5 Septiembre 2008
Nunca consiguió hilvanar ni un triste paso de baile, la enfurecía y avergonzaba su falta de destreza, su nula elegancia. Ella se esforzaba, decía, afirmaba también que le gustaba la música y se le iban los ojos detrás de las parejas que bailaban como si fueran una sola cosa, uno en otro, otro dentro de uno. En las fiestas a las que debíamos ir, yo la dejaba sentada en un rincón charlando con esos unos y me iba a bailar con aquellas otras. Entre baile y baile veía como se le iba llenando el cargador de munición, mudaba el rostro y lo deformaba en una sonrisa que siempre fue una amenaza y que por mi bien nunca desprecié, ni minusvaloré.
Ya sabía que aquella misma noche, en nuestra cama, o bien al día siguiente, en nuestra oficina, dispararía a quemarropa, que era como le gustaba, nada de refinamientos de franco tirador, no, el cañón bien cerca de la barriga, hundido en ella, como un dedo en la mantequilla, y entonces apretar el gatillo. Más que un rifle parecía una lanza, una pica de picador, una taladradora de cueva sadomasoquista. Se creía que me intimidaba. No te tengo miedo, me gritaba abriendo mucho la boca. No sé si me tenía miedo a mí, a qué o a quién, pero que estaba muerta de terror era evidente.
También se creía dura y fuerte de espíritu y la pobrecita no hubiera soportado ni medio soplo. Era penoso verla llorar derrotada por su propia furia. Jamás respondí a sus golpes, aunque eso la enfureciera más todavía. Si lo hubiese hecho ahora yo estaría en la cárcel. Las deudas la hubiesen ahogado y habría perdido irremediablemente los miserables ahorros que aún le quedaban. Yo le pagué el médico y todas las terapias que necesitó su cabeza de tambor, sus estancias en los hospitales y centros de salud, aguanté sus recaídas, sus idas y sus vueltas.
Yo no era caritativo, ella también me debía dinero a mí, mucho dinero, y yo quería cobrar. Todavía tenía esperanzas de lograrlo gracias al reconocimiento de deuda que ella me había firmado en nuestros buenos tiempos. En aquel momento pensé que ese papel me garantizaba el cobro, pero cada vez dudaba más que pudiera recuperar algo de lo perdido. Sin embargo era ya casi un asunto de dignidad y de pundonor, no quería hacer el ridículo ante mí mismo, ante mi vida vivida a su lado que era casi toda. Aún quería aferrarme a la esperanza de recobrar una parte por pequeña que fuera. Ya no soñaba con la deuda entera, por supuesto que no.