martes, 30 de septiembre de 2008
El peletero/Oro
31 Enero 2007
Me llaman “El Gordo” y nunca cuento cosas de mi vida. Mis delitos y las personas a las que sirvo y a las que causo daño no son mi vida. Todo ello es extraño a mí, no forman parte del alma que no tengo ni de la memoria que tampoco poseo. Por eso escribo sobre las miserias y faltas de otros, para que consten en acta. Es necesario describir sus malas vidas y la crónica de sus desdichas que siempre son muchas, pero que nunca son las mías.
Esas memorias, esos relatos, son necesarios porque las personas merecen ser juzgadas, deben serlo aquí y ahora ya que nadie lo hará después de muertas. Nadie cree ya en el pecado y la culpa. Yo soy el pecado y el perjuicio. Por ambos las personas pagan mucho dinero. Creen que su venganza es justicia, piensan que su robo es el reembolso de alguna deuda, ven a sus muertos como enfermos terminales. Yo soy el verdugo, el banquero y el confesor, en mi hombro descargan sus penas y sus dudas, yo les doy seguridad y les hago creer que les protejo de todo mal, pero no les libro del veredicto. La condena se la imponen ellos mismos cuando enloquecen. Todos lo hacen, aunque sólo sea un segundo antes de expirar.
La gente quiere pensar que los desechos, la basura y la inmundicia moral son despreciables, pero en realidad son oro puro porque también son parte de su vida, aunque pagada a precio de latón. Esa es mi tarea, limpiar esa suciedad y cobrar oro por ello. Aquí está mi verdad, dura como las ruedas de un molino y santa como las hostias de un cáliz.
Me di cuenta cuando empecé a tener dificultades para limpiarme. Estaba tan gordo que el papel en mi mano ya no llegaba a donde debía llegar. Ensuciaba los calzoncillos y a veces hasta los pantalones. Se secaba y quedaba incrustada, apestaba lo suficiente para que los perros se me acercaran a olisquear. Malditos perros, nunca he podido soportar su dependencia y lealtad de siervos. Entonces me di cuenta. Puedo tener un aspecto desagradable por culpa de mi gordura mórbida, no importa, pero no puedo oler mal, eso no. Parece que no sea así, pero la gente se fía más de su nariz que de sus ojos y yo vendo confianza. Engaño, miento y estafo porque vendo confianza. Alguien así no puede oler a mierda.
Si con frecuencia pagaba a putas, con más razón podía pagar a alguien para que me limpiara las heces. El dinero no era un problema para mí. La vergüenza y la dignidad tampoco lo eran ya que nunca las había tenido y no sabía qué significaban. Así lo hice. Joven, fea, ignorante, medio salvaje, humilde y necesitada. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año y cuatro monedas por limpiarme, una o un par de veces al día. La muchacha conforme, y yo satisfecho.
Le dirigía la palabra sólo si era imprescindible. Si salíamos a la calle, siempre iba unos pasos detrás de mí. Si entrábamos en un restaurante, nos sentábamos en mesas distintas. Si tenía visitas, se encerraba en su cuarto. Si iba a ver a alguien, me esperaba en la calle. En su bolso llevaba un teléfono por si era necesario llamarla en una urgencia. Era como una sombra en un día nublado. Tenue, transparente y gaseosa.
Como yo no le hablaba, ella tampoco me hablaba a mí, ni buenos días, ni buenas noches. Ni conversación, ni miradas y, por supuesto, tampoco sexo, jamás. Para mí el sexo es como viajar, no tiene sentido hacerlo en casa.
Un par de veces quiso dejarme para trabajar a no sé donde. Le doblé el sueldo y se acabó el problema. La tercera vez que lo intentó la amenacé, y también se acabó el problema. No lo ha vuelto ha intentar más.
Van pasando los años y cada vez estoy más gordo, más viejo y soy más rico y también, con perdón, cago más. No sé si eso es cosa de la edad o de la riqueza. Sea lo que sea no me quedan demasiados años ya, tanta gordura han hecho polvo mi corazón y muchas otras cosas. Sé que no duraré mucho. Pero no me quiero morir, empiezo a tener miedo. Veo a mi niña sonreír, no lo había hecho nunca antes y no me gusta, me horroriza esa sonrisa suya.
Tengo miedo, maldita sea. Y cuando tengo miedo puedo matar sin pensar. Pura mierda, puro oro.
lunes, 29 de septiembre de 2008
El peletero/Sevilla en otoño
27 Enero 2007
La iglesia de Santa María del Rocío se halla situada en perpendicular con el edificio del hotel Las Casas del Rey de Baeza. Ambos forman una unidad arquitectónica de estilo vernáculo; el color albero se combina sabiamente con el añil entre grandes zonas de fachada blanca. La calle Sebastián deja en su orilla una plazoleta, como un oasis entre el laberinto de calles estrechas.
La mujer responsable de la custodia del recinto nos informa con detalles sorprendentes de su Virgen y de otras más de la ciudad, un fabuloso matriarcado, agazapado ahora a la espera de la explosión de primavera. Es una dama vestida y atildada de “señora”, con la dignidad de lo inmutable, tan antigua y refinada como las paredes que nos cobijan por un rato. Nos enteramos de que todas las vírgenes dolorosas tienen cinco lágrimas resbalando por sus mejillas (algunas seis), y suponemos que se derraman por cada una de las cinco heridas.
El reverso de una estampita nos salmodia, con una oración de palabras contundentes y frases retóricas, una plegaria al sentimiento y tristeza que expresa el rostro de la Virgen, cuyas cinco lágrimas parecen cinco gotas de rocío:
¡Oh Reina de los Cielos, María Santísima del Rocío, Madre de Dios y de los hombres, dirige una piadosa mirada a esta ferviente Hermandad que te honra como su amadísima Titular.
Mira por nosotros, que somos tus hijos, atrae sobre nosotros las bendiciones del cielo y el rocío sagrado de la divina gracia, y haz que busquemos tu protección y la hallemos, pues el que la halla encuentra en ella la salvación y la vida.
Que seas, ¡oh, Madre!, en las dudas nuestra luz; en las tristezas, consuelo; en los pesares, alivio; y en los peligros y tentaciones, fiel sostén.
Levanta con tu mano poderosa al que esté caído, anima al pecador, fortalece al justo y defiende a la inocencia de los peligros del mundo.
Alcánzanos, Madre Santísima del Rocío, la gracia de ser tus fieles devotos, para que acudiendo a Ti en todas nuestras necesidades, logremos tu protección en esta vida y tu eterna compañía en la otra.
Así sea.
Seguimos por las enredadas callejuelas de la judería, con corredores y pasillos tan estrechos que apenas caben dos personas cruzándose; lo angosto del camino obliga a la cortesía para ceder el paso. Puertas, ventanas y verjas nos descubren paraísos en forma de patios y jardines, grandes o modestos, verdes, frescos y silenciosos.
En la iglesia de Santa Maria La Blanca, el barroco de su artesonado parece haber enloquecido, y nos hace pensar que fue el molde o modelo sobrio de la policromía tropical de la iglesia mexicana de Santa María de Tonantzintla, en Cholula, Puebla. Una Santa Cena de Murillo de gran tamaño suaviza en un rincón la desmesura de techos y columnas. Un cuadro tan dulce y evanescente como sólo lo habría podido pintar él. Los Apóstoles, levantados de sus asientos por una ventolera de veneración, se arremolinan en torno a Jesús, como una enorme voluta más del lugar. Una pequeña y deliciosa pintura, situada en una de las capillas, y cuyo autor desconocemos, nos muestra a Saulo caído, fulminado por la cegadora luz divina.
En la calle Aire, una suave brisa nos invita a levantar los pulmones y, justo al entrar en ella, un conjunto de azulejos nos recuerda que Luis Cernuda vivió en aquella casa. Como queriendo formar parte del recorrido, las baldosas reproducen estos versos del poeta:
Jardín Antiguo
Ir de nuevo al jardín cerrado,
que tras los arcos de la tapia,
entre magnolio, limoneros,
guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
vivo de trinos y de hojas,
el susurro tibio del aire
donde las almas viejas flotan.
Ver Otra vez el cielo hondo
a lo lejos la torre esbelta
tal flor de luz sobre las palmas:
las cosas todas siempre bellas.
Sentir otra vez, como entonces,
la espina aguda del deseo,
mientras la juventud pasada
vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.
El otoño se estremece de pronto y un aguacero nos sorprende de camino al Museo del Baile Flamenco de Cristina Hoyos. Llegamos con vistosos paraguas comprados como si fuera un milagro de alguna de las Vírgenes que hemos ido visitando, tranquilas y serenas bajo su palio a pesar de su dolor. El Museo se halla en un antiguo caserón, reformado con un gusto exquisito, una declaración de amor a su arte. Recorremos admirados la exposición, seguiriyas, soleares, boleros, bulerías, fandangos, guajiras, tarantas, y la misteriosa y masculina farruca filmada con la que nos obsequian tres espigados y elegantes bailaores. En la planta superior, una exposición de los dibujos de Vicente Escudero, amigo de Picasso y Miró, da razón de su fineza, líneas ingenuas parecidas a las que dibujaba La Chunga, y tan estilizadas como los movimientos de sus brazos y piernas. Otra exposición de fotografías de Colita nos ilustra de forma destacada el mundo del flamenco en la Barcelona de los años 50 y 60, con Antonio Gades y la genial gitana catalana Carmen Amaya como protagonistas principales
Al día siguiente comemos en el Sol y Sombra y, antes de marchar, nos damos un buen paseo y un buen café.
Sevilla es muy hermosa, demasiado. Uno siente el dolor de la pérdida. De la belleza del mundo y del tiempo que galopa.
viernes, 26 de septiembre de 2008
El peletero/Le gigoló blessé
24 Enero 2007
Me llaman “El Gordo” y nunca me equivoco con las mujeres, siempre sé qué piensan y cual será su próximo paso. Pero con los hombres acierto pocas veces, me desconciertan y me sorprenden, nunca sé qué puedo esperar de ellos.
Muchos y sobre todo muchas, no comprenderán esa afirmación. Eso es así porque no frecuentan los burdeles. Yo sí, soy un cliente habitual y muy asiduo. Mi gordura me obliga a colocarme siempre debajo, las muchachas no quieren sucumbir aplastadas por mi mole, pero esa es otra historia que ahora no viene a cuento.
En los burdeles se compra y vende no sólo carne, ni únicamente placer. Se comercia con la vida y con aquellas cosas que atemperan su dolor. Las mujeres que en ellos trabajan satisfacen los deseos y caprichos de todos los que allí van a parar en busca de ese peculiar analgésico. Unas con profesionalidad, con placer otras, y la inmensa mayoría obligadas por la necesidad, el miedo o la codicia.
A mí no me importan sus necesidades financieras, tampoco el miedo que otros puedan causarles, ni mucho menos la codicia que corroe su corazón. No me importa nada de todo eso, no causa en mí ninguna clase de empatía, ni de simpatía, ni de antipatía. Ésos son sentimientos primarios, de animales hambrientos y asustados, nada más. El trabajo bien hecho que realizan en mi cuerpo deforme lo doy por supuesto, ya está descontado, es tan exigible como el dinero que me piden a cambio. Es una pura y simple permuta que no merece ningún otro comentario. El misterio no está en lo qué ellas me dan, ni el por qué me lo dan, eso es fácil de entender. El misterio está en lo qué yo y otros cómo yo, pedimos y por qué lo pedimos.
