Su dolor me consternaba y me llenaba de dudas y de culpa. Al final terminábamos los dos mirándonos en silencio.

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Mis padres se conocieron en un salón de baile. A pesar de ser ya una mujer, Bienvenida parecía una niña. Aquel día no le permitían entrar en el local al sospechar que fuera una menor. Él la vio protestar desde la otra punta de la pista, y aunque ya tenía una acompañante con la que bailar, fue rápidamente a rescatarla. Sesenta y siete años después todavía siguen juntos.

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R A O N S

Dolors que tornen
prosperen i maduren,
et faran púdic
mentre, en silenci, esperes.
Car has d’esperar sempre.

Sempre s’espera,
diuen els homes doctes.
Els sents, i calles.
Tu calles, preparan-te
una amarga mort digna.

(Vicent Andrés Estellés)

R A Z O N E S

Dolores que regresan
prosperan y maduran,
te harán púdico
mientras, en silencio esperas.
Pues debes esperar siempre.

Siempre se espera,
dicen los hombres doctos.
Los oyes, y callas.
Callas, preparándote
una amarga y digna muerte.

jueves, 13 de noviembre de 2008

El peletero/Julia (y 3)



28 Abril 2007

Todo el mundo debería conocer a Marco Pagotto, el famoso piloto de hidroavión de la Primera Guerra Mundial, que por culpa de una maldición hubo de sufrir y soportar que su rostro se transformara en el de un cerdo. Así ha pasado a la Historia, con cara de puerco y con el nombre de “Porco Rosso”.

Naturalmente las maldiciones guardan proporción con el pecado cometido y el de Marco Pagotto debió de ser terrible para merecer exhibir en público la faz condenada de un marrano.

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Era igual que Anne Margret, aunque sin su mirada maliciosa. Tenía los ojos llorones y ligeramente hinchados que le daban un aire triste y alegre, y ambas cosas, cómo todo el mundo ha de saber, no son lo contrario lo uno de lo otro.

Se llamaba Julia, era irlandesa, pelirroja y todavía le faltaban dos meses para cumplir los diecisiete años. Trabajaba de camarera en el comedor que se improvisaba en cada ocasión que había subastas de pieles en la Hudson’s Bay Company de Londres. Se aprovechaba uno de los grandes salones del amplio edificio y se contrataba a una empresa de catering, camareros y camareras incluidos. Entre ellos estaba Julia.

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Todavía era temprano y yo ya había cenado. Me iba a dormir. Le estaba pidiendo la llave de mi habitación al conserje del hotel, cuando oí a dos muchachos hablarse en catalán. Estaban tratando de preguntarle a un botones si conocía un buen restaurante hindú. Estábamos en Londres y el botones era jamaicano y no tenía ni idea de restaurantes, y mucho menos hindúes.

Les saludé en su mismo catalán, que también es el mío, y les dije que conocía lo que buscaban. Los dos eran muy simpáticos y me invitaron a cenar con ellos, pero yo ya había cenado. Insistieron y me dejé convencer fácilmente, su propuesta era mucho más sugerente que encerrarme en la habitación del hotel Selfridge.

Mis acompañantes casuales eran aproximadamente diez años más jóvenes que yo, y yo veinte más viejo que Julia. Se encontraban haciendo turismo, no como yo que había ido para trabajar; la Hudson’s subastaba astracanes swakara y debía comprar algunas partidas. A los dos les pareció interesante mi trabajo En aquella época todavía no debía dar explicaciones sobre ello y la gente aun no me miraba como si fuera un delincuente, un peligro público o alguien decididamente inmoral cómo ocurre ahora.

Nada más entrar la vi. Julia estaba sentada en una mesa con tres amigas más, eran también compañeras suyas y camareras. Las cuatro iban vestidas de fiesta, con ese poco gusto que tiene el británico medio para vestirse y para vestirse de fiesta. Las saludé y les dije que en esta ocasión no eran ellas las camareras. Sus tres amigas me rieron el comentario, pero ella no, me miraba, sonreía y parecía no haber escuchado nada. Yo pensé que debía ser mi pésimo inglés. Me fui a sentar con mis dos jóvenes que ya estaban instalados en una mesa un poco alejada de la de ellas.

Con curiosidad me preguntaron que quienes eran aquellas cuatro preciosas muchachas. Se lo conté, aunque preciosa y bonita de verdad solamente lo era mi pelirroja Julia, una celta auténtica. Las otras tres eran jóvenes, sí, y tenían también esa peculiar belleza sajona, que los que no son de las islas afirman sin ambages que es una pura falta de gracia física. No es cierto, aunque hay que reconocer que la forma y el tamaño de los dientes y nariz no eran para ganar ningún concurso de belleza. También es verdad que su extremada piel blanca tenía más granos de los necesarios y que a su pelo rubio le faltaba luminosidad. Pero sus ojos estaban llenos de vida y aunque desgarbadas y poco elegantes eran simpáticas, alegres y nada vergonzosas. Mis amigos pidieron cena completa y yo solamente una cerveza.

No pasó mucho tiempo hasta que Julia se acercó y nos invitó a compartir con ellas la misma mesa. Naturalmente aceptamos de inmediato, aunque al camarero no le hizo mucha gracia reorganizarlo todo para siete personas.

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Hace muchos años, mi padre y yo, nos fuimos hasta uno de los extremos de Londres a ver un museo de aviones antiguos. A él le gustó mucho, pero el pobre ya se estaba haciendo mayor y se cansaba más rápido que antes, pero no dejó de acompañarme. Yo ya sabía que luego debería colocarme tapones en los oídos para no oír sus ronquidos. Roncaba cómo un león enfadado. Es curioso, ahora tiene 89 años, Alzheimer y no ronca. Pero en aquella época era todavía un hombre fuerte que empezaba a cansarse y que aun conservaba toda la curiosidad del mundo. Fue encantador ver su cara mirando aquellos monstruos silenciosos que no hacía mucho habían atravesado las nubes transportando vida y muerte. Ni siquiera Leonardo hubiera podido imaginar jamás tantas aventuras. La vida entera, misteriosa y poderosa en la mano abierta, generosa y creadora de un hombre que se hacía viejo.

