jueves, 9 de abril de 2009

El peletero/El Gordo y mi viejo profesor (2 de 4)



30 Enero 2008

Mi viejo profesor no tenía familia ni pagaba a nadie para que le calentase su cama. Pero cuando murió por hipotermia, apareció de la nada un primo tercero latinoamericano, tratando de hacer valer sus derechos.

Quizás sí, quizás tenía alguna clase de voz y voto sobre la herencia, herencia que consistía básicamente en derechos de autor.

Tal vez, pero… el caso es que le hice una cara nueva, gratis y sin necesidad de recurrir a la cirugía estética, muy de moda en su país. Me lo agradeció tanto que regresó a la selva sin despedirse. Yo también se lo agradecí, fue todo un detalle irse así, me gusta la gente que se marcha sin decir adiós. El “hola” tiene alguna razón de ser, pero el “adiós” no.

No fui tan malo, al indio le di todo el dinero que tenía mi profesor en el banco, que no era poco y yo me quedé con todo lo demás.

Ya sé que soy desagradable, pero yo sé que lo soy, otros son amables y no lo saben.

Así fue como conseguí su patrimonio, libros, papeles, notas, diarios, apuntes y muchas páginas escritas de toda clase de cosas. Lo guardé en cajas no demasiado ordenadas. El trabajo tuve que hacerlo yo, no quise que nadie me ayudara. No había de haber ninguna secretaria o archivador eficiente, ordenando y ojeando sus cosas. Una vez terminado el trabajo lo hubiera tenido que matar y tampoco había que llegar a eso.

Pero él sÍ que llegó a eso, cometió un crimen y le condenaron por ello.

Diez años de cárcel y libertad condicional por edad avanzada y salud deteriorada lo volvieron a dejar en la calle, más famoso y rico que antes. Las solicitudes para realizar conferencias le llovieron de todas partes. Yo asistí a casi todas, y a todas sin pagar, aunque en todas ellas había que pagar entrada. Yo accedía con pase preferente que él me proporcionaba, de secretario, ayudante, amante, gigoló o lo que fuera, el caso era entrar y sin pagar. En aquel tiempo yo era pobre.

En sus conferencias no se repartían copias del texto y tampoco se permitían artilugios para grabar la voz. Te sometían a un registro escrupuloso. A mí eso me daba igual, porque yo, por decirlo así, entraba por la puerta de atrás y hubiera podido tener el texto oficial, pero es que él tampoco se presentaba con nada escrito, siempre improvisaba. Solamente podíamos tomar notas

Yo siempre he sido lento escribiendo, mis apuntes de clase nunca valieron gran cosa y si a veces es frustrante ver una película subtitulada, también lo es tomar notas en una conferencia. Así que siempre decidía escuchar y disfrutar. Hay memorias fotográficas y las hay taquigráficas y yo siempre he recordado mucho mejor las caras que los nombres. Así que todo lo que guardo en mi mente es un cóctel variado de sus conferencias. Bien mezcladas, aunque como los buenos Dry Martini, sólo agitados y no removidos, unas “balas de plata” muy sofisticadas.

Sus conferencias tenían una cualidad muy alta y hasta exquisita. Todas ellas trataban de Arte, artes plásticas y arquitectura, fundamentalmente. También hacía incursiones en la poesía y la música, pero siempre fue un hombre muy visual. Aunque yo pienso también que tenía un verdadero don para la poesía. En más de una ocasión se lo manifesté, pero él no quería reconocerlo, casi como si tuviera vergüenza de aceptar su capacidad.

Tenía una teoría muy bien formada y formulada con mucha precisión sobre la “jerarquía” en las distintas disciplinas artísticas; ese es un concepto osado, y que hoy en día tiene poco predicamento dada la democratización puritana de la sociedad en todos sus ámbitos, llegando a los extremos que llegan todas esas tergiversaciones que hoy en día pertenecen a lo “políticamente correcto”, invención de las izquierdas en su impertérrita pretensión de cambiar la realidad, no queriendo saber nunca que la única cosa que no cambia es precisamente eso, la realidad.

Así pues y siguiendo el hilo, mi viejo profesor sabía que la cima de la pirámide de las artes lo ocupa la poesía y que luego viene la literatura y después la pintura iconográfica y en cuarto lugar…, pero mejor que no siga. El caso es que la altura de sus parlamentos provocaban en más de uno mareo y a la mayoría vértigo.