Todo el mundo afirma ser generoso, sin embargo el mercado del sexo ha sido próspero a lo largo de toda la historia de la humanidad. Si tal generosidad fuera cierta, nadie habría de suplicar esas migajas que se dan en los burdeles. El mal no está en ellos, el mal se encuentra en sus afueras, ellos sólo son modestos oasis en un desierto asesino.
Todo el mundo creía que el gigoló era él. Hombre, joven, fuerte, guapo y pobre. Ella, mucho mayor, más o menos rica, pechos flácidos, collares para disimular las arrugas de su cuello, ojos pintados para esconder las patas de gallo y sus manos atestadas de anillos para rellanar los huesos de sus dedos flacos. Todo el mundo lo creía y yo también. ¿Qué otra cosa podía ser? Yo mismo fui quien se encargó de cazarlo en su huida cuando intentó fugarse con el botín del chantaje que ella realizó, con mi estimable ayuda, a un viejo amante suyo. Yo fui quien lo buscó y, al encontrarle, arrastrarlo a sus pies, tal y como me lo había pedido.
Se asustó al verme, mi masa corporal no es inteligible a primera vista, se necesitan más de dos ojos para verla entera y más de dos segundos para “comprenderla”. En esos instantes de estupefacción siempre aprovecho para asestar el golpe, luego todo es más fácil.
Como medio hombre lo dejé de bruces ante ella y me fui. Ya no me interesaba qué podía suceder, yo había cumplido con mi trabajo.
Años más tarde, vino a veme a mi despacho después de un encuentro fortuito en una recepción con canapés en una galería de arte moderno. Uno de esos lugares donde la gente es estafada de una manera absolutamente legal y placentera por todas las partes implicadas. Vestía un traje de marca muy elegante, pero cojeaba y le temblaban las manos. Parecía que no se daba cuenta que la salsa de los mini bocadillos se le caía y le manchaba aquella magnífica chaqueta y de allí pasaba a derramarse goteando sobre sus magníficos zapatos de piel de serpiente. Era una lástima todo aquel estropicio. Ella, que lo acompañaba, tampoco se daba cuenta, sólo parecía hambrienta y no paraba de devorar todo lo que los camareros le ofrecían. A pesar de comer con gula, no se manchaba ni el vestido ni los zapatos, pero, en cambio, incluso a mí me dio asco ver sus manos llenas de anillos completamente sucias de grasa, y su pintura de labios corrida cómo si un jovencito inexperto la hubiera acabado de besar.
Pocos días después, él, llamó a mi puerta y me contó su vida.
Yo soy un delincuente profesional sin escrúpulos y de esa falta de escrúpulos es de lo que más orgulloso estoy. Es mi aguijón moral frente al que pocos pueden defenderse, su veneno tiene un antídoto difícil de encontrar. Sin embargo, o precisamente por eso, me convierto muchas veces en consejero sentimental, psicólogo, o sacerdote en su confesionario. Muchos necesitan conocer primero la consistencia del mal para poder tomar luego las decisiones adecuadas, y mis opiniones se parecen mucho a eso que las personas llaman “el mal”. Yo no sé si mis consejos son el mal, lo que sí sé es que sólo pretendo que sean la verdad. Aquel pobre hombre, joven todavía y muy bien vestido, había venido a mí para pedirme ayuda.
No voy a rebelar sus secretos, ni sus miserias. No voy a contar cómo ella lo rescató con sólo trece años de la miseria y la soledad, cómo lo lavó, cómo lo vistió y le enseñó a caminar y a hablar, cómo le dio un nombre. Tampoco contaré cómo consiguió esa mujer enseñarle a usar las manos, ni mucho menos qué habilidad manifestó para amaestrarle los ojos. Cuándo han de permanecer cerrados y cuándo han de mirar qué o a quién sin ser vistos que miran; o todo lo contrario, que todos sepan que están mirando y con qué intención. No diré nada sobre todo eso y ni mucho menos cómo ambos fueron a parar a la misma casa, a compartir la misma habitación y a dormir en la misma cama. ¿Queréis pues que os hable de su amor?, ¿queréis que os cuente cómo dejaron de amarse? ¿He de contaros que ella, al ver envejecer su cuerpo de mujer, empezó a delirar? ¿Que a cada arruga en sus labios aparecía otra en sus ojos? ¿Que dejó de mirar de frente y a no cerrarlos mientras besaba? ¿Necesitáis que os cuente todo eso? ¿Os gustaría estar presentes en sus juegos de cama frustrados y fracasados? Os morís de ganas por verla llorar y gritar, ¿verdad? ¿Y él?, ¿lloraba también?, ¿la engañó con otras mujeres más jóvenes?, ¿o harto de todas ellas quiso convertirse en un homosexual? Hay muchos hombres y muchas mujeres que lo hacen, acaban siendo homosexuales sólo por puro hartazgo del otro sexo.
¿Por qué le robó el dinero y trató de huir de ella? Cuando yo lo encontré en un pequeño motel de carretera estaba solo y únicamente le di un par de bofetadas y cuatro patadas en el hígado, nada más. ¿Entonces, por qué se le ve tan acabado?, ¿por qué le tiemblan las manos?, ¿por qué esas ojeras?, ¿por qué se le escapa ese pequeño hilillo de saliva por entre la comisura de sus labios?
Tal vez queráis que desvele todos esos interrogantes, pero no lo voy hacer. Yo no tengo escrúpulos, pero tengo mis normas que siempre respeto. Pura disciplina. De todas maneras, si creéis que tenéis algo que contarme, pedirme o proponerme, mi número de teléfono es el siguiente: 5555000. Preguntad por “El Gordo”.
jueves, 25 de septiembre de 2008
El peletero inmóvil
20 Enero 2007
Al convertirse en efigie de sal, Sara, la mujer de Lot, inauguró la estatuaria no religiosa. Este relato es también el mito de la fascinación del mal, pues sólo él es capaz de obligarnos a mirar aquello que debe permanecer oculto.
Con un material tan inconsistente y humilde se fabricó la primera estatua de la historia que el viento se encargó de deshacer de inmediato. Pero lo importante no es la sal, ni tampoco su existencia efímera. Lo importante es el desafío que representa con su mirada hacia atrás. Al igual que el sol fundió las alas de Ícaro, el tiempo petrificó a la también osada esposa del único hombre honesto de Sodoma. Su atrevimiento fue castigado con la parálisis, ese misterioso privilegio de los seres eternos, el extraño don de los inmortales.
La violación del tiempo, la irresponsable y arriesgada pretensión de romper su tela, conducen a la inmovilidad santa, donde la única compasión que se permite es la de conceder a los atrevidos una sonrisa etrusca para pasmo y admiración de mortales.
La inmovilidad, como el silencio y la abstinencia, es también otra de las señales de la sabiduría o de la locura tranquila. Todas ellas necesitan del aislamiento y de la lejanía. Necesitan del desierto y de la oscuridad. De la sombra y casi siempre del secreto.
Pero los vivos somos curiosos, irreverentes y obcecados. Nos gusta simular la muerte, imaginar qué cosa debe ser eso de morir. Extraña pretensión pues aun no sabemos con certeza ni siquiera qué significa vivir, aunque sí somos capaces, sin embargo, de percibir el dolor que ello nos produce. Vivir es doloroso, sentir el paso del tiempo es vivir. La capacidad que demostremos en soportar ese dolor dará la medida de nuestro valor. Y ese valor será tasado en la cantidad de poesía que seamos capaces de generar. Eso es la poesía y, por añadidura, el arte, la capacidad de soportar el dolor que produce la percepción del tiempo.
Nuestro afán simulador nos lleva a elaborar estas estatuas humanas que nos encontramos por algunas calles principales de nuestras ciudades y que sólo se mueven si les echamos un poco de calderilla en el sombrero depositado en el suelo, igual que los antiguos autómatas de los recintos feriales que eran capaces incluso de leerte el porvenir a cambio de esas monedas introducidas en la ranura de la máquina. La inmovilidad y el porvenir pronosticado siempre van juntos porque éste se encuentra en aquélla o ésta en aquél, y viceversa.
La estatuaria, la taxidermia, los hologramas, los dioramas, los belenes, sean estos inanimados o vivientes. Las maquetas, las muñecas y los soldados de plomo o de plástico. Los museos de cera, los monolitos y los mojones, señales escultóricas iconoclastas que marcan los lindes. Lo inmóvil delimita el espacio, son los clavos que enmarcan la tela en su bastidor para ser pintada. Entre sus fronteras se desarrollará un drama de mil colores, sus formas nos recordarán lo que somos. Ellas, las figuras, conseguirán ser nuestra sombra.
Mientras nuestro cuerpo se interponga entre el sol y el muro, la sombra logrará ser nuestra emanación del alma, siempre oscura, o medio gris, de contornos difuminados, la que es conocida por los sabios del espíritu como el aura negra.
Y aunque las mejores poseedoras de sombra son las estatuas, inevitablemente fue Velázquez, una vez más, el que nos dio a todos otra lección magistral al pintar a Pablo de Valladolid con un fondo indefinido, abstracto, donde suelo y pared desaparecen y se funden confundidos el uno con la otra en un espacio neutro y sin ninguna referencia, excepto por la sombra pintada a los pies del modelo, casi un trazo, nada más, pero suficiente para ligarlo a la tierra como sólo puede estarlo alguien vivo. Y ésa y no otra es también la diferencia entre pintura y escultura, la misma que hay entre vivos y muertos.
Si alguien puede dudar de una afirmación tan categórica y contundente sólo ha de pensar que las estatuas jamás nos miran a no ser que seamos nosotros los que nos coloquemos en la única línea de intersección entre ellas y nuestros ojos. Instalados en esa delicada trinchera, pasamos de verlas a mirarlas consiguiendo traspasar así el umbral de su ceguera. Este umbral, esta frontera, es inhabitable por definición, nadie puede vivir en ella so pena de convertirse en una estatua de sal.
El peletero/Cassius Clay
17 Enero 2007
El nuestro es un mundo que confunde en demasiadas ocasiones la gloria con la fama. La primera pertenece a los héroes, la segunda a los humanos. La fama es la mera opinión común y compartida que muchas personas tienen de alguien por lo que es o por algo que ha hecho. El escándalo es la variante ofendida, hipócrita o sincera, de la fama. La gloria, en cambio, se obtiene después de realizar una misión imposible para todos los demás, tarea para la que se está predestinado y frente a la cual el héroe no puede eludir llevar a cabo. Triunfará o fracasará en su resolución que es inevitable por ser ineludible.
Cassius Marcellus Clay conoció la gloria, Mohammad Alí, en cambio, la fama y el escándalo, empezando por ese mismo cambio de nombre, al considerar que el repudiado lo era por ser el de un esclavo, y el del Profeta, en cambio, el de un hombre libre. Aunque así fuera, haber mantenido con orgullo el que le dieron sus padres hubiese sido un desafío todavía más valiente, aunque sin duda no más molesto. Muchos de sus primeros admiradores nunca llegamos a entender esta sustitución por innecesaria, su propio ímpetu podía defenderlo sin disfraces culturales. En aquellos años, la lucha de la minoría negra (afro-americana ahora), pasaba por la renuncia explícita a los pilares de la civilización norteamericana.