Sinceramente creo que Dios está todavía sorprendido de lo que los seres humanos hemos sido capaces de hacer, y no me refiero, naturalmente, a las muertes y a las atrocidades, pues más genocida que Él no ha habido nadie. Cada vez que se lo recuerdo se calla, debe pensar que todavía no puedo entenderlo. Es posible, pero yo le desafío irresponsable y temerario, y le digo, venga, anda, sube a ése avión y verás la belleza que has creado, y él calla. Siempre calla, en lugar de sus palabras me ofrecía los ronquidos de mi padre que desde el fondo de los abismos bramaba y suplicaba amor y paz. Pobre papá, casi ya no tiene memoria y no recuerda los miles de kilómetros que hizo volando solo, y después conmigo. Como San Pedro, él también debe tener escondida alguna llave en algún rincón. Antes de morir, en su último momento de lucidez, sé que me la dará y Dios, con todo su poder, no podrá hacer nada para evitarlo.

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Yo, por supuesto, me senté al lado de Julia, ella ya supo maniobrar para que me colocara a su derecha. Me dijo que estaba estudiando italiano y que quería irse a Italia a trabajar de camarera. Lo decía con el entusiasmo y el orgullo de aquél que dice que va a Florencia para doctorarse en Pintura Renacentista del Quatroccento. Oírle decir eso y oírselo decir así, era para ponerse a llorar de ternura.

“Rosso”, decía contenta, mi pelo en italiano es de color “rosso”, y al decirlo sonreía con sus inmaculados y perfectos dientes blancos y sus cuatro pecas de pelirroja en las mejillas. Efectivamente, tenía el cabello, y todo el resto de su pelo, “rosso”, puedo dar fe que me quemé al tocárselo.

He de reconocer que todavía desconozco la razón de por qué aquella muchacha irlandesa me lo puso tan fácil; no lo sé, de verdad que no lo sé, no es inmodestia, es que yo, en ningún caso, podía merecer su atención, era completamente absurdo.

Seis meses después vino a España y me llamó, nos vimos, me dijo que si yo quería se quedaría aquí en lugar de ir a Italia.

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En una ocasión le hice a una clienta un “qipao” de cuero negro ribeteado con cuero rojo sangre. Un “qipao” es un vestido tradicional chino. Muy ajustado al cuerpo con corte lateral para facilitar los movimientos de las piernas y cuello “mao”. Las mangas pueden ser largas o cortas, en este caso eran muy cortas, muy por encima de los codos. Quiso también una estola hecha con dos zorros del mismo color que el ribete. No los encontramos y tuvimos que mandar a teñir solamente dos, sin importarle tener que pagar el coste. Era italiana y quería que su rojo fuera “un rosso sanguinante”. Tenía casi sesenta años, un cuerpo bien musculado y debidamente operado, y el pelo muy blanco, orgullosamente blanco, corto y sin teñir. Estaba extraordinaria con su qipao de cuero negro.

¿Qué harás con él?, le pregunté. No dejar perder la próxima oportunidad, me respondió.
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No tengo ni idea de lo que fue de la vida de Julia. No sé si se fue a Italia o se quedó en España. Nunca más supe de ella. Nunca más.

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Mi padre ha perdido la facultad de hablar, incluso ya no es capaz de distinguir entre el sí y el no, que evidentemente es algo mucho más trascendente que distinguir el bien del mal. Su vida ya carece de contornos. Si yo fuera budista debería sentirme satisfecho, pero como no lo soy, no me siento pagado. Al menos cuando me mira, quiero creer que todavía me mira a mí y no a Dios. Ese es un asunto privado entre mi padre y yo, y en eso Dios no pinta nada, no es un asunto de su incumbencia.

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Cómo toda esta historia es solamente ficción, al menos debo terminarla con alguna verdad cierta. Eso significa que habré de confesar que hace muy poco, exactamente dos meses, alguien muy especial me hizo una pregunta muy parecida a la que Julia se atrevió hacerme en aquel entonces. Como estoy muy cansado de acarrear esta cara de cerdo “rosso”, he respondido de manera muy diferente. Sinceramente, espero poder mirarme pronto otra vez al espejo.

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Si tú quieres vengo a vivir a España, me ha preguntado.

lunes, 10 de noviembre de 2008

El peletero/Julia-2



25 Abril 2007

He llegado al hotel después de conducir algo más de mil kilómetros, era ya de noche y he cenado hígado fresco, hígado de cordero. Cuando el hígado está bien asado se derrite en la boca cómo si fuera gelatina. Lo notas y no lo notas.

El hígado era de cordero, en cambio, la camarera que me lo ha servido era una mujer. Más joven que yo y mucho más delgada también. Rubia natural, guapita de cara, espigada, poco culo y tetas inexistentes.

Mi tío Eduardo afirmaba que una mujer delgada es igual que un pantalón sin bolsillos, no sabes donde poner las manos. Al decirlo se reía satisfecho y los que lo oíamos también nos reíamos con él. Su esposa nunca fue delgada, y ahora que es una mujer viuda, mucho menos.

Mi tío Eduardo fue un segundo padre para mí. El amor y el respeto que le tenía eran tan grandes cómo la admiración que le profesaba. Su esposa, sin embargo, no fue nunca una segunda madre, ni nada que se le pareciese. Se quejaba a la mía de lo mal que su hermano, mi tío, hacía el amor. Mi madre no sabía qué decir, porque a ella le pasaba igual con mi padre. No sabía ni podía aconsejarla, en realidad ninguna de las dos sabía tampoco cómo era hacer el amor realmente bien. Aunque supo mucho menos qué decir el día que la pilló besándose apasionadamente con una amiga también casada, ambas tumbadas en la cama. Creo que mi tía no le perdonó nunca que las hubiera sorprendido.

