viernes, 4 de noviembre de 2011

El peletero/Mario (y 3)

Y 3.
Un tiempo después nos ofrecieron un contrato para ir a Alejandría con las tropas de Octavio que iban a acabar con Marco Antonio. El viaje no era para ver las bellas efigies de Cleopatra ni tampoco para consultar los libros que habían sobrevivido al incendio de Julio. No sería una mala idea, nos decíamos con sarcasmo, prosperar en su tranquila navegación fluvial transportando algo valioso que pocos quisieran robar, momias, esos cuerpos embalsamados que parece que los vivos no permiten dejar morir del todo.

En realidad nuestro viaje era para acarrear el botín que pudiera haber, trigo egipcio y, eso sí, algún que otro cadáver egregio, muerto en alguna batalla, de ello también vivíamos, de los muertos más que de los vivos y de las herencias que las familias se disputaban y robaban como si fueran perros callejeros, matándose los unos a los otros.

Pero cuando ya teníamos decidido el viaje vino a verme Fulvia.

No vino sola, la acompañaba un niño de pocas semanas que llevaba en brazos y un pequeño cofre con algo de oro que arrastraba un esclavo. Me contó una patraña que podía ser cierta, hoy en día sucede al revés de siempre y las ficciones terminan superando a la realidad. Me contó que buscaba protección y transporte y que huía de la familia del dueño del oro y al mismo tiempo el supuesto padre del niño, un caballero rico que había fallecido de una vieja herida recibida en alguna antigua batalla y que nunca logró cicatrizar.

No me creí nada de lo que oí, o, más exactamente, pensé que ella sí se creía las cosas que me contaba. Todo debía de ser cierto, el muerto rico, el hijo, el miserable tesoro, la imaginada paternidad, los años que dijo que había vivido sin miedo, el esclavo que la servía, la guerra, las venganzas y la urgencia por huir de Roma perseguida por una familia que se consideraba robada más en su dinero que en su dignidad, todo parecía verosímil porque ahora todo es posible, incluso que sean verdad las mentiras más burdas.

Siempre he creído que el daño del mundo es consecuencia de alguna clase de traición y de promesa no cumplida, en los tratos y en las fidelidades y lealtades rotas nace el rencor y la venganza, por ello acepté su petición, quería saber hasta dónde llegaba la mía, mi lealtad, que como todas siempre es hija de la memoria y del amor propio.

Los hombres de Octavio querían acabar con los últimos amigos de Marco Antonio, tenían prisa y necesitaban dinero para instaurar su paz que, decían seguros, duraría para siempre, pensaban saquear Egipto como antes habían hecho sus padres en Grecia. Dejé en tierra a Cayo y embarqué a Fulvia en mi pequeño y frágil transporte hacia Alejandría que acompañaba algunas naves de Octavio, en mis bodegas había conserva de cerdo y pescado salado de los mares del norte para uno de los generales que no podía vivir sin ellos. Debía regresar, en cambio, con todo el trigo que fuera capaz de transportar, ése era el botín, y con un par de muertos romanos que me esperaban para volver a su casa aunque fuera con un poco de mala cara y a destiempo para ser incinerados como es debido.

Viajamos como si los años no hubieran transcurrido y Fulvia fuera mi verdadera esposa y el niño nuestro hijo, como si ella no se hubiera marchado jamás de aquella miserable habitación. Era la primera vez que me embarcaba a mar abierto con mi quebradiza chalupa, pero la concesión del ejército valía la pena y el riesgo era asumible, una vez más sólo tenía mi vida para dar a cambio, y ahora, también, estaba Fulvia de nuevo a mi lado, un niño que no era mío y un poco de oro robado.

Mala combinación.

Al llegar llené mi bodega con ese trigo que me dijeron era para Roma y su plebe, con él se hornearía el pan que se repartiría gratis a la multitud. Uno de los cabecillas de las cuadrillas de esclavos que acarreaban el trigo era el tercer asesino que hacía quince años habíamos estado esperando Cayo y yo. Algo debió de ver o sospechar, quizá me reconoció o algún demonio le advirtió del peligro o de la muerte inminente, una premonición.

Tuve que reaccionar rápido y matarlo antes que él me matara a mí. Esta vez no separé ninguna cabeza del tronco, solamente lo estrangulé y lo arrojé al mar con una piedra, tan grande como una pirámide, atada a su cintura.

Fulvia no esperaba, ni deseaba ni tampoco quería, que me quedara con ella, no anhelaba formar ninguna familia conmigo, su intención, al buscarme en Roma, era solamente aprovechar mi nave, huir, escapar de la ciudad, nada más. Sabía que yo tenía ese barco y que llevaba a personas que se escondían, la acepté a bordo por mi rara lealtad con el pasado, ese extraño compromiso que en realidad he contraído conmigo, solamente nos traicionamos a nosotros mismos, creemos que engañamos a los demás pero las mentiras, esa insólita clase de verdades, solo van dirigidas a nuestros oídos.

Entre la simple deriva de un madero y la carrera desbocada de un caballo no existe ninguna diferencia, ambos no saben distinguir el suelo firme del mar.

Los meandros alimentan, con el limo que arrastran, el océano igual que si fueran un ariete, un chuzo, o una viga podrida que lo quisiera preñar. Mi nave parecía una cáscara rota, consumida y vacía, un ciprés abatido que flotaba porque no sabía navegar ni hundirse ni levantarse como el falo de un semental.

Partí pues, solo, de nuevo hacia Roma, con las bodegas repletas de trigo egipcio, un poco de botín y con dos momias más curtidas que la salazón hiperbórea, ya no quedaba sitio para ninguna más, ni egipcia ni romana, ni viva ni muerta.

Esta vez tuve suerte y Neptuno no se enfureció. Cayo me esperaba ansioso y contento de verme de nuevo, en mi viaje y en el suyo estaba terminando una larga etapa y empezando otra de nueva.

Al pasar por las playas de Ostia vi a un fantasma y a un joven cabalgar sereno un extraño caballo por ellas. Todo estaba tranquilo como si el mar no fuera un laberinto.