Persona tan inteligente como controvertida, siempre ha estado rodeado de interesante y viva polémica. A la admiración, el amor, el desprecio y el odio que suscitaron entre sus compatriotas sus opiniones y decisiones, hay que añadir ahora la compasión y la admiración que provocan su lucha contra la enfermedad del Parkinson que castiga sin misericordia ese cuerpo suyo de Titán que en su día fue un portento. Versificador nato, superdotado de mente y materia, sabía usar las palabras tan magistralmente como sabía usar sus puños y su arrogancia sin límites, que desarmaban y derrotaban a sus oponentes antes de subir al ring, vencidos de antemano por aquel hijo de africanos cautivos que durante un corto instante amaron los dioses. El suficiente para encumbrarlo a su lado.
En el fondo, fue un espléndido héroe con los pies de barro porque engalanó su olimpo con las luces equívocas y cegadoras de la fácil corrupción mediática. Los héroes modernos no disponen de Homeros a su servicio, a lo sumo del chasquido del neón y de los rayos catódicos, que con una facilidad pasmosa convierten la gloria en fama.
Nunca más veremos su cuerpo imponente, pesado, ligero y bien formado, “revolotear como una mariposa y aguijonear como una avispa”. Nunca más. Eso sucedió el 25 de febrero de 1964 en Miami Beach, Florida, cuando Cassius conquistó por primera vez el título de los pesos pesados frente al grandísimo Sonny Liston. Jamás tal proeza volverá a ocurrir.
viernes, 19 de septiembre de 2008
El peletero y el sexo
13 Enero 2007
La pintura escandalosa más famosa de la historia es, seguramente, la orgullosa “Olimpia” de Manet. Sin embargo Marià Fortuny, con mucha más modestia logró retratar a la joven gitana Carmen Bastián, levantándose solamente la falda para mostrarnos explícitamente a todos los que la miramos su tupido sexo.
Carmen es una muchacha, espléndidamente guapa, morena, de piel canela, tostada como una piña y perfumada de sí, que jugando se resiste a eso que el pintor le pide y que, jugando también, finalmente se deja convencer por él. Y entre risas y picardías se levanta la falda para mostrarnos su segunda boca, frondosa, salvaje, secreta y también voraz. Tumbada de derecha a izquierda no esperaba nuestra visita, pero ya que hemos llegado y sin conocernos nos ofrecerá aquello que sólo unos pocos sabios tienen la valentía de llamar “la bondad de las mujeres” y que es mucho más que la hospitalidad y la buena compañía. Es un misterio que pocos hombres tienen la suerte y el placer de disfrutar verdaderamente. Y que tiene su contrapeso en lo que algunas pocas mujeres sabias aciertan en llamar “la bondad de los hombres” y que es mucho más que su ternura y pasión.
“Olimpia” es completamente distinta. Sentada de izquierda a derecha ella sí que nos está esperando. Con aire altivo no se sorprende de nuestra visita, ya sabe quiénes somos y a qué hemos venido. Manet la pintó con un fondo oscuro, como la piel de su sirvienta, para que así las sábanas blancas de su cama acojan debidamente el sonrosado de su carne. Este contraste de colores, claridades y oscuridades consigue proporcionar tanto volumen a su cuerpo desnudo que acaba por sobresalir del cuadro y permitirnos a nosotros, espectadores deslumbrados, tocarla. Su mano izquierda se posa sobre su muslo derecho ocultándonos el vello de su pubis, si es que aun lo conserva. Más recatada en su postura que la Maja de Goya, es sin embargo más descarada por su mirada directa y desafiante. Inquisidora, nos observa y examina, y según sea lo que le demos, ella nos dará, simulando darse para que le demos más de lo que ya les hemos dado, que es más de lo que nos ha pedido, que ya es mucho. Y después de nosotros, otros, y otros más después, en fila o sentados en sus salones degustando el placer de mirar las pinturas de mujeres desnudas colgadas de sus paredes, o a esas mismas mujeres paseando holgazanas ante nosotros o sentadas indolentes a nuestro lado. Ese es el trato, pues hay trato. Amor tratado para que parezca que no hay trato o para que parezca que no hay amor que de todo hay en los salones de Olimpia, esa mujer que consigue estar erguida estando tumbada, sin ni siquiera mirar las flores que la esclava le lleva de un admirador.
James G. Ballard publicó en 1991 “La bondad de las mujeres”. Novela autobiográfica, donde narra, entre muchas otras cosas, la muerte de su esposa y las relaciones que mantiene con varias mujeres. En ningún momento se menciona el título de su libro, ni explícita, ni implícitamente. No hay ningún párrafo donde aparezca la frase: “la bondad de las mujeres”, dejando pues al lector el trabajo de deducir y averiguar en qué consiste tal cosa, si es que tal cosa existe y no es una mera invención de su autor, de alguien, de un hombre, profundamente afligido por la muerte accidental y desgraciada de su esposa y medio enloquecido por la deriva de drogas y alcohol en la que sumerge su vida a partir de entonces, y donde debe asumir la promiscuidad salvaje de una de sus amantes que va y viene sin decir ni hola ni adiós. ¿Dónde está pues esa bondad?, ¿es la que le muestra su cuñada cuando lo recibe después de enterrar a su esposa?, ¿es ese sexo que le regala en el momento más amargo de su vida para así apagar sus lágrimas y su dolor?
Lawrence Durrell publicó en 1957 “Justine”, la primera de las novelas de su “Cuarteto de Alejandría”. En ella, un hombre que debe cuidar de una hija que no es suya, se enamora de una mujer, Justine, que tampoco es suya. Ella le corresponderá tanto como mucho y tanto como nada. Yendo y viniendo, estando y marchándose, en una Alejandría que, ahora sí, ya no existe.
Esa Justine de la que nos habla Durrell, no es la fantasía que se imaginó el Marqués de Sade, sino una de peor, la real, ésa que está de espaldas a nosotros, entre sombras, allí al fondo, en aquel rincón oscuro. Ésa de la que sólo ves su cabello negro cayéndole sobre los hombros desnudos y el cigarrillo encendido en su mano izquierda. Ésa de la que no puedes ver todavía su rostro, a no ser que te acerques lo suficiente. Si lo haces, si te atreves a mirar, has de saber que corres peligro de muerte inminente. Y que lo sabrás enseguida al verla, sabrás que vas a morir irremediablemente en vida y que a pesar de eso, atrapado y angustiado, estás dispuesto a soportar tal condena.
Fortuny murió joven, como corresponde a todo un virtuoso que llegó a ser un genio. A pesar de su corta vida tuvo el tiempo suficiente y el privilegio de retratar a Carmen Bastián, esa niña mujer que le enseñó -y al enseñárselo a él nos lo enseña a todos- aquello que otro pintor, Courbet, llamó: “El origen del mundo” y del que pintó un primer plano memorable. Difícil trabajo ese de pintar, y más difícil todavía ese de enseñar para que miremos y no dejemos de mirar aquello que fue creado para ser mirado y escondido.
jueves, 18 de septiembre de 2008
El peletero/El truco
10 Enero 2007
El robo era complicado pero el plan era muy bueno y el premio mucho mejor. Valía la pena arriesgarse ya que el peligro en realidad era muy pequeño, o eso pensábamos. No necesitábamos ni tener una coartada preparada, lógicamente el dinero se encontraría a faltar, pero nadie nos vería robarlo. Nadie vería nada, un buen truco de magia que ni cien cámaras de televisión podrían descubrir. Eso sí, uno de los ángulos había de permanecer ciego, ésa era la clave. Así como los naipes del prestidigitador necesitan un tapete verde, nosotros también.
El plan era tan bueno que incluso merecía ser ensayado en la realidad. Así lo hicimos, robamos diez mil dólares, salió perfecto. Pero diez mil dólares son calderilla, queríamos naturalmente muchísimo más. La calidad del truco merecía una codicia mucho mayor y la nuestra era enorme. Lo malo fue que no pudimos encontrar un tapete verde adecuado para tanto dinero, no cabía en nuestros bolsillos y se nos caía de las manos, llenas a rebosar. Así nos cogieron, nuestro ángulo ciego resulto ser sólo tuerto. El exceso nos perdió y en la cárcel nos perdimos varios años.
Al salir libres disfrazamos la codicia con la paciencia. Y así, poco a poco, nos propusimos acumular mucho. Pero el truco ya era conocido, la policía no es tonta y según se vio, nosotros sí lo éramos, pues volvimos a parar en la cárcel un tiempo después. Más años de condena, y además por reincidentes, demasiado tiempo encerrados esta vez. Así que decidimos huir, un buen truco de magia nos serviría, uno de aquellos en los que desaparece gente, entran en un baúl y luego cuando se vuelve a abrir no hay nadie, eso nos serviría. Estuvimos bastante tiempo planeándolo, perfeccionando y probando el truco. Al final, entrábamos y salíamos cuando queríamos, lo habíamos conseguido: íbamos de la cárcel al baúl y del baúl a la cárcel y nadie nos lo impedía, así que un día decidimos no volver. Desde entonces estamos encerrados y encogidos en un doble fondo de un baúl que no nos permite ni estirar las piernas, es bastante incómodo y con el tiempo ya empieza a ser doloroso, pero estamos contentos porque nuestra huida ha sido todo un éxito. Esta vez hemos sido más listos que la policía que aun no ha descubierto nuestro maravilloso truco.
lunes, 15 de septiembre de 2008
El peletero/El sofá
5 Enero 2007
Para Claudia.
Tenía colgada de las paredes de mi cerebro aquella fotografía. Con dos meses escasos de vida, allí estaba yo, colgada de los pelos de su pecho como una monita. Él apenas me sostenía con sus brazos, dejando que fuesen sólo sus pelos y mis fuertes manos las que aguantaran mi peso. Años después, cuando le pregunté si le había hecho daño, me dijo que sí, claro que me hacías daño, pero tú parecías encontrarte muy a gusto, me respondió. Por supuesto me regaló la fotografía en un bello marco, pero jamás la he colgado de ningún muro que no sea el de mi memoria. Guardada está en un cajón, entre papeles y cosas sin aparente importancia. De vez en cuando, la saco de esa especie de escondite y me la miro. La observo con tanta atención que casi me llego a creer que recuerdo la escena.
Sólo era un amigo de mi padre, un buen amigo claro, mi padre no hubiera dejado que alguien cualquiera me sostuviera en el aire con la única ayuda de su pecho velludo como asidero para mi pequeño cuerpo. Los dos habían estudiado juntos y se habían permanecido fieles y próximos a pesar de sus vidas tan distintas. Como es natural, frecuentaba muy a menudo nuestra casa, y se le ocurrió el acierto de hacerme una fotografía cada año en el mismo sofá y el mismo día. Cuando cumplí los dieciocho me regaló la colección completa. Dieciocho fotografías, una por año, toda mi vida en un mismo sofá, sentada como una niña buena o recostada como una odalisca. Aquella que yo era había ido creciendo y él había procurado retratar el paso del tiempo a través mío. Esa fue una costumbre que ha terminado convirtiéndose en un ritual y que por supuesto todavía no hemos perdido, para mi es también la excusa adecuada para visitarlo al menos una vez al año y fotografiarme en el mismo sofá que acabó llevándose a su casa y que todavía conserva en el trastero. Siempre se despide de mí con la misma frase, “continuas teniendo unos pechos preciosos”, me lo dice con una sonrisa pícara, jugando a ser un viejo verde que no es. A mi me gusta que me lo diga porque además es verdad, modestia a parte, es verdad que son preciosos y es verdad también que él así lo cree. Al menos de esa manera le compenso de todos aquellos pipís frustrados que le provocaba con la curiosidad de mis cinco o seis años y mi “descubrimiento” de entonces: que los niños tienen “colita” y las niñas no. En cualquier ocasión que veía a uno orinar, fuera mi padre o cualquier otro, ahí iba yo, como una bala, sin complejos y sin esconderme, descarada, me ponía a su lado y ¡hala!, a mirar, pero claro, a casi todos se les cortaba el pipí. ¡Niña!, ¿qué haces?, mira a tu hija, le decía a mi madre, pero ella, como era muy moderna, me dejaba hacer. Quizás gracias a ello soy tan desinhibida en cuestión de colitas.