Mi madre no sé si llegó a besar así a una mujer, no creo, pero lo que si sé es que le gustaba peinarse en las peluquerías que frecuentaban las prostitutas del barrio. En ellas oía sus historias, las que tenían con sus clientes y las otras, mucho peores, que tenían con sus propios “maridos”. Algunas de esas historias nos las contaba durante la cena. Mi hermano y yo abríamos las orejas y seguro que también la boca con la cuchara de la sopa a medio meter. El destinatario de aquellas historietas era indudablemente nuestro padre que parecía que no le hacían demasiado efecto.

A nuestro padre lo que le gustaba contar era aquella incursión a Valencia en plena guerra civil española. Disponía de una semana de permiso y allí se fue con su amigo campeón de billar a tres bandas. Los dos sin dinero y con muchas ganas de gastarlo. Para ello se dedicaron a engatusar a incautos en los tugurios de billares, exactamente igual que Paul Newman en “El buscavidas”. Así consiguieron llenarse algo los bolsillos no sin previamente tener que huir corriendo de alguno de aquellos antros.

Naturalmente, también se fueron a un burdel, y mi padre contaba entre risas y sin ninguna clase de pudor a quien quisiera oírlo, sus hijos incluidos, que se “corrió” antes de llegar a la habitación con la muchacha, y que entonces se quiso largar sin pagar, pero los gorilas le hicieron “recapacitar” y acabó pagando por una eyaculación muy precoz mientras subía las escaleras que llevaban a las “suites”. Mal negocio al fin y al cabo.

Después de secarse las lágrimas de tanto reírse, se quedaba serio, compungido. Todos sabíamos que inmediatamente nos contaría otra historia completamente distinta pero que era el preámbulo de la anterior.

En algún lugar del frente republicano, en la tienda del capitán de la Compañía de la Plana Mayor de un Batallón de Infantería, se presenta un soldado quejándose vehementemente de la bazofia que una vez más les habían dado para comer. No era la primera vez que lo hacía, era un reincidente de la queja permanente. Mi padre estaba presente en aquella tienda junto con el capitán de la Compañía cuando el soldado entró. Al oír y ver el capitán a ese soldado quejarse de nuevo, exclamó gritando que ya no lo aguantaba más y que estaba harto de que siempre protestase. Desenfundó la pistola que llevaba en el cinto, le quitó el seguro, la montó y le disparó a bocajarro. El soldado se desplomó malherido y desde el suelo le suplicó entre balbuceos y sollozos que no lo rematase, que tenía mujer y dos hijos. El capitán le respondió que le importaba una mierda, “cómo si tuvieras mil hijos, cabrón”, y vació con toda la ira del mundo y sin pensárselo dos veces, el cargador entero en el cuerpo de aquel desgraciado.

Mi padre se quedó petrificado y más aterrorizado que en cualquier batalla. Al día siguiente le daban una semana de permiso con el compañero que quisiera. Y es cuando se fue a Valencia, que les quedaba más cerca, con su amigo campeón de billar a buscar a incautos y a irse de putas.

Mi padre todavía no conocía a mi madre, aunque eso no hubiera impedido ninguno de los hechos narrados

Mi tío Eduardo, cuando de joven iba a bailar, se ponía un cartucho de monedas de 50 pesetas en uno de los bolsillos del pantalón. Mientras bailaba se arrimaba todo lo que podía. La chica, naturalmente notaba aquella “dureza” y decantaba su cuerpo hacia el otro lado. Entonces es cuando mi tío Eduardo nos decía con una sonrisa picarona, “¡y ése, justamente era el lado bueno!”.

Eduardo murió de cáncer a los 66 años, pero hubiera podido morir a los seis de unas fiebres. Le salvó un remedio “tradicional”. Lo envolvieron entero con gasas con una paloma muerta pegada al cuerpo. Así varios días mientras el pájaro se iba pudriendo y apestando cada vez más. La fiebre desapareció y él se sanó. Para el cáncer, desgraciadamente, no hubo palomas putrefactas que lo salvasen de morir. Ni siquiera el Espíritu Santo se apiadó.

A mi hermano y a mi nos gustaba ver a nuestros padres besarse. Los cuatro poníamos cara de tontos, ellos por hacerlo y nosotros por mirar. Aunque no creo que fuera precisamente cara de tonto la que puse el día que en un descuido vi a mi madre desnuda. Yo tendría unos diez años, y ella, al darse cuenta que la miraba, me sonrió sin taparse. Su cuerpo y aquella sonrisa me enseñaron algo de las mujeres que entonces no entendí. Han tenido que pasar muchos años para descubrir su significado; tantos años que ahora la veo desnuda cada día cuando la acuesto por las noches y cuando he de ducharla. Es una mujer anciana, todavía bella y con un cuerpo hermoso. Le gusta que la acueste y le dé las buenas noches.

Yo creo que ella también comprendió algo de mí, que aunque era su hijo y un niño entonces, era evidentemente también un hombre. Recuerdo que aquella noche, mi hermano y yo oímos a nuestros padres hacer el amor. Yo no sabía exactamente qué significaba todo aquello, pero me sentía contento. Lo que sí sabía a mis años es que aquel día algo había ido bien, ¿el qué?, no sé, pero había ido bien.

Hoy he cenado hígado fresco de cordero, o eso creo, no estoy muy seguro. Después de conducir más de mil kilómetros en mi viejo Fiat estoy cansado. Además me parece que me debo haber dormido conduciendo y escuchando en el automóvil a Schubert o a Serrat, entre alguno de los dos me debo haber dormido. He sentido un impacto muy fuerte y luego me parece haber oído unas sirenas. Yo aseguraría que ahora estoy tirado en la carretera y muerto. Sí, seguro, estoy muerto.

Me sabe mal por los que se quedan y me querían y también me duele por mí, muerto ya no podré conocer a Julia, mi hija, que no sólo estaba aun por nacer, sino que incluso estaba todavía por concebir.

Su madre deberá concebirla con otro hombre, deberá hacerlo por mí, es igual quien sea el padre, eso es algo que nunca ha tenido demasiada importancia y ahora que estoy muerto todavía menos. Es necesario que Julia nazca, es absolutamente necesario, debe nacer. Su madre es una “loba”, es una mujer fuerte, “resucitada” según sus propias palabras. Yo no, yo no creo que resucite.