También debo resaltar que su público hubiera llegado a ser exclusivamente especializado y erudito, a no ser por esa inveterada costumbre de la que siempre hacía gala y verdadero arte, el exabrupto, la salida de tono, el bufido y la descarga de toda su extensa batería de cañones y armamento verbal. Al final, pólvora, nada más, al final ruido y tracas veraniegas, pero eso gustaba al público, y daba morbilidad a su erudición, a esa ciencia que pocos podían seguir.

Pero la “barbaridad” no lo era únicamente, esa era también su gracia que pocos entendían, ni siquiera la soltaba un anciano extravagante que no sabía medir sus palabras y sus sarcasmos. He de confesar que en eso yo fui su mejor alumno, me enorgullezco de decir alto que gracias a él, nadie me gana en herir con la palabra. Pero él era otra cosa, él era un artista.

Aunque, después de sus fuegos artificiales, había días que llovía. Había noches que sus truenos rompían las nubes y desataba la furia, el agua y el viento. A la mañana siguiente lucía el sol, debíamos bajarnos la visera del sombrero, calzarnos las “sunglasses” y entornar los ojos y el corazón. Tanto en los primeros como en el segundo, había nacido una duda.

¿Era aquello, ese mal carácter, un disfraz?, ¿el velo de un poeta vergonzoso?, ¿una simple habilidad de ocasión? ¿Una manera no sangrienta de hacer daño? Yo creo que era el arma de un inválido, nada más. De pequeño fue víctima de un accidente que lo dejó para siempre en su silla.

Cuando afirmo que era el arma de un inválido, evidentemente estoy haciendo un eufemismo del rencor.

No otra cosa era el alarde de su don. Puro rencor. ¿De qué? de su invalidez, quizás de afrentas y ofensas infantiles y juveniles, amores imposibles por su minusvalía, quién sabe, al menos yo no. Pero mi proximidad a él me permitió reconocer en su palabrería dañina una lógica, un sentido que conseguía tener también significado más allá de esa maldad. Al final, quizás sin quererlo, ese rencor se trascendía a sí mismo.

Y así lograba llegar a ser poesía.

Otros solamente veían dolor en él, nada más, pero yo sé que eso, esa cosa, esa aflicción que los ingleses llaman “sorrow”, y que al decirlo parece que casi pidan perdón, es algo que proviene de otra parte del alma, de aquella que es consciente de sí y no de eso que los psicoanalistas llaman el inconsciente.

Quizás era un anillo, incluso hubiera podido ser el de los Nibelungos o el de Bilbo Bolson, un anillo de poder, forjado por alguien oscuro, el anillo de una diosa, un triple anillo. Fuera lo que fuese, muy a menudo introducía su áspera mano, y tocaba algo en su bolsillo, no sé qué era, nunca conseguí saberlo. Cuando eso hacía, apenas le oía susurrar cinco palabras entremedias de la luz, “your shadow is my soul”.

“Soy viejo”, decía desafiante, como si quisiera retar al público a algún combate extraño, “y mi cuerpo está completamente acabado”, proseguía, “sólo funcionan más mal que bien mis cuerdas vocales. Aún puedo hablar y gritar, y con ellas también puedo todavía matar”, los oyentes se asustaban esperando algún grito asesino salir de su garganta. “Antes, sanas y poderosas, podían acabar con elefantes y toros, ahora sólo consigo matar pájaros, ratas y niños. Sentado en mi jardín, con sólo abrir la boca, he conseguido exterminar a toda la población de periquitos y jilgueros de mi barrio y aunque sé que es un trabajo gratuito, me complace ver en las caras de mis vecinos y en las de sus veterinarios, el estupor por algo que no pueden evitar ni comprender”.

Su voz evidentemente no mataba a nadie, aunque poderosa, fuerte y escandalosa, era tan inofensiva como el ladrido de un perro enfadado.

“Las ratas en cambio no tienen dueño”, proseguía, “son orgullosas, se saben débiles y miserables, apestan y repugnan, matarlas es difícil, no son cobardes, tienen sentido común y son las que mejor huyen. Se esconden con habilidad, hay que buscarlas y perseguirlas. Tienes que penetrar en su infra mundo donde son las reinas y donde tú, el asesino, el intruso, te encuentras perdido y desamparado. Algún día será su momento, mientras tanto es mejor olvidarse de ellas”. Afirmaba mirando al público con los ojos húmedos por el colirio.

Y concluía sin inmutarse: “Los niños pequeños son tan sucios como las ratas y como los viejos, y tan fáciles de matar como los pájaros. No huyen, ni cantan, sólo comen, defecan y lloran. Y como no quiero volver a la cárcel no pienso decir nada más sobre ellos”.