Hace poco que le he visto, fue la semana pasada, era el día de la fotografía. Ya está muy mayor y yo tampoco tengo ni mucho menos dieciocho años. Vive sólo, no quería cocinar y me invitó a comer en un restaurante cerca de su casa, un lugar sencillo y poco elegante. Se nota que no soy tu novia le dije riéndome, Niña, me respondió, haberme invitado tú, se nota que yo tampoco soy tu novio, anda, aquí estaremos cómodos, no te quejes. Cada vez que nos veíamos me iba contando trozos de su vida y de la vida de otros, mi vida no da para mucho me decía. Pero esta vez quien le contó un pedazo de vida fui yo.
Debía de tomar una decisión importante y pensé que él podría ayudarme. Debía decidir si abandonaba mi país y mi vida ya establecida por un hombre que amaba y que vivía muy lejos de aquí. Debía abandonar todo eso y casi empezar de nuevo. Jamás hubiera pensado que una cosa así pudiera sucederme a mí, con la cantidad de hombres guapos e interesantes que tenemos en casa y voy y me enamoro como una tonta de uno que vive en las antípodas. Yo sabía que a él le había ocurrido exactamente lo mismo hace bastantes años y ni su enamorada se quedó, ni él tampoco se marchó, recuerdo también su pena, pero yo entonces tenía apenas quince años, no podía ayudarle, ni darme exactamente cuenta de la situación. Ahora necesitaba su consejo. Mi “tío bigotes” -así le llamaba de pequeñita por su espléndido mostacho- tenía que ayudarme, su experiencia debía servirme también a mí.
He de reconocer que no me ayudó demasiado, al revés, incluso puso más dudas en mi corazón. Y lo hizo contándome cosas deshilachadas, pequeñas historias, cuentos, anécdotas y recuerdos, suyos, ciertos y también inventados, pero todos verdaderos.
Ni él, ni ella cambiaron sus vidas, se encontraron, eso sí, varias veces. Ella vino, él fue, aquí, allí, allá y a medio camino de los dos. Él me lo contó con todo el humor del que era capaz para ahuyentar el dolor. Me contó con pelos y señales la primera vez que se fueron a la cama. Un desastre, me confesó, siempre me pasa igual, decía, la primera vez tengo un gatillazo, me pongo nervioso y no se me levanta nada y se me hunde el alma, suerte que ella fue muy comprensiva, atenta y simpática. Para aliviar mi desencanto, me decía, se le ocurrió contarme chistes y al menos nos reímos. Luego nos quedamos dormidos como dos hermanitos, abrazados y pegados el uno al otro.
En estos encuentros nuestros nunca podían faltar las historias de la guerra de su padre, y este día me contó cómo toda una compañía de cien muchachos, aprovechando un descanso, entre bombardeo y bombardeo, habían dejado las armas en el suelo y se habían bajado los pantalones para despiojarse los genitales. Debió de ser una escena espléndida, para fotografiarla, la contaba cómo si él la hubiera vivido, como si la memoria también se heredase. Hay recuerdos que deben ser así, tesoros que pasan de padres a hijos y que jamás deben olvidarse. También me habló de Grecia y por enésima vez me contó “la anécdota”, la anécdota de su vida, decía él orgulloso. Yo ya me la sabía de memoria, pero me gustaba volverla a oír. En una de las muchísimas ocasiones que había viajado hasta aquella esquina de Grecia, entre Albania y Macedonia, lo había invitado a cenar un peletero de Kastoriá que quería venderle unos abrigos. Fueron tres en aquella cena, ellos dos y su amigo Christos que acompañaba a mi “tío”. Entremezclando el castellano con el francés, el inglés, el griego y alguna que otra palabra de macedonio, empezaron a beber y a hablar del cielo y de la tierra. Cuando ya estaban un poco borrachos y alegremente melancólicos, al peletero griego no se le ocurrió otra cosa que contarles la ocupación de la ciudad por los nazis y cómo el mejor amigo de su infancia, un compañero de juegos, un niño como él era entonces, tuvo que huir precipitadamente con su familia por ser judíos, escapando por poco y de mala manera. Les perdió la pista y nunca más supo nada de él, no pudo llegar a saber a dónde habían ido, en qué país se habían refugiado. Se acabó la guerra y pasaron los años y el peletero se marchó también, se fue a los Estados Unidos, a New York, allí tenía familia y quería aprender, perfeccionar el oficio. Una tarde, paseando por la ciudad con unos amigos, pasaron por delante de una galería de arte, y, ¡sorpresa! ¡Qué casualidad tan increíble!, allí estaba anunciado el nombre de su amigo judío de la infancia, el mismo que había tenido que huir con su familia de los nazis, aquél del que hacía veinte años que no sabía absolutamente nada. Según parece era un artista, un fotógrafo y estaba exponiendo su obra en aquella galería de arte, allí, en New York. Naturalmente entró, miró al público que había, y al fondo estaba su amigo, ¡sí!, ¡era él! Aquel niño, su compañero de la infancia estaba delante de él, después de tantos años lo tenía ahora enfrente. El azar los había vuelto a reunir. Se reconocieron enseguida. Sorpresa, exclamaciones, abrazos, besos, lágrimas.
En aquel momento, mi “tío bigotes” siempre hacía una pausa, se detenía, bebía un poco, sonreía, me miraba y continuaba. Entonces, decía mi “tío”: “interrumpo la narración del peletero griego, él y Christos me miran sorprendidos, interrogantes y voy y les suelto de sopetón el nombre del niño judío, ¡Lucas Samaras!”
“El peletero griego, se calló quedándose con la boca abierta y los ojos como platos, ¿qué?, ¿cómo, cómo lo sabes? Y del sobresalto y la impresión va, y se cae de la silla, de espaldas. Se hubiera podido desnucar, pero no pasó nada. Se levantó rápido, me cogió de las solapas y me volvió a preguntar, ¿cómo lo sabes? ¿How do you now his name?, me gritaba. Y así entre gritos y preguntas acabó abrazándome y llorando. Mi amigo Christos, que había escuchado toda la narración mientras se bebía una cerveza tras otra y había observado la escena, no entendía nada. Todos estábamos borrachos, y sin saber por qué nos pusimos a reír, a llorar y a cantar”, concluía mi “tío bigotes”, alegre y orgulloso.
Cuando terminaba de contar la anécdota yo siempre le preguntaba, ¿cómo lo sabías?, ¿cómo pudiste saber el nombre de ese niño judío?, es una historia demasiado íntima, le decía yo, casi secreta. No lo sabía, me respondía él, dejé caer el nombre y acerté. Conocía un poco, eso sí, al fotógrafo, había visto alguna de sus fotografías en algún libro y tuve una premonición: ambos eran griegos, ambos de Kastoriá y de la misma edad. Tenía que ser él. Fue un buen acierto, aquel peletero griego aun no se ha recuperado de la sorpresa.
Y todo eso, me preguntaba yo, ¿qué tenía que ver con mis dudas y con la decisión que debía tomar? Nada, no tenía ninguna relación. Excepto que eran personas distantes que la suerte, la casualidad y el azar acercaban. Él no podía ayudarme, nadie puede responder por mí.
¿Conseguisteis hacer el amor como Dios manda?, le pregunté regresando a por su historia amorosa y mal acabada. Sí, me respondió, a la tercera fue la vencida. ¿Hasta la tercera tuvisteis que intentarlo?, sí princesa, sí, hasta la tercera, a partir de aquí todo fue bien. Ya te lo he dicho muchas veces, yo soy muy malo en la cama, todo el mundo se jacta de sus habilidades sexuales, yo en cambio reconozco que soy mediocre, me decía riendo, y yo con él. Luego pasaba a contarme que seguramente alguna antigua amante despechada le había lanzado una maldición o que quizás le había hecho vudú. Pero ¿por qué no construisteis una vida en común?, insistí yo. Por estupidez, por miedo, por pereza, ¿qué se yo?, me contestó enfadado. Fuimos unos tontos, continuó, al menos yo sí que lo fui, ella se casó al cabo de un tiempo y luego le perdí la pista. Se calló durante un rato, para luego decirme: “tenía los pechos tan bonitos como los tuyos”, esta vez no lo dijo sonriendo. Eso quería decir que la reunión había terminado. Era tarde.
Acabamos de hablar cuando ya era casi la hora de cenar. Lo acompañé hasta su casa cogidito de mi brazo. Él iba con su bastón de madera oscura marcando el paso y sin decir nada.
Lo dejé en el portal y regresé a mi casa andando y pensativa, ahora tengo más dudas que antes, una duda que no tenía esta mañana. Si me voy al otro extremo del mundo ya no habrá nadie que me fotografíe cada año, el mismo día y en el mismo sofá viejo y raído
sábado, 13 de septiembre de 2008
El peletero/Le gigoló blessé
3 Enero 2007
Me llaman “El Gordo” y cada vez que termino un “trabajo” me embarga esa quietud tormentosa que algunos cursis llaman melancolía. Me sobreviene una tristeza dulce y pegajosa por un ayer que jamás volverá a ser un pasado mañana. No sé si es el dinero que gano con ello o la satisfacción que procuro a mis clientes. Su codicia satisfecha, aquella venganza incubada durante años y por fin ejecutada o la lujuria liberada de su jaula de cristal. Disfruto por mí y por ellos también, me placen mis buenas obras. Por ellas soy conocido y por ellas algunos hasta son capaces de pagar mucho dinero.
Aquella pobre mujer necesitaba eso, dinero y también amor, tal vez sólo sexo, que más da, en cualquier caso quería ser respetada o temida que es lo mismo. Para ello nada mejor que alguien enamorado o sometido que también es lo mismo. A su edad no podía permitirse ser burlada. Estaba cada día más cerca de convertirse en una anciana y eso es algo terrible que sólo el amor, el dinero o una pistola en la boca pueden atemperar. Yo no le podía ofrecer amor, en cambio armas y dinero sí. De todas formas las tres cosas siempre están intercomunicadas, una lleva a las otras. Es un triángulo misterioso en cuyo centro siempre hay el tiempo. Es una carrera contra el reloj, ganar tiempo como sea, arañar tiempo al tiempo. El tiempo, esa cosa tan líquida, turbulenta y desencantada. Asesina.