Es curioso, cuando se está muerto, aunque haga poco, tienes la sensación de haberlo estado siempre, y eso, naturalmente, es imposible, si así fuera Dios sería otro muerto más.

sábado, 8 de noviembre de 2008

El peletero/Julia-1



21 Abril 2007

El Segundo pensamiento que le vino a la cabeza a Víctor cuando murió su esposa en un accidente de automóvil, fue que necesitaba urgentemente acostarse con una mujer. Lo había leído en algunas novelas y lo había visto en numerosas películas. Sus amigos y sus amigas hacían exactamente igual cuando eran abandonados por sus amores y sus amantes, o se les morían por enfermedad o también por accidente, precisaban acostarse rápidamente con alguien, no importaba demasiado quien fuera. Incluso alguno de ellos había descubierto su homosexualidad en estas situaciones de urgencia sexual y desesperación. Aunque todos ellos a “eso” le llamaban "soledad", en realidad era una manera de expresarlo más intelectual, y al mismo tiempo les otorgaba más importancia y trascendencia al dar a entrever que "sufrían". Parecía que a todos les había ido muy bien esa terapia de contacto carnal, así que Víctor también quiso probar.

El problema es que no tenía con quien acostarse. Era un hombre lento para ese tipo de cosas y poco hábil, pero ahora estábamos hablando de una emergencia y por supuesto no quería pagar, él no necesitaba eso en ningún caso, aunque tampoco pondría ningún impedimento a unas cuantas mentiras bien construidas.

Pobre Víctor, tenía un problema, no conocía a ninguna mujer que se fuera con él a la cama simplemente con pedírselo, por más carita de pena que pusiese no lo conseguiría. Además, eso normalmente no precisa lástima, necesita tiempo, encanto y seguridad y él no tenía ninguna de esas cosas. Tampoco era un hombre joven o especialmente guapo, no tenía un buen automóvil ni dinero que ostentar. En realidad no tenía nada. Pero tenía a alguien. Tenía a Verónica, su mejor amiga, se conocían desde la infancia, ambos congeniaron ya de pequeños y lograron ser amigos toda la vida. Únicamente se acostaron en una ocasión cuando todavía eran muy jóvenes. Pero a pesar de ser unos adolescentes tuvieron la lucidez de no volverlo a repetir; aunque les había ido francamente muy bien, no se acostaron nunca más juntos. Por eso siempre siguieron siendo amigos.

Verónica era una “conseguidora”, una primera clase. Conseguía todo aquello que le pedían. Normalmente le solicitaban cosas vulgares, la gente no tiene demasiada imaginación o en todo caso sus deseos son estereotipados, simples, gregarios y miméticos. Casi todo el mundo desea lo mismo. Pero Víctor, le pidió algo especial, le pidió aquello que realmente necesitaba. Pensó que ella lo entendería rápidamente, eran amigos y también creía que lo podía conseguir. Solamente le dio un nombre, y Verónica ya supo a qué se refería. Querida Verónica, necesito a Julia, le pidió. No te preocupes, le respondió, te la buscaré y la tendrás. No hizo falta decirle nada más, enseguida se puso manos a la obra.

Julia, naturalmente, no existía excepto en la mente de Víctor, no era ninguna mujer ni ninguna niña. Igual podía ser la esposa que acababa de morir, como también la hija que jamás había tenido. Julia podía ser aquel lejano primer amor de trenzas rubias, tres años mayor que él y que nunca le hizo el más mínimo caso y que acabó casándose con un muchacho con cara de Pasolini y que trabajaba para una petroquímica de Argelia. Allí se fue su Julia de trenzas rubias, más bonita que una espiga de trigo, a tostarse bajo el cielo del Sahara, mientras su hombre le vaciaba las entrañas al desierto.

Julia podía ser también su prima pequeña, que tenía la nariz en forma de patata más bonita de la tierra. En su día fue un garbancito rubio y ahora era una hermosa mujer de cuarenta y tantos, de piel clara y dientes blancos. Julia también podía ser la hermana mayor de ella o quizás aquella otra que murió de sida sin más compañía que sus dos hijos todavía pequeños.

O la que se salvó de un cáncer de pecho. O la que se operó la nariz. O su amiga que se puso unas tetas más grandes. O su abuela que quedó embarazada veintitrés veces. O su otra abuela que no llegó a conocer y que exhibía orgullosa su postiza dentadura de madera. O su propia madre, claro está, o la hermana que nunca le dio.

Julia podía ser cualquiera de ellas y muchas más, por separado o todas juntas y al mismo tiempo.

No te preocupes Víctor, le dijo Verónica, mañana mismo te llamará y ya acordaréis vosotros dos lo que creáis conveniente.

Verónica conseguía lo imposible, o al menos cosas que se le parecían de forma considerable. Y en este caso se acercó mucho, el resultado fue casi perfecto.

Efectivamente llamó, tenía un cierto acento extranjero, dulce. Quedaron para cenar. No era rubia ni mucho menos. Su cabello era negro y su piel tenía un maravilloso color canela. Además era más alta que él, muy bella y parecía simpática, inteligente y culta. Y se esforzó en demostrar que también era cariñosa y amable.

Por supuesto no se llamaba Julia, pero sí algo parecido, muy similar. Era igualmente un nombre patricio, de romana antigua. Se llamaba Claudia. A Víctor ya le pareció bien, no iba en aquel momento a exigir ninguna mentira que pareciese verdad, se conformaba solamente con lo verosímil. Y Claudia era tan absolutamente verosímil que nadie la hubiera distinguido de la verdad más rigurosa. No era Julia, era mejor.

