lunes, 30 de junio de 2008

El peletero recto



28 de junio de 2006

Scarlett O’Hara exclamaba enrabiada y sin un ápice de ironía, que los hombres, en lugar de hablar y preocuparse tanto por la guerra, deberían dedicarse a cosas que fueran realmente importantes. Nuestro peletero recto siempre había sonreído ante tal afirmación, era ingeniosa y absolutamente femenina. Un magnífico y brillante punto de partida para una controversia tal vez eterna.

A nuestro peletero, sin embargo, no le hubiera interesado hablar con Scarlett, salvo para recriminarle que por su culpa la conversación entre Butler y Ashley no se llegase nunca a realizar. En su lugar, los espectadores obtenemos una escena de acoso amoroso, donde Scarlett confiesa a Ashley su amor por él. Éste, aturdido y vulnerable frente a la sincera y obscena desnudez sentimental de ella, consigue resistirse con razones, argumentos y conveniencias. La reacción airada de niña consentida que le produce su fracaso nos ofrece un final cómico al ver aparecer a un Butler escondido y que sin quererlo ha escuchado toda la conversación. Caballero y canalla, le promete a ella una total discreción al mismo tiempo que le ofrece sus servicios y le confiesa su predisposición hacia ella. Scarlett lo desprecia hipócritamente ofendida, mientras él sonríe satisfecho.

¿De qué habrían hablado Butler y Ashley si no se hubiera entrometido Scarlett?, dos hombres tan distintos en sus propósitos y sus actos como iguales en la mirada con la que veían el mundo, no en balde los dos se enamoraron de la misma mujer. Uno, Butler, era un superviviente nato. El otro, Ashley, era un moribundo sano, dos maneras diferentes de responder a la única cosa importante que hay en la vida, la muerte. Los dos lo sabían y tal vez por eso ambos querían a alguien como Scarlett O’Hara que no sabía que iba a morir.

No saber que vas a morir es distinto que saber que no vas a morir, si una es producto de la inconsciencia, la otra lo es de una ignorancia insolente. Sin embargo, ambas son el resultado de una falta absoluta de percepción del tiempo. Nada digno de existir merece ser construido fuera de este pestilente aroma a muerte que es el tiempo, ni el amor, ni el arte, incluso nuestro peletero sospecha que ni tan siquiera la fantasía si pretende no acabar siendo un mero delirio.

Tal vez por eso J.R.R. Tolkien da vida a sus inmortales elfos a condición de que también puedan morir si su cuerpo eternamente sano es destruido con violencia. Paradoja sublime al otorgarles la posibilidad de ser absolutamente generosos. Los humanos en el fondo arriesgamos poco pues tarde o temprano morimos. En cambio para estos seres fantásticos, la vida es una pura elección, tanto, que al final deciden abandonar nuestro mundo. Todos aquellos elfos que han conseguido sobrevivir a mil batallas, terminan por tomar con sus mágicas naves “el camino recto” y partir con ellas hacia las “tierras imperecederas”, situadas más allá de la comprensión humana.

La denominación poética de “camino recto” siempre le había parecido a nuestro peletero perfecta, al ser ésta la única manera moral y físicamente correcta de describir el sendero para salir del universo: la línea recta. Precisamente por que nada hay en el cosmos que sea recto, ni cosas, ni caminos. La línea recta, además de ser un hermoso artificio matemático, es también un magnífico instrumento para marcharse o perderse. Como acertada y brillantemente afirma Borges, es el laberinto perfecto.



Nuestro peletero sabe que estas afirmaciones están urdidas con un hilo muy fino y frágil, tan fino y tan frágil como la casi imperceptible línea que separa la vida de la muerte. Oasis que ningún mapa señala y que sólo una rara determinación o una extraña casualidad te permitirán recorrerla. Si esta es tu voluntad o tu suerte, descubrirás maravillado, con el paso inseguro del funambulista, su absoluta belleza y extraña penumbra. En ella también conocerás el terror ante la inminente e inevitable caída que inexorablemente te conducirá hasta el fondo del abismo, donde el tiempo y tú seréis definitivamente derrotados.

La imperceptible línea que separa la vida de la muerte es el ojo de la aguja que ni Dios, ni el diablo pueden atravesar.