lunes, 4 de junio de 2012

El Peletero/"Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla".


Hemeroteca peletera.


“Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla”.


“Nubes de silencio cubren los cielos occidentales. Es un silencio denso con rayos que cruzan el firmamento pero sin truenos que resuenen. La tormenta avanza sobre todo un sistema de prosperidad y de burbujas. El granizo arruina las cosechas y el agua arrastra todo lo que encuentra a su paso.

Millones de europeos y americanos no se lo explican. Han perdido buena parte de sus ahorros. Hace un año y medio el que no invertía en bolsa era un desplazado social que no conocía las ventajas de la modernidad. Se podía ganar dinero, mucho dinero, simplemente invirtiendo dinero en un buen fondo de inversión.

(...)

El dinero se podía multiplicar sin esfuerzo alguno, solamente siguiendo las instrucciones de los expertos en el mercado bursátil.

Y aquí estamos, una semana más, al vaivén de los antojos de la bolsa, que pueden amargar el otoño a millones de ciudadanos. El silencio de los inversores es estremecedor. Nadie dice nada. Simplemente, se espera un golpe de fortuna que cambie el signo de los gráficos y los empuje de nuevo hacia arriba. Pero no llega.

(...)

La caída libre se va a detener en algún momento. Pero el fin de la aventura no tiene fecha. Estoy seguro de que todo volverá a ser como siempre, es decir, la economía deberá basarse en el esfuerzo, en la producción y en las leyes de la oferta y la demanda discretamente observadas. Sin milagros y sin fantasías.”

(“El silencio de los inversores”, Lluís Foix, La Vanguardia de Barcelona, 11 de septiembre de 2001, horas antes del atentado terrorista contra las torres gemelas de N.Y.)

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Soy un empedernido lector de prensa, no puedo empezar el día sin saber qué sucede en el mundo, pero ahora las circunstancias en las que se desenvuelve mi quehacer cotidiano me han ofrecido un placer insospechado, la lectura de viejos recortes de periódicos que guardaba por alguna razón que ya no puedo recordar.

Pedro Nueno, uno de los mejores comentaristas de asuntos económicos, en el más amplio sentido de la palabra, de la Vanguardia de Barcelona, siempre dice que los jóvenes del mundo ya son iguales en sus gustos, costumbres y aspiraciones, que antes había diferencias, pero que ahora éstas han desaparecido para uniformarlos a todos, que sólo los viejos como él siguen apegados a viejos y localistas modos de desear y estar.

Algo de razón debe de tener al afirmar tal cosa, no en balde es el impulsor principal de la escuela de negocios CEIBS (China Europe International Bussines School) radicada en Shangai.

Como los pies de foto que ilustran, valga la expresión, la imagen, las citas también lo consiguen con los textos que escribimos. Y lo que no vale para un cosido sirve para un remiendo. En este sentido, y al hilo de lo que afirma Pedro Nueno, en la misma página de la Vanguardia del miércoles 25 de junio de 2008, la correspondiente a los obituarios, aparecen dos casos tan diferentes como similares.

Gerhard Meier (1917-2008), escritor suizo del que Isidre Ambrós dice:

“Su obra siempre se centró en las personas que le eran próximas y en hechos locales, a veces insignificantes, pero que él convertía en trascendentes. Su obra más conocida es la trilogía Baur y Bindschädler, consagrada a dos personajes de la Suiza de provincias.”

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”Pero a este "cosmopolita de provincias", como le definió el crítico Beat Mazenauer, el éxito le llegó tarde. Arquitecto de formación, trabajó en una fábrica de lámparas durante treinta y ocho años, hasta la edad de 54 años. Una experiencia que Meier definió como "equivalente a una formación universitaria".

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Su primera obra, una recopilación de poemas, vio la luz en 1964. Sin embargo, no fue hasta 1979, a la edad de 62 años, que obtuvo la recompensa, al compartir el premio Kafka con el escritor alemán Peter Handke.

El otro fallecido que acompaña al escritor suizo es también un escritor, en este caso egipcio, Albert Cossery (1913-2008), “La bohemia del Nilo”, titula Nina Tramullas su obituario en el que nos cuenta:

“En 60 años sólo escribió ocho novelas. Albert Cossery supo aplicar la filosofía de vida que asociaba a su infancia en Egipto –la pereza, la contemplación y la meditación- con la bohemia y la excitación del París de posguerra. Sus ocho obras las escribió en francés, a pesar de que "pienso en árabe" porque "incluso cuando un personaje dice "buenos días" no es un "buenos días" a la europea, que no significa nada". Nacido en El Cairo pero establecido desde su adolescencia en París, murió el pasado domingo a los 92 años. De madre analfabeta y padre rentista, se trasladó a la ciudad de las luces inspirado por la lectura de Honoré de Balzac.”