Ahora era una mujer mayor casi arruinada y con pocos posibles para llenar mis bolsillos insaciables. Años atrás, en cambio, había estado en el centro de algo importante. Había convivido con aquellos que fabrican directamente esa cosa tan hermosa de la que todo emana, el dinero, “l’argent”, decía ella para darse la clase que no tenía. Estaba añorada, melancólica también. No se podía quitar de la nariz aquel olor tan especial que hacen los regalos por abrir. Necesitaba darle un nuevo aire a su vida, una nueva perspectiva, quería que volviese la Navidad, esa visita tan aterradora para algunos que el tiempo nos hace cada año, el mismo día y a la misma hora y que ella llamaba “Noël”. Y pensó en mí, quería que yo fuese Santa Claus aunque no vistiera de rojo y pesara mucho más.
La dama estaba flaca. Sus cincuenta kilos mal contados, contrastaban con mis ciento ochenta y tantos, también mal contados y muy mal repartidos. Medio sentado, medio dentro y medio fuera, incómodo, casi cayéndome, mi gordo trasero no cabía en aquella minúscula silla. En esa postura tan ridícula me confesó su deseo.
Antes he de decir que ella me conocía por mis “trabajos” con el primero de sus maridos. Al volvernos a encontrar después de tanto tiempo y nada más verme, su lengua se encasquilló con su dentadura postiza, mientras su rostro me ofrendaba una mueca de disgusto. Su saludo quedó interrumpido por un balbuceo ininteligible, que yo interpreté con la sorpresa y el desagrado que produce en los demás mi aspecto obeso. Ya estoy acostumbrado. Cuando les hago saber mis honorarios, aun tuercen más el gesto. Yo me río por dentro observándoles como se les desmorona la arquitectura facial.
Me contó que tenía unas viejas y apolilladas cartas y fotografías que comprometían a uno de sus antiguos amantes, tan mayor como ella, pero mucho más rico gracias a un matrimonio oportuno con la hermana de un famoso banquero. Quería que yo organizase el chantaje.
Fue un trabajo fácil y cómodo, este tipo de gente entiende con mucha facilidad cierta clase de argumentos, no tienes que repetírselo dos veces. A fin de cuentas para ellos nada es personal, todo es una cuestión de negocios. Eso es tan así que la que pagó no fue ese vejestorio de amante, de bigote fino y canas teñidas, fue su esposa, la hermana del banquero famoso. Las infidelidades, los asuntos de cama, las perversiones de la libido, son sólo facturas que a veces hay que pagar. El dinero es una magnífica vara de medir y pesar, te ofrece una fotografía muy fiel y es ergonómicamente perfecto, no necesita manual de uso.
A las pocas semanas de haber concluido mis gestiones y mientras me encontraba “convenciendo” a un perito para que subiese la tasación de unas piezas de porcelana de Sèvres, me llamó mi desdentada clienta, desesperada y furiosa. Estaba tan nerviosa que tampoco se le entendía gran cosa con sus dientes danzando dentro de su boca.
La mujer tenía un “secretario” y acompañante asiduo. Francés, joven, guapo y muy atractivo. Este personaje, que yo no conocía aun, había gestionado los escasos bienes de mi clienta, era su pareja en las pocas fiestas a las que estaban invitados. También era su masajista y su osito de peluche en las frías noches de invierno. Su fuerte torso era la almohada donde reposar y olvidar el peso del tiempo pasado. Pues bien, esta perla sin ensartar había desaparecido con el dinero del chantaje. Normal, pensé. Casi me rompe el tímpano al gritarme: ¡je veux mon argent! Mi clienta quería, no sólo recuperar el dinero, quería también que le devolviese a rastras al guapo secretario. Con estas palabras me lo ordenó, esta vez sin francés: “arrástralo ante mi”.
Mire señora, le dije, esto le va a costar mucho más caro. La desgraciada se lo estaba tomando como algo personal, craso error, por eso le subí la tarifa, naturalmente aceptó, sin regatear. No me extraña, pensé, que se haya arruinado un par de veces, a los ricos de verdad, eso no les ocurre nunca, procuran robarte hasta los cabellos de tu cabeza calva.
Al poco tiempo recuperé casi todo el dinero y en el portamaletas de un auto robado le entregué a su “amigo” francés con la cara algo tumefacta y todo él un poco magullado. Lo estropeé un poquito, sólo cuatro bofetadas, aun podía dar de sí y servir a su ama. Tarea cumplida.
Años más tarde me los encontré en una recepción devorando canapés. Ella parecía no haber cambiado, era igual de mayor y estaba igual de delgada. El secretario en cambio sí lo había hecho, estaba diferente, había perdido su encanto varonil, cojeaba ostensiblemente y aunque muy bien vestido, sus ojeras, su sonrisa caída y su extraña voz aflautada, le conferían un aire de desamparo y de juguete roto. En aquella relación debía haber algo más turbio que el dinero, pensé. Ella se alegró mucho al verme, él parecía suplicarme socorro con sus ojos hundidos.
A veces los perros mandan en sus dueños, no era este el caso. La correa era corta y el perro estaba herido. Mal herido.
Yo había engordado y me embargaba esa quietud tormentosa que los cursis llaman melancolía. Al cabo de pocos días me visitó el secretario francés de la dama, quería contarme algo, pero ésta ya es otra historia.
viernes, 12 de septiembre de 2008
El peletero eunuco
30 Diciembre 2006
El sexo es un arma termonuclear, su poder consiste en no ser usada al descubrir que al activarse también conllevará inevitablemente la destrucción de aquél que sea tan irresponsable de utilizarla. Andy Warhol supo expresarlo de una manera magistralmente irónica cuando afirmó: “lo excitante es no hacerlo”.
El voto de castidad, la renuncia voluntaria u obligada al uso del sexo, ha sido a lo largo de la historia una de las formas habituales más duras y difíciles para ascender socialmente, adquirir poder, prestigio y respeto. Esta renuncia era adoptada por las clases más humildes que no tenían otro bien que dar a cambio que su sexo o su vida; de entre santos y mercenarios provienen los miembros de las órdenes militares y religiosas que empuñaban la espada junto con la sotana y el crucifijo, o simplemente los desarrapados curas-soldados dispuestos siempre a ponerse en primera línea de fuego, pistola en mano, mientras iban repartiendo bendiciones, disparando a quemarropa y dando la extremaunción a los moribundos. En España tenemos muchos ejemplos a lo largo de la historia de este cóctel mortífero hecho a base de castidad, santidad y muerte; nuestro siglo XIX y parte del XX fueron prolijos en sacerdotes mártires y verdugos, en la guerra contra el francés, en las guerras carlistas o en nuestra guerra civil. Con esa moneda de cambio muchas gentes pobres recibían instrucción, protección, techo, cama, comida y vestimenta. Sabiendo latín podían celebrar misa en la Catedral y en la Basílica y llegar a dar la comunión a los Reyes y a los Emperadores.
El celibato, la castración -incluso la voluntaria- o el desapego que produce la edad o la sabiduría, son sacrificios necesarios para poder acceder a la condición de ángel. Gabriel, Teresa, Francisco, Ignacio, Lawrence, Wittgenstein, Farinelli, o la secta rusa llamada “El Paraíso de las Palomas Blancas”, donde sus adeptos se castraban voluntariamente para lograr la pureza preciada y precipitada que anhelaban. El camino es y era abrupto y pedregoso, lleno de peligros y trampas, todos ellos lo sabían y aunque unas veces obligados, otras renuentes y muchas arrepentidos, aceptaron el reto. Incluso Lucifer dijo sí, aunque mintió, claro está.
Ángeles, diablos, santos, monjes y monjas, capitanes, niños, ancianos, héroes, filósofos, cantantes de ópera, vírgenes, locos y eunucos. Todos ellos libres de esa piedra que los demás llevamos colgada del cuello que, según ellos, nos impide muchas veces levantar la mirada y desafiar al mundo cara a cara. Saben que están hechos de otro material. Su carne no es carne y su sangre no es sangre. Aunque lloran, son orgullosos; aunque se afligen, son altivos. Su memoria es precisa, recuerdan cada uno de los días vividos y, aunque se apiadan, les cuesta mucho perdonar. Jamás olvidan. Están siempre un peldaño por encima de los demás. Muchos piensan que no son de este mundo y algunos, pobres tontos, se mofan de ellos. Hubo incluso aquellos que se convirtieron en espectáculo para las masas, como los castratti, ricos, admirados, alabados y queridos, excelsos querubines cantantes sin mancha. Otros comandaron ejércitos y mandaron sobre los hombres y también hubo aquellos que pensaron por todos los que no podían hacerlo. El sexo era una mácula que debía ser extirpada. Místicos, profetas, gurús, santones y obispos proclamaron la terrible buena nueva: si tu mano derecha te escandaliza, córtatela.
Ese ser, a veces transparente como el aire y a veces opaco como el plomo, es también un mártir que se deja devorar por los leones del circo. Su sacrificio es el de la víctima propiciatoria, gracias a ella todos los demás pueden seguir sobreviviendo y sus pecados ser perdonados. Su sacrificio también es el del silencio, el del que calla, el del que renuncia a la palabra, a la acción y se encierra en la clausura, se aparta de los hombres y busca la cueva en medio del desierto.
La tarea de guardar silencio es la más difícil de cumplir, es la más absoluta de las castraciones y ablaciones. Muy pocos se resisten a la tentación. Antes dejan de fornicar que de hablar. El silencio, más imposible que el vacío absoluto, es el hermano de la nada. El silencio, el más sutil de los conocimientos, el saber callado, mudo, pero ni sordo ni ciego. En ello las mujeres siempre han sido más hábiles y predispuestas, a pesar muchas veces de su incontinencia verbal. El sexo de las hembras se recluye en el interior de su cuerpo al contrario que los hombres que lo poseen externo y predispuesto a mostrarse. El sexo de las mujeres es un pozo de agua limpia, es una cueva oscura, profunda y húmeda que atraviesa la tierra hasta su mismo corazón. En él hay que ser reverente, devoto y mantenerse callado, embriagado en su aroma y sometido a su poder. Allí, en su seno, envuelto en su calor, no hay nada que decir. Como dijo uno de ellos, Wittgenstein, uno de los eunucos de corazón que no de genitales y que lloraba cada vez que se dejaba vencer por la tentación, “de aquello que no podemos hablar, es mejor callar”.
En nuestros días, el prestigio del sacrifico y la renuncia ha tomado otros caminos. La abstinencia sexual se considera ridícula; nuestros nuevos héroes circunvalan el planeta en velero y en solitario, escalan las cimas más altas y se hunden en las más profundas aguas sin oxígeno, y dan vueltas y vueltas a un circuito poniendo en peligro sus vidas.
El tercer sexo es el no sexo, la renuncia obligada, voluntaria o espontánea a su uso. Esa abstinencia nos hace pensar equivocadamente en la inocencia de los niños y en la inofensiva mirada de los ancianos. Nada más falso, ambos están cerca del Paraíso, unos aun lo recuerdan y los otros ya lo vislumbran. Esa es una circunstancia peligrosa y privilegiada, ignora los compromisos y alimenta los remordimientos, pero también predispone a la generosidad. Instalada en ella es tan fácil matar como dar tu vida a cambio.
miércoles, 10 de septiembre de 2008
El peletero/Mis cinco hombres
27 Diciembre 2006
En casa de mi tío era la reina, la dueña y la señora del castillo. Tenía mi propia habitación y llaves de la casa. Cuando mis padres me perdían, ya sabían donde encontrarme. Oficialmente hablando siempre fue mi segundo hogar, porque en realidad yo siempre lo consideré el primero, desde muy pequeña ya fue así. Aquella era mi casa y mi tío era mi pareja, en el sentido que era mi igual, mi doble. Yo mujer, él hombre, yo joven, él maduro, yo alumna, él maestro. Los dos estábamos hechos de la misma materia y los dos intuíamos las mismas cosas. Nunca me sentí tan segura y tan poderosa como cuando de muy niña me abandonaba en sus brazos y le robaba su olor en cada respiración. Él me perfumó, y con él aprendí a mirarme sin necesitar un espejo, sus ojos siempre fueron los míos. A su lado supe qué era no tener miedo y a su lado supe también que nadie me podía tocar. Sus esporádicas amigas y amantes también sabían lo que tenían que hacer cuando me veían entrar por la puerta: irse pronto, aquel reino tenía una reina muy celosa.