Cenaron y conversaron toda la noche. Cerraron el restaurante y unos cuantos bares. Y ya de madrugada pasearon por las calles recién regadas. Lo que hicieron después, pues después algo hicieron, no debe ser revelado, porque nadie sería capaz de comprenderlo.

jueves, 6 de noviembre de 2008

El peletero/El ángel con ruedas



9 Abril 2007

T.E. Lawrence escribió sólo dos libros a lo largo de su vida y tradujo la Odisea. El primero de los dos fue “Los siete pilares de la Sabiduría”, donde narra sus vivencias durante la Primera Guerra Mundial. El manuscrito de ese libro lo perdió en una estación de tren, no había más que un ejemplar y tuvo que volver a escribirlo entero. Algo parecido le sucedió a Robert Louis Stevenson cuando su esposa quemó el único manuscrito que había de “El extraño caso del Dr. Jeckill y Mr Hyde” por pecaminoso. Los dos sucesos demuestran que uno no debe ser distraído, ni cuando va a subirse a un tren ni cuando va a casarse, en ambas situaciones se pueden perder cosas muy valiosas o conseguir que el tren o la esposa te lleven a destinos equivocados.

El segundo y último libro que escribió Lawrence fue “El troquel”, donde se cuenta sus experiencias como soldado raso en Afganistán. En la contraportada de la edición española encontramos resaltada la siguiente frase: “Y el provecho que he sacado de ello es que nunca volveré a tener miedo a los hombres. Pues aquí he aprendido la solidaridad con ellos. No es que seamos muy parecidos ni que lo vayamos a ser. Me alisté con grandes esperanzas de compartir sus gustos, sus maneras y su vida, pero mi naturaleza sigue viendo todas las cosas en el espejo de sí misma”.

T.E. Lawrence es un paradigma de ocultación tras el disfraz de su propia desnudez. Algo en lo habitual insólito, poco común y muy difícil de conseguir. Indudablemente el desierto es el lugar adecuado para ello, no hay paisaje más desnudo, más inhabitable y por consiguiente más desconocido.

Éste es un preámbulo necesario para abordar otras cuestiones tan ásperas como un desierto o un desnudo aunque más habitables que cualquiera de las dos.

Mi mejor amigo y más ferviente admirador, al que me une un profundo y poderoso amor y muchísimos años de convivencia en común, me ha insinuado con delicadeza y claridad, que debería enfrentar otros asuntos que no tuvieran nada que ver con el Amor o su derivado más importante que es el sexo. Cómo sus opiniones son para mí casi unas órdenes me he puesto manos a la tarea no sin antes considerar que tenía toda la razón y qué mi cerebro se había ido, en estas últimas semanas, metamorfoseando en una boba pasta de chicle rosa.

Para ello he pensado que introducir a Lawrence era pertinente dada su notoria asexualidad a pesar de las malas lenguas que mencionan cosas distintas. Esa distancia física y mental que él conseguía mantener con eso que hay en las entrepiernas de las personas le permitió recorrer el desierto, perder el propio nombre y morir cabalgando un ángel con ruedas en uno de los numerosos y apacibles caminos de la campiña inglesa.

Lawrence siempre es un magnífico guía para transitar por caminos que no conducen a ningún sitio. Entre esos callejones sin salida a nosotros nos gustan los laberintos y los desiertos, físicos o mentales. Ambos son un buen reto en el que malgastar el tiempo para nada. En esa clase de desafíos inútiles estamos instalados desde hace mucho tiempo y a ellos sobrevivimos, pensamos que con éxito. Cabe suponer entonces, que en tales yermos inhabitados nos encontramos a gusto. Nos plaece contemplar ese horizonte que jamás termina y ver venir con calma a la muerte antes de hora, maldita, enemiga y asesina.

Sin embargo, para hacer caso del consejo de ese amigo tan querido, he pensado que lo más adecuado sería vérmelas con la realidad más ruda y menos amigable, no por callada, sino por verdadera. Ésa no es otra que la física y no me refiero claro está a la carne y a la piel de machos y hembras humanos. Me refiero a la Física, a la física pétrea de los físicos y de los únicos filósofos que hoy en día valen la pena ser tenidos en cuenta, pues ellos son los pocos que se atreven a orillar la postrera frontera del pensamiento.

Mario Bunge tiene un librito encantador de física dura titulado: “Controversias en física”. Ambas cosas, en física, siempre van juntas, la dureza y el encanto, y no es ninguna metáfora poética. Mario Bunge también lo es, encantador y duro y tampoco es ni una metáfora, ni un halago.

El pequeño volumen empieza señalando unos consejos que su maestro de física Dr. Guido Beck le enseñó y que él titula en el viejo latín como: regulae ad directionem ingenii, y que son las siguientes:

1. Comienza por apresar un problema abierto y formularlo con claridad.
2. Piensa con tu propia cabeza: sé dueño de la literatura, no su esclavo.
3. No sigas la moda.
4. No permitas que la política o la administración interfieran con tu investigación.
5. Diviértete en tu trabajo.

Nosotros somos unos fervientes admiradores de las listas ya que en ellas está escondido, mejor o peor, un propósito que hay que saber descubrir. Sin embargo estos consejos listados nos inquietan al hacer evidente nuestra más absoluta minusvalía para poder seguirlos con una mínima eficacia.

Para nosotros un problema siempre es algo cerrado, porque si fuera abierto ya no lo sería, entonces deberíamos hablar de oportunidad. Al estar cerrado es imposible formularlo con claridad. Los problemas, incluyendo también los físicos son casi siempre oscuros, engorrosos y peligrosos. Eso es lo peor de ellos, el peligro que encierran; es muy fácil y tentador quedar atrapados en ellos. Algunos son seductores, atractivos y fascinantes. Los que muestran este carácter dicen que la mejor manera de evitar una tentación es dejarte atrapar por ella, sucumbir a su encanto. La depresión y la resaca “post problema”, es traumática. Nunca sales mejor que entraste aunque creas que solucionar un problema te aporta nuevas fuerzas. Eso es falso. Los problemas no se solucionan, se resuelven, y en su resolución siempre hay algunas pérdidas a cambio.

Pensar con la propia cabeza no es nada fácil. En el mundo somos miles de millones de personas y todas pensamos. Cada una de ellas tiene la suya rebosante de cabellos, alopecias y pensamientos. Todo este patrimonio no puede ser desechado, ni minusvalorado. Queramos o no, se incorpora al bagaje de la humanidad. Cuatro ojos ven más que dos, mil cerebros piensan más que uno. No hay que desdeñar a los demás. Naturalmente lo que el profesor Guido Beck quiere afirmar no es eso. El cerebro de cada uno es una máquina individual, como tal ha de funcionar; el propio criterio es el que puede aportar algo que haga aumentar ese patrimonio. Pero nosotros somos lentos en este difícil trabajo que es pensar por nosotros mismos, cuando conseguimos hacerlo ya ha pasado el momento oportuno y queda completamente fuera de lugar manifestar nuestra opinión.