(...)

“Desde 1945 se alojaba en un modesto hotel del barrio parisino de Saint Germain, el hotel de La Louisiane. Vivió más de sesenta años en la misma habitación, donde sólo tenía un frigorífico y una televisión. No guardaba objetos de valor. Decía que "para dar testimonio de mi paso por la tierra no necesito tener un buen coche". Su aversión al materialismo y la rebeldía que desprendía llevaron a que algunos lo consideraran como el último anarquista genuino, no sólo por la provocación a la ideología del momento, sino también por su estilo literario libre de ataduras académicas. A este perfil se le añade también la profundidad e importancia de sus relaciones humanas y con la sociedad. "Hay mucha belleza en el mundo y pocos ojos para contemplarla", dijo en una ocasión.”

Siempre me han gustado las personas que no tienen casa y viven en hoteles, no pierden el tiempo con tonterías.

En “La luz del fin del mundo”, que escribí el jueves pasado, aparecía la ciudad de Ginebra y un judío soltero, viejo y obsesivo, que conservaba, en el recibidor de su casa de Ginebra, unas maletas polvorientas que tal vez contenían las joyas de su madre que él, en un momento de fatal emoción y sobredosis sentimental, regaló a una mujer que tal vez no las merecía. Las guardaba sin abrir como si fueran el experimento del gato de Schrödinger en el que el animal está vivo y muerto al mismo tiempo mientras nadie abra la caja en la que se halla.

Ginebra fue la patria de Calvino y Stefan Zweig nos legó su guerra contra Servet y Castellio, “Castellio contra Calvino”. Es un libro conmovedor y a la vez veraz y certero en sus intenciones: diferenciar los hechos de las doctrinas que siempre terminan siendo excusas para el asesinato. En esa guerra, terriblemente cruenta y despiadada, también se encontraba luchando en primera línea el escritor austríaco que no pudo superar el esfuerzo ni las heridas que le causó la contienda. Todos sabemos que se suicidó con su esposa en Brasil en la habitación del hotel que ocupaban. 

Un mundo de ayer, como él mismo tituló una de sus más famosas obras, una Europa que ya no existe, y que yo dudo que existiera alguna vez, un hombre de familia judía, malherido y un paisaje brasileño deslumbrante de belleza, pobreza, calor y humedad.

Pere, mi padre, viajó por primera vez a N.Y. durante la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo, y, aparte de ser víctima de un error burocrático del consulado norteamericano de Barcelona con su visado que casi lo lleva a las celdas de una comisaría de Manhattan, pudo contemplar la construcción de sus famosas torres gemelas, el World Trade Center.

El otro día, curiosamente, le vendí un pañuelo a una chica de la ciudad americana, se sorprendió al ver en una esquina y sobre un caballete de pintor una fotografía de una de las azoteas de las torres que tomó Albert a primeros de los ochenta, la vista que desde ella se contemplaba al atardecer era digna de la mejor águila.

Un verano, circulando por una de las autopistas suizas, lloviendo a cántaros en pleno mes de agosto, se nos rompió el limpiaparabrisas de nuestro viejo Seat. No podíamos seguir, el cristal se empapaba de agua y no nos dejaba ver ni un palmo de la carretera. Pero nos acordamos de una solución de emergencia que habíamos visto en televisión cuando solamente había un canal en blanco y negro, que nos permitió, para sorpresa de los que se cruzaban con nosotros, llegar sanos y salvos a las estribaciones de la Jungfrau, “doncella” en alemán, y tomar el teleférico hasta su cumbre.

La vista, desde su cima totalmente nevada, era impresionante y el restaurante muy caro. La falta de oxígeno no nos provocó alucinaciones ni desmayos ni vimos tampoco aviones sobrevolar aquel cielo deslumbrante, pero Albert fotografió algunos cuervos que revoloteaban por allí buscando algo.

En algún cajón de casa guardamos un par de fotografías en las que se ve las torres a medio construir.

Ahora estoy ordenando esos cajones como si abriera las maletas de Julien, y desde cartillas de racionamiento de la posguerra, pasando por el acta de matrimonio de mis padres, encuentro viejos planos de casa en cuyo balcón jugábamos con las hojas de los plataneros en primavera.

Un paraíso en forma de árbol barcelonés llenaba la casa. El verde de sus hojas expuestas al sol de mayo y junio, el mismo que ahora veo mientras escribo, es el más hermoso y reluciente de todos con sus gotas de amarillo y el gris de su sombra que cubre sin oscurecer.