Todos mis amantes no entendieron jamás que yo les abandonara durante días o semanas sin dar explicaciones. Protestaban como niños mal criados, todos creían poseer algún derecho sobre mí y sobre mi tiempo. Todos menos uno. Fue el único que entendió que el placer que su sexo me proporcionaba desaparecía con una buena ducha de agua caliente. Tampoco hizo falta decirle dos veces, ni una, que aunque mis jadeos en la cama fuesen más altos y abundantes que los suyos, no significaba que mis carcajadas también lo fueran, todo lo contrario, yo siempre me he reído poco y en silencio. Por eso me gustaba verle sonreír con su carita de niño travieso. Por eso también decidí que fuera el padre de mi hijo. No podía permitir que cualquiera me robara esa sonrisa. Naturalmente le pedí permiso. Su respuesta fue un gesto premeditado y estudiado, imposible de describir, que acabó en un beso suyo y que yo acepté y devolví agradecida.
A mi padre le costó aceptar mi relación con su hermano y mi maternidad más o menos solitaria, pero el pobre hombre hizo el esfuerzo para comprenderlo. Siempre supo que el suyo era un papel de reparto, aunque naturalmente quería ser uno de los protagonistas. Lo fue cuando envejeció, cuando perdió el habla y la memoria, cuando ya no pudo controlar sus esfínteres. Entonces sí, entonces se convirtió en el personaje principal. Hasta que murió. Cuando dejó de ser dueño de sí mismo fue cuando lo amé. Hubiera matado por darle un recuerdo, aunque fuera falso, aunque no fuera suyo, aunque fuera pequeño, un recuerdo que conservara para siempre aquella sonrisa que se le formó en su boca sin dientes. La sonrisa más bonita del mundo.
Mi hijo fue mío hasta que él quiso. Demasiado pronto me dejó para irse con su padre. Fue algo que no me esperaba. A los hombres siempre los había escogido yo, ellos sólo asentían, aceptaban un hecho consumado. Mi hijo fue el primer hombre en dejarme, nunca creyó que tuviéramos algo que decirnos, buena educación y poco más, bueno, y también un poco de cariño. Su padre no era precisamente su amigo, ejercía de padre, lo cual no era ningún impedimento para tenerse absoluta confianza y una total lealtad.
A uno lo parí yo, otro me parió él a mí. A un tercero lo adopté y el cuarto fue él quien me adoptó. ¿Y el quinto?, al quinto lo maté. Bien, no exactamente, murió por mi culpa. Al menos eso es lo que siempre he pensado. Murió en un accidente de automóvil después de haber pasado casi toda la noche conmigo. Era ya muy tarde cuando le pedí que se fuera, todavía no había amanecido, era invierno, había llovido y las carreteras estaban heladas y, lo peor de todo, él era mucho mayor que yo. No debía conducir de noche aquel viejo auto que como él tampoco se resignaba a jubilarse. Yo era muy jovencita, pero sabía el riesgo que corría, lo sabía y dejé que se fuera. Ya empezaba a estar cansada de aquella relación con mi profesor. Sí, lo era, era uno de mis profesores y yo una de sus alumnas. De golpe, de repente, lo vi viejo, casi anciano. Me sorprendí a mi misma, ¿cómo podía haberme gustado un hombre así? Había que terminar aquella relación, rápido. Él se había enamorado de mí y eso era un engorro, una molestia. Sentía vergüenza. Había que echar lastre como fuera. Vete, sal de mi casa, le dije y lo pensé, juro que lo pensé, se va a matar. Y se mató.
Ellos han sido mis cinco hombres. Mis cinco mujeres merecen un relato aparte, una de ellas acaba de nacer, es mi nieta. Mi hijo dice que quiere ponerle mi nombre, debe tener remordimientos de conciencia por su desafección hacia mí, bien, que lo haga, me gusta, yo por mi parte procuraré ser una buena abuela, ya es hora que tenga una alumna. Le enseñaré cómo hay que tratar a los hombres. Es curioso, mi hijo, el único hombre que necesité de verdad, fue el único que me abandonó y ahora, al cabo de los años, regresa con mi nieta en brazos. Debo de haberme hecho vieja.
martes, 9 de septiembre de 2008
El peletero/La soga
23 Diciembre 2006
Imaginaros que estáis en la más absoluta oscuridad aferrados a una cuerda que cuelga, no sabéis lo larga que es por arriba, ni tampoco lo larga que es por abajo. Subir será agotador, bajar tal vez no lo sea tanto, pero ¿y si la cuerda se termina? Si permanecéis quietos no aguantaréis demasiado tiempo, ¿qué hacer entonces?
Quizás la cuerda llegue hasta el suelo o muy cerca de él ¿y si no es así? ¿y si después del final sólo hay un abismo pavoroso? Lo que es indudable es que sí ha de haber techo, la cuerda debe colgar de algo, en algún sitio ha de estar atada, ¿y si sólo lo está de una argolla clavada en un techo tan enorme y horizontal como larga es la cuerda?
No sabemos si hay suelo al final de la cuerda, pero sí sabemos que ha de haber techo. También sabemos que la cuerda por larga que sea ha de tener un final, pues ninguna podría aguantar su propio peso infinito y éste sería el que debería soportar si su longitud también lo fuese.
Sosteniéndonos con una sola mano, con la otra intentamos tirar de la cuerda hacia arriba, pero es inútil, no podemos porque pesa demasiado, seguramente debe ser muy larga. Sin embargo, si fuésemos bajando y realizásemos esta operación repetidas veces podríamos calcular la distancia que nos queda por descender hasta su final al ir notando como va disminuyendo su peso. Al llegar al extremo de la cuerda, si nuestra energía hubiera resistido el esfuerzo podríamos coger la punta, atarla a sí misma y construirnos con un lazo una especie de columpio o trapecio y de momento descansar en él. Después podríamos intentar balancearnos para tal vez topar con alguna pared y asirnos a ella si pudiéramos. ¿Pero en que dirección?, con esa oscuridad y sin brújula no sabríamos donde está el grado cero ni el noventa. Pero nuestro propio cuerpo nos podría servir, aun sabemos donde tenemos la nariz y la espalda, la derecha y la izquierda y también podemos gritar, lástima que ningún eco nos responda, porque si las paredes existen deben estar muy lejos. Además, si la cuerda también es muy larga no podremos ni siquiera balancearnos, pesamos demasiado poco para tanta longitud.
No nos quedará más remedio que volver a subir, pero la tarea nos parecerá titánica, imposible, no resistiremos y caeremos sin remisión al vacío. Podemos atarnos el extremo de la cuerda a la cintura a manera de seguro, pero por cada palmo que ascendamos mayor será el peso que deberemos cargar, al final no podremos seguir subiendo. Si tuviésemos un cuchillo cortaríamos la cuerda a tramos a medida que vamos ascendiendo, nos la volveríamos a atar, descansaríamos en nuestro columpio y luego proseguiríamos. Pero no tenemos ningún cuchillo. En cambio, sí que tenemos nuestros dientes, la cuerda no es maciza, como todas está hecha de hilos, muchos, muchísimos, pero hilos al fin y al cabo, si los vamos mordiendo uno a uno podremos cortar la cuerda. El trabajo será agotador, interminable, pero no hay otra solución, debemos intentarlo. Si al final y a pesar de todo conseguimos llegar arriba, tal vez nos encontremos con ese techo inabarcable, monstruoso, impenetrable. Seguiremos estando colgados de la cuerda, finalmente corta después de haberla mordido innumerables veces y casi sin dientes. Sentados en nuestro ridículo columpio nuestras manos alzadas tocarán algo más terrible que el abismo. No sabemos cuánto tiempo permaneceremos así, sin poder subir más, ni tampoco bajar. Pero lo que sí sabemos es que no nos dejaremos caer, no cederemos, resistiremos, algo se nos ocurrirá. Deberemos reposar, tranquilizarnos, cavilar hasta encontrar al fin una solución, debe de haberla, es absolutamente necesario. Pero para hallarla tendremos que descansar.
Nuestro columpio, como ya sabéis, es en realidad un simple lazo. Nos permite colocar en él los pies y así, de pie, poder descansar las manos. También podemos pasar las piernas a su través y estar como sentados. O bien, pasar todo el cuerpo excepto los brazos y, de esta forma, colgados de las axilas intentar dormir un poco.
Lo que no hemos probado todavía es a atarnos el lazo al cuello y dejar que todo el resto de nuestro cuerpo, torso, brazos y piernas cuelguen libres, tal vez así nos relajaríamos mejor. Aunque colgados, estaríamos como flotando, como si volásemos. Sí, lo probaremos, de esta forma quizás se nos ocurra alguna salida.
lunes, 8 de septiembre de 2008
El peletero/Le jeune Albert
20 de desembre de 2006
Només els nens que han viscut una postguerra en una
família humil, podran emocionar-se i somriure amb el petit Albert. També podran
fer-se seu el personatge tots aquells que han tingut el privilegi d'haver
conegut un món sense televisió, on l'electrodomèstic més sofisticat que hi
havia a la casa era una ràdio de vàlvules, amb ella s'accedia al món i a un nou
entreteniment. Gràcies a ella la música va començar a no ser ja un bé escàs.
Concursos, notícies i les novel·les radiades de centenars de capítols i tota la
família al voltant de la ràdio, deixant el sopar a mitges per escoltar el
capítol del dia, mentrestant, l'àvia, sorda, treballadora, despreocupada, i
pensant que ja havien sopat, retirava el menjar de la taula i es posava a
rentar els plats. En acabar l'audició tots tornaven per acabar de sopar i es
trobaven que s'havien quedat sense postres.
Malgrat els desastres viscuts, de la pobresa, de la fam,
dels morts enterrats de qualsevol manera i en qualsevol lloc i de les joventuts
mig perdudes, malgrat tot això, aquest era un món innocent i també ingenu.
Potser era així per la seva pobresa material, per la falta (escassetat) de
tantes coses. Aquest era un món on als nens se'ls banyava en gibrells i els
adults havien d'anar un cop per setmana als banys públics, al no tenir les
seves cases un lavabo en condicions. En aquest món hi havia també un tresor
gairebé tan important com les dobles sessions de cinema els diumenges a la
tarda, aquest tresor eren les novel·les gràfiques, els còmics, els tebeos, tot
un monument a la civilització i a la nostàlgia. Barat i humil.
"Le jeune
Albert" era belga, fill d'un dels millors artistes europeus, Yves Chaland, francès i lyonés,
mort prematurament molt jove als trenta-tres anys d'edat. Ell va ser un dels
que van renovar l'escola de còmic belga, agermanada amb la francesa i coneguda
amb un dels millors noms que alguna cosa o algú puguin tenir, "La Línia Clara".