Ser dueño de la literatura y no su esclavo significa que la forma no debe oscurecer el sentido de lo que uno pretende dar por sentado. Es una regla con la que cualquiera manifestará su acuerdo. Al mismo tiempo, todos también reconocerán que la forma es el material del que está hecha la belleza, aunque ésta sea del espíritu. Ambas verdades han sido debatidas a lo largo de los siglos, Guido Beck, sin duda, considera que la verdad no necesariamente necesita de la belleza, que ambas pueden ir juntas compartiendo amigablemente el camino, pero que también pueden surgir disputas. En todo caso el dilema se resuelve de la siguiente manera: la verdad siempre es bella, la belleza en cambio no siempre es verdadera.

Coco Chanel sentenció con su habitual fortuna que: “la moda es todo aquello que pasa de moda”. Frente a esa afirmación tan contundente de evanescencia y de suceso efímero, nadie que pretenda investigar la realidad puede sucumbir a la gracia de la moda, pues la realidad jamás cambia.

Evidentemente nadie a de tolerar que el poder se interfiera en la vida y el trabajo de uno. A no ser que pretendamos también conseguir poder con ello. Si es así, nada que objetar, solamente exigirle a quien eso pretenda, la limpieza en los protocolos y procedimientos financieros y el sometimiento a eso tan raro que los bienintencionados llaman “el bien común”.

El último consejo es necesario, pero es el más difícil de seguir. Todos los anteriores dependen de la voluntad y hasta que no se diga lo contrario las personas la tenemos. La diversión no depende de ella, yo no sé qué hay que hacer para divertirse, la verdad, no lo sé. Al no saberlo no puedo hablar de ello.

Sin embargo parece ser que Mario Bunge sí que se ha divertido trabajando. Podemos suponerlo sintiendo su entusiasmo llenar nuestra curiosidad de ignorantes. Simplemente leyendo el índice de esa encantadora obra que mencionábamos más arriba “notamos” cómo trabaja su cerebro y su corazón.

1. Intento de Mach de reconstruir la mecánica clásica.
2. Asimetría, inversión e irreversibilidad del tiempo.
3. Una teoría relacional del espacio físico.
4. Relatividad y filosofía.
5. El debate de Einstein y Bohr sobre la mecánica cuántica.
6. Las peculiaridades de la física cuántica.
7. Mecánica cuántica y medición.
8. Interpretación de las desigualdades de Heisenberg.
9. Estructura y contenido de una teoría física.
10. Una axiomatización sin fantasmas de la mecánica cuántica
Apéndice 1: La refutación de las desigualdades de Bell no refutan el realismo.
Apéndice 2: Estructura y dinámica de teorías.

Mario Bunge le preguntó una vez a un amigo y colega médico qué debería hacer si era víctima del Alzheimer. Su amigo le respondió que no podría hacer nada pues nada advertiría, no sería consciente de ello. El profesor Bunge se quedó con la sensación de haber hecho una pregunta equivocada. No es cierto, solamente erró eligiendo a su interlocutor. Si se la hubiera preguntado a T. E. Lawrence, la respuesta hubiera sido evidentemente otra. ¿La adivinan?

lunes, 3 de noviembre de 2008

El peletero/125 euros



31 Marzo 2007

Esta mañana ha empezado mal. Ella ya no estaba en la cama. Una vez más. Vamos a tener que comenzar de nuevo, o terminar. ¿Pero qué puede hacer un hombre consigo mismo y con una mujer que no lo tolera?

Ayer noche llegué a las dos de la madrugada. Con el cupo casi completo de whisky, me tambaleaba un poco, pero todavía estaba lúcido. Al menos con la lucidez propia de quien tiene el cerebro embotado por el licor y por tanto puede ver las cosas con otra claridad. ¿Qué hago aquí? Eran las tres palabras que me repetía en voz baja.

Me quité los zapatos y los abandoné junto a la puerta de entrada. Solté el abrigo en el sofá, me deshice el nudo de la corbata y también de la chaqueta que quedó tirada por el suelo. Me dejé caer en una silla, el salón estaba a oscuras. El tic-tac. del reloj de la sala no tardó en martillar mi cabeza, las pulsaciones de la sangre en mi cerebro parecían una bomba de relojería. ¿Qué hago aquí? Ella seguramente estará acostada, aunque no dormida. Sé que cierra los ojos inmediatamente que llego al cuarto y me siento en la cama. Ya ni siquiera hago el esfuerzo de besarle el cuello y decirle que la amo. ¿Para qué? Igual no sirve de nada, sé que no sirve de nada. Noto que está a punto
de romperse, su aparentemente pausada respiración solo representa el volcán que va a escupir lava. Y su ácido me cubrirá nuevamente hasta hacerme desaparecer. Ella piensa que disimula bien, que me sabe mentir, siempre ha creído que yo me creía lo que ella quería que yo creyese.

Decido poner algo de música, Sinatra está bien. Su voz es un bálsamo y me permite pensar que soy lo que no soy. Me sirvo otro whisky y pienso en la mujer del bar. Me juro que solo fui para no llegar temprano a casa, para no tener que enfrentarme con su mirada, y esa lejanía celestial. Llovía mucho y hacía frío, un trago no me hará daño, me dije. Entré y me senté en la barra.

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El barman ya me conocía de otras veces. Es un muchacho agradable, tiene la lengua suelta y el hablar fácil. Había poca gente que atender y nos pusimos a conversar de cosas sin importancia, bueno sí, el no tardó ni dos minutos en contarme que se casaba con una de sus compañeras. Le pregunté si estaba enamorado, se quedó callado, uno no pregunta cosas a sí a alguien que se va a casar, se las pregunta a los que se van a divorciar. Él no se dio cuenta, claro, pero en realidad me lo estaba preguntado a mi mismo. ¡Por supuesto que estoy enamorado!, me respondió con una sonrisa amplia. Yo me lo quedé mirando un rato, ¡que bien!, dije, y no sé por qué la sonrisa le desapareció de su cara.

