lunes, 7 de septiembre de 2009
El peletero/El tiempo/Anteayer (3 de 4)
7 Noviembre 2008
He dicho que soy un jardinero que riega aquí y allá, las personas son floreros que adornan habitaciones decoradas con muebles, esas cosas que rellenan los espacios vacíos, mesas, armarios, camas, librerías, neveras, sillas y, si son muy regalados, hasta incluso sillones y sofás de cuatro o seis plazas como los automóviles o las limusinas. Pienso en las vitrinas de casa, de cuando éramos niños, llenas de recuerdos familiares, las cómodas, los baúles y sus secretos bien y mal guardados, recuerdo las lámparas de lágrimas, aquellas tormentas de cristal adiamantado, tallado, derramándose de la copa de algún fantasma invisible y muy llorón. Creo que al de casa le gustaba, y se divertía soplando su viento de ángel por entre sus gotas. Sonaban y soñaban solas a pesar de estar las ventanas cerradas y no haber ni una sola corriente de aire. Tintineaban avisándonos de que en el ambiente había más seres jugando y burlándose de los vivos y de sus miedos. Era un fantasma caprichoso, simpático y alegre y también maleducado como todos lo son.
Ese niño era como ese fantasma, siempre estaba en el ambiente, o en mi mente, siempre me hacía compañía, siempre estaba a mi lado. La noticia llegó hace dos días y no tardé un segundo en tomar la decisión. Debía ir a llevarle unas flores a ese con el que jugué un tiempo a ser padre e hijo.
Todavía recuerdo el primer encuentro entre los dos. Estábamos nerviosos, pero pusimos buena voluntad, no en balde ambos amábamos a la misma mujer. Nos dimos la mano como si fuéramos unos adultos, así siempre lo traté, sin esfuerzo, solo por respeto y por lógica mundana. Era un ser adulto aunque todavía fuera un niño, ambas cosas al mismo tiempo y en el mismo lugar. Él también me trató igual, con el respeto adecuado, que no debido. Creo que casi conseguí que fuera mi amigo y que sintiera afecto por ése que se acostaba con su madre.
Yo amaba a la madre y amé a su hijo, y ahora debo ir y depositar unas flores en su tumba, en la de ese hijo de otro. Ella también fue la mujer de otro en otro tiempo, aunque eso no puedo asegurarlo. Ella no fue nunca de nadie y creo que ese padre de su hijo fue un pobre diablo que no se daba cuenta de lo que ocurría a dos palmos de sus narices. Nos vimos un día y nos saludamos educadamente. Me advirtió sobre su hijo, en realidad me amenazó con matarme si algo malo le sucedía. Lo dijo con una voz tranquila y mirando no sé qué, pero no a mí. Se frotaba las manos lentamente como si tuviera frío y estábamos en verano. Traté de calmarlo, le respondí que cuidaría a su hijo como si fuera el mío. Eso parece que le molestó todavía más, se giró, me miró esta vez y levantó la voz para decirme que nunca osará pensar que su hijo fuera mío, que si hacía tal cosa me mataría sólo por eso. Le respondí que sí, que tenía razón, que era cierto, que si hacía tal cosa él me mataría. Esa respuesta le desconcertó. Cuando nos despedimos seguía teniendo las manos húmedas, igual que al entrar. Era alto y corpulento, lo era aunque tiraba a delgado, pero lo era mucho más en comparación conmigo. Me gustan los altos y fuertes, se confían demasiado y es fácil burlarlos. Ellos siempre apuntan a la cabeza o al cuello y se olvidan de la barriga, de su barriga. Una hemorragia intestinal te mata antes de sed que de miedo. Nunca llegamos a nada de eso, naturalmente, era el padre del hijo de la mujer que amaba y además era un buen hombre y un buen padre, nunca le haría daño, pero me enterneció esa dureza falsa, ese desamparo al perder a su esposa y también, por un tiempo, a su hijo. Creo que incluso su propio hijo se compadeció de él. Y hasta ella también, pienso, lamentó la escena.
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