Nom que per sí mateix només mereix tot un tractat i un homenatge, per la seva
precisió i poesia, dues circumstàncies que poques vegades trobem juntes.
El seu gran mestre va ser l'inigualable Hergé, pare del
irrepetible Tintin. Darrere d'ell i
al costat d'ell el van acompanyar un nombrós grup d'artistes, des del cèlebre
Morris i el seu justicier "Lucky
Luke", amb la seva cigarreta penjant sempre dels seus llavis i ara
obligat pels nous temps a convertir-se en exfumador, fins al divertidíssim i
moltes vegades càustic André Franquin i el seu insuperable Spirou,
nom que va donar lloc a una de les més importants i prestigioses revistes de
còmics de tot el món i que va servir després de model per a la francesa Pilote.
La llista seria i és interminable, l'atractiu i la influència de "La línia Clara" s'ha estès ja a la
resta del món sobrepassant el seu inicial reducte franc-belga. A Espanya hi ha
els alumnes més avantatjats i aplicats amb el valencià Daniel Torres i el
portentós català Max, un geni del dibuix.
Però Yves Chaland és més tendre i més entranyable, potser
per la seva joventut i la seva vida perdudes injusta i promptament. La claredat
i la llegibilitat del seu grafisme són exemples també clars i llegibles de tota
l'escola, caracteritzada per una pulcra neteja i una falsa senzillesa. En ella,
certament, res és senzill, tot, en canvi, està estudiat i és complex. La línia,
això sí, és l'instrument sempre adequat per ressaltar l'important, per destacar
els detalls necessaris, perquè el conjunt adquireixi significat i sentit. La
línia és la millor eina separadora, cada cosa al seu lloc, tot ordenat i sense
taques que el confonguin, ni amb la resta, ni amb el fons. Com un bon
naturalista, Chaland i els seus han estat sempre convençuts que ni la millor de
les fotografies pot competir mai amb el millor dels dibuixos. L'encant del seu
traç i la lluminositat dels seus colors recorden les estampes japoneses i les
miniatures medievals, falsament infantils i equivocadament ingènues, però
amables i amigables. Mirant i gaudint-ne sempre acabem recordant que alguna
cosa se'ns ha oblidat, no sabem mai què és, potser per això no parem de mirar i
remirar mil vegades aquests dibuixos, trobant en ells sempre coses noves.
"Le jeune
Albert" és un nen de la postguerra belga que és la postguerra de la
segona Guerra Mundial, a Brussel·les, Ostende o Anvers. És la pàtria de
Godofredo de Bouillon, un personatge de segona fila que va passar a la història en convertir-se en
un dels primers creuats que van anar a Terra Santa a la recerca de fortuna i de
perdó. Aquest és també el país que en aquests anys de postguerra ha d'abandonar
per donar-li la independència a la seva "gran finca particular", el
Congo, al cor de l'Àfrica, allà on el rei dels belgues, també anomenat Alberto,
va creure que podia, fer i desfer, robar i espoliar al seu gust. El Congo, on
es va refugiar durant anys, en plena selva i en el mateix "cor de les
tenebres", Kurtz, el boig, el rebel, el qual morint delira cridant a
l’horror, no sabem si per allunyar-lo o per acompanyar-lo. Bèlgica i el Congo,
on una monja amb la cara d'Audrey Hepburn troba i perd la seva vocació quan ha
de decidir què ha de fer amb els seus hàbits i amb l'ocupació nazi del seu
país. Bèlgica, on els seus camps supuren la sang de mil batalles de les mil
guerres que Europa ha patit i ha buscat. Bèlgica, més catòlica que luterana i
tan valona com flamenca, allà on Espanya es va dessagnar pel seu orgull
suïcida. Bèlgica també, on neix ara aquesta nova Europa, esforçada, menys boja,
més sàvia i molt més espantada. Bèlgica, a la qual sempre haurem d'agrair que
en lloc d'inventar el rellotge de cucut com van fer els suïssos, inventés
"La Línia Clara".
La vida del petit Albert no és fàcil. Els adults que
tenen cura d'ell, els seus pares, han de carregar pesos molt grans que gairebé
els aixafen a ells en moltes ocasions. Els seus companys, nens com ell, són
també supervivents, són amics i rivals, bons nois i éssers cruels. Despietats
quan la situació ho requereix i també burletes, egoistes i agres. Com ho és el
petit Albert, brivall i entremaliat. Tots ells a casa seva, al carrer i a
l'escola, enfront dels seus professors, la majoria d'ells majors, plens de
dubtes, desconcertats i enfadats, amb mal caràcter, amb el bigoti groc per
culpa del fum del tabac i les bates plenes de forats per culpa de la cendra mal
apagada i amb més d'un botó descosit i a punt de caure, el coll de la camisa
ras i brut i les sabates amb la sola gastada. L'abric vell i el barret passat
de moda. I els dits, aquests maleïts dits sempre enfangats de guix.
Aquest és el paisatge, al qual cal afegir l'esclat de
color dels quioscos on es venen les revistes gràfiques i els còmics. Cada
setmana esperant amb ànsia l'aparició del nou número. Cada setmana desitjant
saber com continuen les aventures del teu heroi preferit. Quina meravella
aquells dibuixos!, eren la catifa màgica amb la qual aconseguies viatjar per
tot el món. Eren el coet, la nau espacial que et transportava més enllà del
sol. Eren la porta oberta a la felicitat. El petit Albert, com tots els que vam
conèixer aquest món, va aconseguir traspassar-la. I allà es va quedar, la mort
del seu pare Chaland i amb ella la d'ell, el va atrapar de ple a la meitat de
l'aventura, allà segueix.
20 Diciembre 2006
Sólo los niños que han vivido una posguerra en una familia humilde, podrán emocionarse y sonreír con el pequeño Alberto. También podrán hacerse suyo el personaje todos aquellos que han tenido el privilegio de haber conocido un mundo sin televisión, donde el electrodoméstico más sofisticado que había en la casa era una radio de válvulas, con ella se accedía al mundo y a un nuevo entretenimiento. Gracias a ella la música empezó a no ser ya un bien escaso. Concursos, noticias y las novelas radiadas de cientos de capítulos y toda la familia alrededor de la radio, dejando la cena a medias para escuchar el capítulo del día, mientras tanto, la abuela, sorda, trabajadora, despreocupada, y pensando que ya habían cenado, retiraba la comida de la mesa y se ponía a lavar los platos. Al finalizar la audición todos regresaban para terminar de cenar y se encontraban que se habían quedado sin postre.
A pesar de los desastres vividos, de la pobreza, del hambre, de los muertos enterrados de cualquier manera y en cualquier lugar y de las juventudes medio perdidas, a pesar de todo ello, este era un mundo inocente y también ingenuo. Tal vez era así por su pobreza material, por la escasez de tantas cosas. Ese era un mundo donde a los niños se les bañaba en barreños y los adultos habían de ir una vez por semana a los baños públicos, al no tener sus casas un aseo en condiciones. En ese mundo había también un tesoro casi tan importante como las dobles sesiones de cine los domingos por la tarde, ese tesoro eran las novelas gráficas, los cómics, los tebeos, todo un monumento a la civilización y a la nostalgia. Barato y humilde.
“Le jeune Albert” era belga, hijo de uno de los mejores artistas europeos, Yves Chaland, francés y lyonés, muerto prematuramente muy joven a los treinta y tres años de edad. Él fue uno de los que renovaron la escuela de cómic belga, hermanada con la francesa y conocida con uno de los mejores nombres que algo o alguien puedan tener, “La Línea Clara”. Nombre que por si solo merece todo un tratado y un homenaje, por su precisión y poesía, dos circunstancias que pocas veces encontramos juntas.
Su gran maestro fue el inigualable Hergé, padre del irrepetible Tintin. Detrás de él y junto a él le acompañaron un numeroso grupo de artistas, desde el célebre Morris y su justiciero “Lucky Luke”, con su pitillo colgando siempre de sus labios y ahora obligado por los nuevos tiempos a convertirse en exfumador, hasta el desternillante y muchas veces caústico André Franquin y su insuperable Spirou, nombre que dio lugar a una de las más importantes y prestigiosas revistas de cómics de todo el mundo y que sirvió luego de modelo para la francesa Pilote. La lista sería y es interminable, el atractivo y la influencia de “La línea Clara” se ha extendido ya al resto del mundo sobrepasando su inicial reducto franco-belga. En España encontramos a los alumnos más aventajados y aplicados con el valenciano Daniel Torres y el portentoso catalán Max, un genio del dibujo.
Pero Yves Chaland es más tierno y más entrañable, tal vez por su juventud y su vida perdidas injusta y prontamente. La claridad y la legibilidad de su grafismo son ejemplos también claros y legibles de toda la escuela, caracterizada por una pulcra limpieza y una falsa sencillez. En ella, ciertamente, nada es sencillo, todo, en cambio, está estudiado y es complejo. La línea, eso sí, es el instrumento siempre adecuado para resaltar lo importante, para destacar los detalles necesarios, para que el conjunto adquiera significado y sentido. La línea es la mejor herramienta separadora, cada cosa en su sitio, todo ordenado y sin manchas que lo confundan, ni con el resto, ni con el fondo. Como un buen naturalista, Chaland y los suyos han estado siempre convencidos que ni la mejor de las fotografías puede competir jamás con el mejor de los dibujos. El encanto de su trazo y la luminosidad de sus colores recuerdan las estampas japonesas y las miniaturas medievales, falsamente infantiles y equivocadamente ingenuas, pero amables y amigables. Mirándolas y disfrutándolas siempre acabamos recordando que algo se nos ha olvidado, no sabemos nunca qué es, tal vez por eso no paramos de mirar y remirar mil veces esos dibujos, encontrando en ellos siempre cosas nuevas, olvidadas.
“Le jeune Albert” es un niño de la posguerra belga que es la posguerra de la segunda Guerra Mundial, en Bruselas, Ostende o Amberes. Es la patria de Godofredo de Bouillon, un segundón que pasó a la historia al convertirse en uno de los primeros cruzados que fueron a Tierra Santa en busca de fortuna y de perdón. Ese es también el país que en esos años de posguerra debe abandonar y darle la independencia a su “gran finca particular”, el Congo, en el corazón de África, allí donde el rey de los belgas, también llamado Alberto, creyó que podía, hacer y deshacer, robar y expoliar a su antojo. El Congo, donde se refugió durante años, en plena selva y en el mismo “corazón de las tinieblas”, Kurtz, el loco, el rebelde, el que muriéndose delira llamando al “horror”, no sabemos si para alejarlo o para acompañarlo. Bélgica y el Congo, donde una monja con el rostro de Audrey Hepburn encuentra y pierde su vocación cuando ha de decidir qué debe hacer con sus hábitos y con la ocupación nazi de su país. Bélgica, donde sus campos supuran la sangre de mil batallas de las mil guerras que Europa ha sufrido y ha buscado. Bélgica, más católica que luterana y tan valona como flamenca, allí donde España se desangró por su orgullo suicida. Bélgica también, donde nace ahora esa nueva Europa, esforzada, menos loca, más sabia y mucho más asustada. Bélgica, a la que siempre habremos de agradecer que en lugar de inventar el reloj de cuco como hicieron los suizos, inventara “La Línea Clara”.