Pasé una mirada por el local, ya se había llenado, era viernes noche. Ejecutivos que recién salían de sus trabajos, mujeres que iban en grupo a tomarse un trago, alguna pareja que reía cómplice, y yo, yo era el único que iba solo. Fui a decirle algo al muchacho de la barra cuando la vi, buscaba un lugar, buscaba una persona, no sé. Me dediqué a observarla, con la satisfacción del que sigue con atención a un animal salvaje y que no se percata de nuestra presencia, algo por otra parte a lo que ya estoy acostumbrado con las mujeres guapas, no se dan cuenta nunca de mi presencia. Nadie diría que estaba nerviosa por las miradas que arrancó en algunos hombres, ella iba a su aire, seguía buscando algo y no lo encontraba. Por fin decidió acercarse a la barra y el que ahora se perturbó fui yo. Venía hacia mí, me escondí tras la copa que tenía en la mano y cambié mi postura hacia el camarero, quien no se había dado cuenta de nada.

Él la conocía y la saludó con familiaridad y simpatía, ella le devolvió una sonrisa blanquísima, moviendo al mismo tiempo de una manera aparentemente espontánea su espléndido cabello negro, le dijo que buscaba a su padre, ¿lo ha visto?, le preguntó. Yo sólo pensé que quería hundir mi nariz en esa mata de pelo, olía a violetas y me imaginé cómo serían sus otros olores, a caucho o a almizcle, no podía saberlo, no lo sabría jamás. En ese momento me miró y pensé que había leído mis pensamientos por lo que torpemente desvié la mirada y no hice lo que debía haber hecho, sonreírle y brindarle un trago. O quizás no, ¿cada vez que te miran has de invitarlas a una copa? Uno nunca puede saber qué es lo que pasa en la cabeza de otro, y mucho menos de otra. Pensé en mi esposa, ¿donde estaría?

Hacía tiempo que no podía saber dónde paraba, en algún trabajo, en casa de su madre o bien con otro hombre. Llevábamos un año sin acostarnos, sin sexo de ninguna clase, sería lo más normal del mundo que tuviera un amante. Al principio eran los consabidos dolores de cabeza, luego fueron otros pretextos y cuando se me ocurrió protestar ya fue un rechazo absoluto. En una ocasión me pidió hablar y hablamos, yo no entendí nada de lo que me decía y eso que en aquella época sólo tomaba agua mineral sin gas. Que no entendiera lo que me decía, según parece, fue la gota que colmó el vaso. Allí se terminó todo. Yo todavía estoy perplejo. Esa no conversación fue la clave de algo, no sé de qué, pero de algo muy importante. Lo que no entiendo es que no me haya pedido el divorcio todavía; sospecho la razón, mejor dicho sé cual es, la sé, pero hoy estoy ya demasiado bebido para repetírmela y, además, esa muchacha morena que buscaba a su “dady” aunque perturbe mi entrepierna me hace recordar que todavía estoy enamorado de mi mujer. Aun lo sigo estando aunque también me haya convertido en invisible para ella.

Me tenía que ir, pero ya solo podía concentrarme en esa presencia que había a mi lado y en su olor que, quieras que no, me alcanzaba sin pedirme permiso. Detuve mi intención de pagar e irme y simplemente me quedé allí, aspirando ese aroma. “¿Viene a menudo?”. Casi salté de la silla. ¿Perdón? Le pregunté. “¿Que si viene a menudo al bar?”. Aquella muchacha me estaba preguntando algo, ¿qué demonios me preguntaba? El camarero respondió por mí, “viene casi todos los viernes”, le respondió. Yo sólo asentí con mi cabeza y me esforcé en esbozar algo parecido a una sonrisa. Estaba aturdido, a mis cincuenta años, estaba aterrado por la presencia de una mujer, completamente extraña que olía a violetas. Bien pensado tampoco es tan difícil, hoy en día los perfumes hacen maravillas. Parezco tonto, me dije, no es nada más que una mujer, cada día ves a cientos de ellas, ¡estás borracho!, me recriminé.

Esta vez me animé y le ofrecí una copa. La aceptó y mientras tanto me miraba. Con curiosidad, con algo de maldad, como miran las mujeres bellas y seguras. No se puede afirmar que esa fuera una plática trascendental, especialmente porque el camarero volvió a ser repentinamente locuaz, y en lugar de hacer su trabajo decidió entrar en la “charla” y contarle también a ella que se iba a casar. Al oírlo se rió, soltó una carcajada, y el pobre muchacho se sorprendió, ¿por qué se ríe?, le preguntó; ya lo sabrás respondió ella mientras se zampaba de un solo trago toda la copa. ¡Válgame Dios!, pensé, al ver aquella boca abrirse para beber ese “pastis” blanquecino. Creo que el camarero casadero también se asustó al ver lo que aquella boca femenina era capaz de tragarse. Estoy seguro que allí empezaron sus dudas matrimoniales que no eran precisamente muy filosóficas. Sea como sea, gracias a él pude enterarme de su nombre y sus apellidos y que el padre de la muchacha era el dueño del bar.

Ya era casi la una de la madrugada, pero yo hacía rato que no miraba el reloj. Nada, ni nadie en el mundo me hubieran movido de allí. El whisky ya había cumplido el propósito de armarme de un valor que en el común de los días no tengo y me sentía casi cómodo. Cómodo, no. Me sentía valiente, aunque lo más correcto hubiera sido decir intrépido, las mujeres no me han dado nunca miedo, a veces me han aburrido y en la mayoría de ocasiones me han desalentado, por eso más que valiente uno necesita ser intrépido para subir una montaña que sabe que inevitablemente luego habrá de bajar.

