viernes, 13 de julio de 2012

El Peletero/Las inversiones inmobiliarias


Hemeroteca peletera.

Las inversiones inmobiliarias.

El lunes vinieron a empaquetar libros, trastos y jarrones, alguna que otra máscara y pájaros de barro, juguetes rusos y calaveras mejicanas. Ya llevo más de cuarenta bolsas industriales de basura llenas de recuerdos que irán directamente al vertedero, calculo que deben quedarme unas diez más, mis camisas nepalíes, un samovar turco y un par de buitres que cacé yo mismo en las selvas de Nueva Dehli.

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“Las compras de inmuebles españoles por extranjeros se han multiplicado por dos en los cuatro últimos años. En 1989, según estimaciones oficiales, podrían superar la barrera de los 300.000 millones de pesetas. Durante los seis primeros meses, las entradas netas de dinero para la adquisición de inmuebles en España han alcanzado los 154.836 millones de pesetas, cifra que supone ya un aumento del 16,5 por ciento respectó a la del primer semestre del pasado año. Estas cifras no incluyen, en cualquier caso, las inversiones de carácter inmobiliario que realizan empresas extranjeras en España mediante la adquisición de empresas españolas cuya finalidad básica es la tenencia y administración o enajenación de inmuebles. Se refieren solamente a la compra de pisos o viviendas unifamiliares.

(...)

Es a partir del año 1985 cuando las compras de inmuebles españoles por extranjeros se han acelerado dada la buena evolución del turismo en los años anteriores y la fuerte revalorización inmobiliaria que se ha producido en el mercado español. La mayor parte de estas adquisiciones de inmuebles se destina a su utilización turística, casi siempre como segunda residencia, a pesar de que más del 75 por ciento de las adquisiciones son realizadas por personas jurídicas y no por particulares, debido a motivaciones fiscales. Medios oficiales consideran, sin embargo, que estas cifras están bastante infravaloradas y que en realidad la inversión extranjera en la compra de inmuebles en España superará al menos en un 20 por ciento las cifras oficiales debido ala costumbre, motivada por razones fiscales, de escriturar las ventas y, por lo tanto, las transacciones de dinero, por valores inferiores a los que se cruzan en las operaciones de compraventa de inmuebles en la práctica. Las diferencias entre los valores oficiales de las operaciones y los reales entran a veces en España por otros conductos o simplemente se quedan en el extranjero, según las mismas fuentes. Aunque no existe una cuantificación fiable de precios de venta oficiales y reales, la cuantía de las mismas podría rondar cada año los 100.000 millones de pesetas por un no residente) son mínimas”. (“La inversión extranjera en inmuebles se ha doblado en cuatro años”, Primo González, La Vanguardia de Barcelona, 16 de agosto de 1989)

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La casa está inhabitable y he de sentarme encima de las cajas si no quiero hacerlo en el suelo. He reservado un colchón para poder tumbarme y dormir los cuatro días que me quedan antes de largarme.

La nueva casa estará, del mismo modo, inhabitable hasta que vaya colocando las cosas poco a poco. Ayer compré las cortinas que habré de mojar primero porque encojen un 4 % según el manual de instrucciones, tenderlas en las mismas barras donde irán colgadas para que no se arruguen y tomen la forma conveniente.

Ha sido también una semana de hospitales y enfermos, de urgencias y angustia.

Ha sido la peor semana de mi vida del peor año de mi vida.

Creo que tardaré unos tres meses en ordenarlo y recolocarlo todo en su nuevo lugar y hacer, al mismo tiempo, una nueva limpieza añadida, otra revisión, una selección ampliada y más precisa de lo que conservo y de todo aquello que no puedo guardar ni llevar conmigo y que también habré de abandonar.

¿Y luego?

Me gustaría tomarme unas vacaciones, solo. Una de esas vacaciones de las que desconoces su duración y su término, una semana o siete años.

Colgar el teléfono.

Quizás realice un viaje en el tiempo, hacia el pasado, para conocer a mi familia de jovencitos, de niños. A Veni, a Pere, a Rosita, a Albert, paseando por la Ronda la víspera de Reyes, verme a mí también jugando en la playa de Badalona. A mis tías en los bailes coqueteando con los chicos, a mis tíos coqueteando con ellas.

Tal vez regrese a Grecia para hacerme una foto con alguien.

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“A las siete de la tarde, un coche amarillo se detuvo ante la casa. Del amarillo de una furgoneta de correos francesa. Pero el coche llevaba matrícula española. El capó tenía trozos de cinta adhesiva pegados. Pintados de amarillo. No del mismo amarillo exactamente. No obstante, el coche estaba aparcado donde nunca había aparcado un coche anteriormente. Era un lugar en el que se podía hacerlo. No obstruía nada. Pero nadie había visto ese sitio antes. La conductora llevaba vaqueros y una polvorienta camisa negra con botones blancos. Venía de Galicia.

(…)

Cenamos. Fuera empezó a llover, con fuerza. Insistimos en que se quedara a dormir. Le mostré dónde se podía lavar y dormir. Se paró ante un dibujo enmarcado en la pared de la cocina y lo miró. No lo miró fijamente. Simplemente miró el dibujo de unas figuras con algunas palabras a su alrededor. Las palabras eran una cita de Eumínides sobre las Furias exigiendo venganza, y otra del Evangelio según san Juan: "... mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde".

No dijo nada ni hizo ningún gesto.

(...)

Llovió durante toda la noche. A la mañana siguiente dijo que tenía que ponerse en camino a Kassel. Antes dé marcharse, ¿podía hacer una foto?
Estábamos tomando café en la cocina.

¿Vio mi cámara?, preguntó.

No.

¿No la vio anoche?

Señaló con la cabeza hacia su mochila que estaba en el suelo, cerca de la puerta. Detrás de la mochila había una caja que ciertamente había visto debido a su color plateado. Del tamaño aproximado de una caja de herramientas. Tenía zonas reparadas con cinta aislante negra. No me había preguntado qué llevaría en ella. Quizá pinturas. O manzanas. O sandalias y loción bronceadora.

¡Como la cámara original -dijo-, como la primera! Y me dio la caja. No pesaba nada. Los laterales estaban hechos de madera contrachapada.
No hay suficiente luz aquí, dijo, salgamos al exterior.
Fuimos hasta los ciruelos, donde hay una mesa sobre él césped, y allí miró al cielo, todavía nublado. Entre dos minutos y tres, calculé en voz alta, y puso la caja cuidadosamente en el borde de la mesa. En el centro de uno de sus lados alargados había una tirita blanca rectangular, como la que te pones en una pequeña ampolla o quemadura. Esta tirita estaba enmarcada por cinta aislante negra. Con dedos cautelosos retiró la tirita y dejó al descubierto una abertura, un agujero. Entonces me cogió la mano.

Los dos nos quedamos de pie mirando a la cámara. Nos movimos, por supuesto, pero no más que los ciruelos al viento. Los minutos pasaron. Mientras estábamos allí, reflejamos la luz, y lo que reflejamos pasó por el agujero negro hasta la cámara oscura.

Será nuestra, dijo, y esperamos expectantes.

(“Una mujer y un hombre junto a un ciruelo”, John Berger, El País, domingo 3 de septiembre de 1995)