martes, 6 de marzo de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (18)


Teodoro Van Babel

18.
Saverio.

De Saverio Cucchiaio di Tommasso poco podemos decir fuera de repetir lo que Teodoro cuenta en sus cartas y destacar también la impresión que causó en Silvia cuando se conocieron.

Ella, como cualquiera -como Saverio mismo que no tenía otra compañía ni otra casa que su amigo y hermano, Alberto, miniaturista, monje calígrafo cisterciense del Monasterio de Poblet-, no estaba hecha en realidad de barro y sí de la carne que nos envuelve a todos y que ya sabemos lo débil que siempre termina por ser.

Christian, el esposo de Silvia, se pasaba la mayor parte del año viajando, fuera del hogar, en sus negocios de compra y venta. Y ella lo esperaba cuidando de las paredes, procurando que se mantuvieran derechas y atendiendo a los hijos que no paraban de aumentar, siempre embarazada aguardando el regreso de su esposo que siempre también, siempre volvía. No es de extrañar pues que pudiera sentirse atraída por alguien que sabía que no iba a regresar, que era otra clase de viajero que no levantaba paredes ni plantaba árboles, que no necesitaba ventanas para ver lo que hay afuera porque nunca llegaba, ni conseguía estar, en el interior.

Saverio estaba enamorado de una esclava, una de esas indias americanas que jamás podría tener, tal vez esa fue la razón de su amor, su nula predisposición al compromiso, pero le gustó Silvia, una mujer que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para demostrar a un hombre que era su igual.

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26. He navegado con la triste góndola por la tarde. El silencio de los canales anunciaba algo feroz. La marcha de mi barca cedía su paso al crepúsculo. El gondolero no bajaba la vista y apenas movía su cabeza para saludar. El remo golpeaba el agua espesa. Un furioso relámpago cayó tras la cúpula de Santa María de la Salud. Sentí que algo terrible ocurriría. En mi alma ya se había desatado la tormenta que más tarde azotaría a la Serenissima.

170. En un tabique de mi recama han anidado unos minúsculos insectos de cabeza grisácea. En un principio pensé que se trataba de ciertas hormigas que ya había visto en los interiores de la Dogana. Limpié con brea la zona, instalé nuevamente la madera sobre el hueco. De noche, el ruido producido por sus desplazamientos me ha resultado conmovedor. Se advierte que arrastran elementos de un lado a otro, como si el propósito fuera refundar ciudades o llevar de aquí para allá una magnitud de materia deplorable. El depósito de esas construcciones deja un polvillo cetrino por encima de los zócalos.
Cuando en 1840 pinté la Vista de la Dogana: San Giorgio Maggiore, utilice el polvillo como material de la acuarela; la textura más clara se evidencia en la cúpula del campanario.

171. Ayer fui a la barbería que está cercana al Ponte delle Tette camino a la iglesia de San Cassiano. El barbero es un hombre con una enorme nariz enfermiza (los veintiséis bocetos serán clasificados y rotulados como "estudios sobre una rinofima"). Hubiera querido tratar esa protuberancia de cerca, si fuera posible con lentes de fuerte aumento. En el descanso, sobre el pequeño hueco que antecede a la curva exponente de pulpa carnosa, un extraordinario ramillete de pequeñas venas violáceas sobresalía; un espectáculo que la propia enfermedad brindada como testimonio de su estrago. La belleza de ese racimo era atroz y conmovedora. Había visto algo semejante en los hongos que proliferan en los maderos del muelle; y así como en aquella oportunidad volví con una espátula a los muelles para llevarme el acontecimiento a mi taller, habría querido esta vez arrancarle al barbero ese tesoro de su nariz para llevármelo y tratarlo, hasta obtener la aprobación de Reynolds.

225. No les daré lo que esperan de mí. Destruyan mis dibujos. Arrojen al mar mis apuntes.
Olviden mis pinturas. Partiré hacia donde no me esperen. Viajaré sujeto a la misma tempestad que azota mi alma. Nada detendrá mi anhelo de respirar el aliento de Dios (1).

("El cuaderno rescatado".Joseph Mallord William Turner, 1830-1840)