Y cuando todos pensaban que ya había terminado, continuaba: “Pero…”, el público expectante, “nunca he conseguido matar con mi grito a ninguna flor".

Este es el mayor misterio de mi vida.

En la cárcel había un jardín, cada mañana temprano, a primera hora, lo visitaba en mi silla de ruedas. Era un espectáculo esplendoroso, todo él era una maravillosa primavera, conmovedora. Sus colores parecían derramarse de alguna nube perdida. Yo me quedaba allí, parado, absorto, contemplándolo, saboreando su fragancia y ese ensueño de colores, preguntándome quién podía ser ése que tiene la capacidad de hacer tales cosas.

Empezaba a gritar y a chillarles a las flores.

Ellas me ignoraban, nunca mostraban la más pequeña señal de saber que yo me encontraba allí, se comportaban como si yo no existiera, vociferaba, clamaba y no paraba hasta que él llegaba. Cada día igual, a la misma hora, me miraba sonriente y me saludaba.

Yo estaba exhausto de tanto gritar, y él tan tranquilo, dulce, sonriente y amable. Lo miraba sorprendido, cada día era lo mismo, con su regadora iba echando agua a las plantas con sus flores, tranquilas y obscenas, desvergonzadas, sin mostrar ningún rastro de pudor en exhibir su belleza a quien quisiera mirarlas. Las flores deberían estar prohibidas, pensaba yo.

¿Quién eres? Le preguntaba yo cada día.

El jardinero, me respondía, ¿quién quieres que sea?

¿El jardinero?, ¿qué es eso demonios?, ¡explícate mejor!, ¡habla claro!, le pedía gritándole.

El que cuida el jardín, el que poda, el que planta, el que siembra, el que abona, el que injerta, pero sobre todo…

¿Qué?, sobre todo ¿qué?

El que riega.

¿Das agua?

Eso, sí, doy agua, a quien tiene sed. ¿Tienes sed?, me preguntaba

¡Sí! Dame esa agua, le pedía.

Tómala, y me llenaba un vaso metálico que tenía preparado, y yo la bebía sediento, como si aquella agua fuera el vino de la Santa Cena. Solamente así me callaba, cansado, fatigado, casi muerto, el vaso se me resbala de las manos y caía al suelo. Él lo recogía sonriente y seguía con su trabajo. Yo lo contemplaba intrigado y exhausto. Cuando terminaba se despedía con un “hasta mañana”.


Así cada día, hasta la mañana siguiente, para repetir una vez más la misma escena; creo que aquel hombre sabía algo que nunca pude descubrir porque nunca encontré la pregunta correcta. Durante aquellos diez años lo intenté y nunca lo logré.

Ése es el hombre que he de encontrar, el Aguador, así lo llamaba mi viejo profesor.

Cuando me refiero a encontrarlo quiero decir que he de hallar algún papel que hable de él.

Todo lo que contaba mi maestro eran por supuesto mentiras, nada era verdad. O casi nada. Su gracia y su virtud consistían en no esconder que lo eran, y eso es algo frente a lo cual las personas no están preparadas. Por más que las adviertas, su predisposición natural es creerse cualquier cosa que les cuentes.

Sí, estuvo en la cárcel condenado por asesinato, eso sí era verdad, lo demás…, nadie podría asegurarlo, y yo tampoco.

En alguna de aquellas cajas en las que guardé, hace años, todo su patrimonio de papeles, cartas y miles de páginas escritas, recuerdo haber medio leído algo sobre ese Aguador y una historia extrañamente parecida a la de Natalia.

Además mi viejo profesor se llamaba… “Miguel Zweifel”.

Pero no era el Miguel de la carta de Natalia, no era ése.

Y tampoco era el protagonista de “Dolicocéfala rubia”, “Teodoro Zweifel”, esa novela mediocre de un italiano, Dino Segre, alias Pitigrilli, y que gustaba tanto a mi profesor y a ése que se hacía llamar “el peletero”.

No viene a cuento, o quizás sí, pero ambos, el peletero y mi maestro siempre citaban frases de ese escritor ocurrente y divertido. Una de ellas, muy repetida por los dos, era: “para las mujeres es bueno poseer muchos defectos, pues no nos suelen amar por nuestras virtudes”. Esa siempre fue una de las claves de la vida de ambos.

Pero yo solamente quiero hablar de mi viejo profesor.