Por fin le pidió al camarero un taxi. ¿¿Se va a ir??, pensé. Si quiere la acerco, voy de salida también. Ella dudó un segundo y a continuación sonriéndole al camarero, dijo, “si me sucede algo malo, tú serás el responsable porque me dejaste ir con él; dile a mi padre que he venido”. Con la neblina producida por el licor y por mi deseo, me pareció lo más natural del mundo salir de un bar con una mujer que no conocía. Dilaté lo más que pude el camino al coche, la madrugada estaba muy fría, seguía lloviendo y caminábamos muy cerca el uno del otro; le pregunté a donde la llevaba y me respondió: “donde quisiera ir no me puedes llevar”. Cuando una mujer te responde una cosa así me entran ganas de huir corriendo. O es tonta de remate o ha visto muchas películas y se cree Lauren Bacall. Pero si ella era tonta yo lo era más, aunque para mi descargo he de confesar que estaba borracho, y ella no.

Respondí a esa frase pidiéndole que intentara decírmelo, y tal vez la sorprendería. Se detuvo, me miró directamente a los ojos y cuando estaba a punto de caer pulverizado por esa mirada extraña, me dijo: simplemente acércame al Gran Hotel. No me caí pulverizado, lo que tuve fue una erección, por suerte el abrigo la disimulaba aunque me molestaba al andar.

El interior del auto no era precisamente el lugar más erótico del mundo –y como sabemos todos tampoco el más cómodo- además la erección persistía, al sentarme al volante se me colocó mal. Lo lógico hubiera sido meter mi mano dentro de mis pantalones y recolocar todas las cosas bien, cada una en su lugar. Pero claro, hubiera quedado raro y un poco soez. Eso sí, la hubiera besado allí mismo, pero temía ir demasiado rápido y me contuve. Pensé que tal vez la podría invitar a un trago en el bar del hotel; me decidí a esperar, con esa ilusa intrepidez de alguien que necesita compañía urgentemente. Conduje lo más despacio que pude y entre tanto ella me pidió poner música, Sinatra fue el elegido. Con la música sonando no se me ocurrió qué decir. Ella en cambio parecía que estaba escuchando la canción, se quedó pensativa mientras la tatareaba, parecía transportada. La música en compañía es útil para muchas cosas, una de ellas es que te evita hablar, sólo necesitas poner cara de estar oyéndola, no es difícil, es algo parecido a la cara de impostada que todos tenemos escondida. Pregúntale a cualquiera si le gusta la música, nadie responde que no. Eso significa que algo va mal, o en la música o en la gente. Algo no puede ser bueno si gusta a todos.

¿Te gusta la música?, me preguntó. Por suerte ya habíamos llegado y me ahorré la respuesta. Me bajé rápidamente, le abrí la puerta y sin pensar absolutamente en nada más le dije: “¿Nos tomamos el último trago en el bar del hotel?”. Ella me miró de esa manera que me había empezado a gustar tanto y dijo, “¿por qué no?”

Sólo había dos personas más en ese lugar. Se notaba el cansancio de quienes servían y su molestia por los recién llegados, que éramos nosotros dos y que seguramente retrasarían su regreso a casa. A mi no me importó en lo más mínimo. En ese momento sólo existíamos ella y yo. La erección ya había desaparecido y pude concentrarme más en ella. Pedimos un par de copas. Sólo nos mirábamos, no había prisa. Ya no. Aunque he de reconocer que ella miraba también bastante el techo de la sala, no sé por qué, no había ninguna pintura, era todo blanco. De pronto me dijo, “voy a mi habitación, ya regreso”. Se acercó, inclinó su cabeza hasta la altura de la mía y me besó en la boca. Fue un beso casto, no obstante ella se cuidó bien de pasarse la lengua por los labios antes de besarme.

Me quedé esperando, pasaron 5 minutos, luego 10, después 15, 20, 25, 30 y ya completamente perturbado, pensé que me había dejado plantado. Luego me detuve en ese pensamiento y me dije, será que desea que suba, ¡claro!, ¿cómo no se me ocurrió? Pagué y me dirigí rápido a la recepción del hotel, di su nombre y apellido, el recepcionista sonrió maliciosamente. Lo siento señor, la señorita viene mucho por aquí, pero no se hospeda en este hotel, hace media hora que se fue, vino a buscarla su esposo. Salí rápidamente. El alcohol y la consternación se mezclaron en mi cabeza agitándola como un cóctel, de tal manera que creí que iba a desenroscarse del cuerpo.

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Me he quedado dormido en el sofá de casa. Con el cuerpo dolorido, con el alma aterrada al recuperar un poco la memoria de la noche anterior. He ido a la habitación, mi esposa no está en la cama. De hecho, no está en la casa. La luz roja del contestador titila indicando que hay un mensaje: “Me quedaré a dormir en casa de mi madre, no me recojas hoy, te dejé un mensaje en el móvil pero lo tenías apagado”.

Me ducho, me visto y salgo nuevamente a la calle, entro en un bar, pido café cargado y un periódico. Camino, tengo que caminar, me doy cuenta de que no me he afeitado y que me he puesto la misma ropa. Tengo un aspecto espantoso y la resaca me está matando y no puedo pensar. De repente me veo ante el escaparate de una tienda que tiene un nombre que no puedo entender, algo parecido a celo o cielo. Hay ropa, pieles y accesorios de mujer, pienso en mi esposa. “¡Eso es! tengo que ir a buscarla” y una sensación de orden viene a mi mente. Entro en la tienda, un hombre afable me recibe, le pregunto por una pulsera, la que me parece que le puede gustar a ella. La compro, él me ofrece envolverla para regalar, le digo que no, que no es necesario. Se la voy a dar a mi esposa ahora mismo. Es igual, responde, déjeme que se la envuelva bien, ella estará mas contenta. 125 euros era su precio.

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¿Contenta? ¡No, no! Esa no es la pregunta y por supuesto tampoco la respuesta. Estoy en medio de la calle, está lloviendo mucho y en la mano tengo una pulsera muy bien envuelta que vale 125 euros. Sé que he de recordar algo que ella me dijo en una ocasión, pero no lo consigo, se me ha olvidado. ¡Por Dios!, tal vez le regale esa pulsera a la primera mujer que vea. 125 euros es su precio y no para de llover.