La vida del pequeño Alberto no es fácil. Los adultos que cuidan de él, sus padres, deben cargar pesos muy grandes que casi los aplastan a ellos en muchas ocasiones. Sus compañeros, niños como él, son también supervivientes, son amigos y rivales, buenos muchachos y seres crueles. Despiadados cuando la situación lo requiere y también burlones, egoístas y agrios. Como lo es el pequeño Alberto, bribón y travieso. Todos ellos en sus casas, en la calle y en la escuela, frente a sus profesores, la mayoría de ellos mayores, llenos de dudas, desconcertados y enfadados, con mal carácter, con el bigote amarillo por culpa del humo del tabaco y las batas llenas de agujeros por culpa de la ceniza mal apagada y con más de un botón descosido y a punto de caer, el cuello de la camisa raído y sucio y los zapatos con la suela gastada. El abrigo viejo y el sombrero pasado de moda. Y los dedos, esos malditos dedos siempre embarrados de tiza.
Ese es el paisaje, al que hay que añadir el estallido de color de los kioscos donde se venden las revistas gráficas y los tebeos. Cada semana esperando con ansia la aparición del nuevo número. Cada semana deseando saber cómo continúan las aventuras de tu héroe preferido. ¡Qué maravilla aquellos dibujos!, eran la alfombra mágica con la que lograbas viajar por todo el mundo. Eran el cohete, la nave espacial que te transportaba más allá del sol. Eran la puerta abierta a la felicidad. El pequeño Alberto, como todos los que conocimos ese mundo, logró traspasarla. Y allí se quedó, la muerte de su padre Chaland y con ella la de él, lo atrapó de lleno en mitad de la aventura, allí sigue.
Nosotros, mientras podamos conservar nuestra memoria, sabremos que aun tenemos una oportunidad de acompañarle. Allí está, ¿no lo veis?, al otro lado nos espera. Tras esa puerta que siempre permanece abierta.
sábado, 6 de septiembre de 2008
El peletero/El dogo
16 Diciembre 2006
Cuando vi el anuncio en la prensa algo se puso a bailar dentro de mi cabeza. “Casa en Venta”, ponía el precio, la dirección y un teléfono de contacto. Inmediatamente cogí la escalera y bajé una caja de cartón del trastero. Allí guardaba las postales que a lo largo de los años había ido recibiendo. Empecé a buscar. Y la encontré. Efectivamente, la dirección era la misma, no estaba segura del número, la casa entonces debía ser también la misma.
Llamé al número de teléfono, era una agencia. Concerté una entrevista para el día siguiente a primera hora. Ahora voy a buscar las fotografías, me dije. También estaban en varias cajas de cartón, todas desordenadas. No hice nada más en todo el día que mirar aquellas viejas fotos. Había, mezcladas con otras, varias de la fachada, del salón, del jardín, de la piscina y de su pequeño gran bosquecillo de pinos y de todos aquellos que frecuentábamos la casa. Yo, mi amiga, sus hermanas, su madre, varias invitadas, amigas de unas y de otras y, naturalmente, la abuela. Ella era la única que no podía faltar. Aun la recuerdo, vestida de blanco, su largo cabello gris recogido en un moño, siempre con su bastón y asiendo con fuerza la correa de aquella enorme bestia, un blanco dogo argentino. Aunque podía andar, muchas veces se hacía empujar sentada en una silla de ruedas. Todas mujeres. El único macho que había, biológicamente hablando, era el perro, que mostraba con evidencia que no estaba castrado. En alguna de las fotografías también aparecía la criada. Una mujer tan mayor como la abuela que como ella casi nunca hablaba, pero que hacía todo el trabajo de la casa.
Llegué temprano, pero estacioné el automóvil un poco lejos, quería llegar andando, paseando. Todo estaba igual, pero abandonado, no había nadie en las calles llenas de hojas secas sin recoger. Las otras casas parecían vacías y en muchas de ellas había letreros de “En Venta”. Cuando llegase a la próxima esquina debía torcer a la derecha, entonces la vería. Soplaba viento, las hojas se arremolinaban en los pórticos oxidados, aquellos árboles hacía tiempo que no habían sido podados, sus ramas se balanceaban encima de mi cabeza como más arriba lo hacían unas nubes negras llenas de tormenta. Llegué a la esquina y torcí a la derecha.
Allí estaba la casa. Me asusté al verla, parecía una elefanta vieja sin sus cachorros. Digna, anciana y aun capaz de aplastarte con una sola de sus patas. Una de las ventanas del primer piso estaba abierta y también lo estaba la puerta principal. Entré.
La casa se hallaba en una zona residencial, en las afueras de un pequeño pueblo del interior, de clima templado en verano y no demasiado frío en invierno, ventoso en otoño y lluvioso en primavera. De lugar de moda hace ya muchos años, para veraneantes tranquilos y sus familias, había acabado convirtiéndose en lo que es hoy, una pequeña comunidad fantasma abandonada. La decadencia fue lenta al principio, para más tarde precipitarse en una caída libre. Su sitio fue ocupado rápidamente por las excitantes playas de aguas poco profundas que había unos cuantos kilómetros más allá.
De jovencita y durante algunos veranos fui una de las invitadas de la casa, gracias a mi relación con la hija menor que siempre insistía en que fuese a pasar unos días. Su madre había enviudado hacía muchos años, decía, aunque los números no me cuadraban nunca, a veces eran más, otras menos. Yo me callaba, nunca puse en evidencia aquella disparidad de edades y de años que no encajaban. Tampoco mencioné jamás la ausencia de fotografías del padre. Una vez pregunté por él, pero la respuesta fue tan evasiva que opté por callarme y no insistir.
Yo también era huérfana de padre, pero mis números sí que cuadraban, tanto como mi memoria. Esa coincidencia en nuestra orfandad fue tal vez la que hizo que mi amiga se fijase en mí. Por mi parte me seducía la extraña libertad y también la alegría que allí se respiraba. Era al mismo tiempo excitante y tranquilizador formar parte de aquella pequeña comunidad femenina. Me sentía más segura y confiada y al mismo tiempo también llena de curiosidad, aquellas mujeres parecían saber secretos a los que yo pronto podría acceder. A mi madre no le gustaba su amistad, desconfiaba de algo, pero no sabía de qué. ¿No hay ningún hombre?, me preguntaba. Eso no puede ser bueno, se respondía a sí misma. Pero mamá, nosotras estamos igual, y ¿tu?, dime, ¿por qué no te has vuelta a casar? Entonces se reía y me decía ¿y para qué quiero yo a un hombre?, no sirven para nada. Las dos acabábamos riendo juntas y diciendo alguna vulgaridad. Yo naturalmente no se lo contaba todo a mi madre. No le decía que muchas noches mi amiga se metía en mi cama, según parece muerta de miedo por algún trueno o por el ruido del viento que se colaba por alguna ventana; tampoco le decía que casi cada día nos bañábamos juntas y que desnudas nos mirábamos al espejo comparando nuestros pechos o cual de las dos tenía mas bello en el pubis. ¡Peluda!, me decía mi amiga. ¡Poca teta!, le respondía yo.
Cuando terminaba el verano todas regresábamos a la ciudad menos la abuela, ella se quedaba, siempre vivía allí, en aquella casa, con la única compañía del perro y de la criada silenciosa. Cuando terminaba el verano el pueblo perdía mucha población y el barrio residencial donde se hallaba la casa se quedaba completamente vacío, casi como lo está ahora. En esa soledad hibernada vivía la abuela el resto del año. La piscina se iba llenando de hojas secas y bichos muertos hasta el verano siguiente.
Ahora la piscina estaba vacía y sucia. En la parte más honda había un charco de agua negra. El resto estaba lleno de hierbas y musgo resbaladizo. ¡Eh!, grité, ¿hay alguien? Una cabeza se asomó por la ventana abierta. Era la chica que la agencia había mandado. Si tuviera dinero, la compraba yo, fue lo primero que me dijo. ¡Qué romántico!, todo esto parece estar lleno de fantasmas, ¿verdad? Por eso la quiero comprar, le respondí con una sonrisa. Se rió. Dígame, le pregunté, ¿quién es su propietario actual?
El dogo no se separaba jamás de la abuela. A los demás habitantes de la casa no les hacía el más mínimo caso. A mí me daba miedo. El animal parecía inofensivo, ausente y ensimismado, incluso sabio, pero sabíamos que una sola palabra de su ama era suficiente para ponerle en guardia. Ella afirmaba que le daba seguridad, que cuando se quedaba sola se sentía más protegida. Y también afirmaba con una media sonrisa que era “el hombre de la casa”. No iba desencaminada, fue al final de un verano, faltaba una semana para irnos y los días eran notoriamente más cortos. Entraron a robar. Era de noche y eran dos muchachos jóvenes, casi adolescentes. Todo sucedió en silencio, sin un solo ladrido. Los dos asaltantes no tuvieron ni tiempo de defenderse. Uno quedó tendido en la cocina, y al otro lo cazó cerca de la piscina. En la mano del que parecía más joven quedó la navaja sin abrir.
Todo en silencio hasta que el perro despertó a la abuela y ella a las demás. Todas se pusieron manos a la obra como si ya conocieran su papel de antemano. Mientras cogían picos y palas la madre de mi amiga se me acercó y me dijo: Puedes hacer dos cosas, o nos ayudas a enterrarlos y te callas para siempre o nos denuncias, tampoco será tan grave lo que nos pueda ocurrir, a estos desgraciados los ha matado el perro, no nosotras. Su voz no tenía matices, debes decidirlo ahora, así nos ahorraremos trabajo, afirmó. Estaba intentando pensar cuando ya oí los primeros golpes de pico. Yo me quedé muda. Como no decía nada, alguien puso en mis manos trapos y jabón; limpia la sangre, me ordenaron. ¿Por qué no llaman a la policía?, pregunté al fin, ¡Hay dos personas muertas!, ¿no les dan lástima? Podíamos haber sido nosotras las muertas querida… además, así es mucho más sencillo, me respondieron, ¿qué quieres?, ¿qué se lleven al perro y lo sacrifiquen? A mi dogo no, afirmó contundente la abuela desde un rincón, a mi dogo no lo mata nadie. El timbre de su voz era extraño y el perro, que hasta entonces parecía estar tranquilo, se puso muy tenso. ¿Qué decides?, me presionaron. Voy a limpiar la sangre, les respondí obediente. A la mañana siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad. Mis anfitrionas estaban igual de alegres y felices como siempre. Parecía que nada había ocurrido. Yo, por supuesto, hice la maleta y me fui. Jamás regresé, hasta hoy, muchos años después.
El propietario actual es un banco, me respondió la agente inmobiliaria, la mayoría de estas casas lo son. Quiebras, embargos, hipotecas impagadas, ya sabe, cosas así. Es una casa vieja pero tiene estilo, a su marido seguro que le gustará, me dijo con una vocecita inocente y mirando hacia otro lado. Yo no tengo marido preciosidad, estoy soltera, le respondí mirándola a los ojos. Se ruborizó.
Nos pusimos de acuerdo enseguida. A la mañana siguiente firmamos las arras y al cabo de un mes el notario nos recibió para escriturar la compra-venta. Al salir pasé por delante de una tienda de animales, entré y les encargué un cachorro de dogo argentino blanco y macho.
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