viernes, 26 de septiembre de 2008

El peletero/Le gigoló blessé



24 Enero 2007

Me llaman “El Gordo” y nunca me equivoco con las mujeres, siempre sé qué piensan y cual será su próximo paso. Pero con los hombres acierto pocas veces, me desconciertan y me sorprenden, nunca sé qué puedo esperar de ellos.

Muchos y sobre todo muchas, no comprenderán esa afirmación. Eso es así porque no frecuentan los burdeles. Yo sí, soy un cliente habitual y muy asiduo. Mi gordura me obliga a colocarme siempre debajo, las muchachas no quieren sucumbir aplastadas por mi mole, pero esa es otra historia que ahora no viene a cuento.

En los burdeles se compra y vende no sólo carne, ni únicamente placer. Se comercia con la vida y con aquellas cosas que atemperan su dolor. Las mujeres que en ellos trabajan satisfacen los deseos y caprichos de todos los que allí van a parar en busca de ese peculiar analgésico. Unas con profesionalidad, con placer otras, y la inmensa mayoría obligadas por la necesidad, el miedo o la codicia.

A mí no me importan sus necesidades financieras, tampoco el miedo que otros puedan causarles, ni mucho menos la codicia que corroe su corazón. No me importa nada de todo eso, no causa en mí ninguna clase de empatía, ni de simpatía, ni de antipatía. Ésos son sentimientos primarios, de animales hambrientos y asustados, nada más. El trabajo bien hecho que realizan en mi cuerpo deforme lo doy por supuesto, ya está descontado, es tan exigible como el dinero que me piden a cambio. Es una pura y simple permuta que no merece ningún otro comentario. El misterio no está en lo qué ellas me dan, ni el por qué me lo dan, eso es fácil de entender. El misterio está en lo qué yo y otros cómo yo, pedimos y por qué lo pedimos.

Todo el mundo afirma ser generoso, sin embargo el mercado del sexo ha sido próspero a lo largo de toda la historia de la humanidad. Si tal generosidad fuera cierta, nadie habría de suplicar esas migajas que se dan en los burdeles. El mal no está en ellos, el mal se encuentra en sus afueras, ellos sólo son modestos oasis en un desierto asesino.

Todo el mundo creía que el gigoló era él. Hombre, joven, fuerte, guapo y pobre. Ella, mucho mayor, más o menos rica, pechos flácidos, collares para disimular las arrugas de su cuello, ojos pintados para esconder las patas de gallo y sus manos atestadas de anillos para rellanar los huesos de sus dedos flacos. Todo el mundo lo creía y yo también. ¿Qué otra cosa podía ser? Yo mismo fui quien se encargó de cazarlo en su huida cuando intentó fugarse con el botín del chantaje que ella realizó, con mi estimable ayuda, a un viejo amante suyo. Yo fui quien lo buscó y, al encontrarle, arrastrarlo a sus pies, tal y como me lo había pedido.

Se asustó al verme, mi masa corporal no es inteligible a primera vista, se necesitan más de dos ojos para verla entera y más de dos segundos para “comprenderla”. En esos instantes de estupefacción siempre aprovecho para asestar el golpe, luego todo es más fácil.

Como medio hombre lo dejé de bruces ante ella y me fui. Ya no me interesaba qué podía suceder, yo había cumplido con mi trabajo.

Años más tarde, vino a veme a mi despacho después de un encuentro fortuito en una recepción con canapés en una galería de arte moderno. Uno de esos lugares donde la gente es estafada de una manera absolutamente legal y placentera por todas las partes implicadas. Vestía un traje de marca muy elegante, pero cojeaba y le temblaban las manos. Parecía que no se daba cuenta que la salsa de los mini bocadillos se le caía y le manchaba aquella magnífica chaqueta y de allí pasaba a derramarse goteando sobre sus magníficos zapatos de piel de serpiente. Era una lástima todo aquel estropicio. Ella, que lo acompañaba, tampoco se daba cuenta, sólo parecía hambrienta y no paraba de devorar todo lo que los camareros le ofrecían. A pesar de comer con gula, no se manchaba ni el vestido ni los zapatos, pero, en cambio, incluso a mí me dio asco ver sus manos llenas de anillos completamente sucias de grasa, y su pintura de labios corrida cómo si un jovencito inexperto la hubiera acabado de besar.

Pocos días después, él, llamó a mi puerta y me contó su vida.

Yo soy un delincuente profesional sin escrúpulos y de esa falta de escrúpulos es de lo que más orgulloso estoy. Es mi aguijón moral frente al que pocos pueden defenderse, su veneno tiene un antídoto difícil de encontrar. Sin embargo, o precisamente por eso, me convierto muchas veces en consejero sentimental, psicólogo, o sacerdote en su confesionario. Muchos necesitan conocer primero la consistencia del mal para poder tomar luego las decisiones adecuadas, y mis opiniones se parecen mucho a eso que las personas llaman “el mal”. Yo no sé si mis consejos son el mal, lo que sí sé es que sólo pretendo que sean la verdad. Aquel pobre hombre, joven todavía y muy bien vestido, había venido a mí para pedirme ayuda.

No voy a rebelar sus secretos, ni sus miserias. No voy a contar cómo ella lo rescató con sólo trece años de la miseria y la soledad, cómo lo lavó, cómo lo vistió y le enseñó a caminar y a hablar, cómo le dio un nombre. Tampoco contaré cómo consiguió esa mujer enseñarle a usar las manos, ni mucho menos qué habilidad manifestó para amaestrarle los ojos. Cuándo han de permanecer cerrados y cuándo han de mirar qué o a quién sin ser vistos que miran; o todo lo contrario, que todos sepan que están mirando y con qué intención. No diré nada sobre todo eso y ni mucho menos cómo ambos fueron a parar a la misma casa, a compartir la misma habitación y a dormir en la misma cama. ¿Queréis pues que os hable de su amor?, ¿queréis que os cuente cómo dejaron de amarse? ¿He de contaros que ella, al ver envejecer su cuerpo de mujer, empezó a delirar? ¿Que a cada arruga en sus labios aparecía otra en sus ojos? ¿Que dejó de mirar de frente y a no cerrarlos mientras besaba? ¿Necesitáis que os cuente todo eso? ¿Os gustaría estar presentes en sus juegos de cama frustrados y fracasados? Os morís de ganas por verla llorar y gritar, ¿verdad? ¿Y él?, ¿lloraba también?, ¿la engañó con otras mujeres más jóvenes?, ¿o harto de todas ellas quiso convertirse en un homosexual? Hay muchos hombres y muchas mujeres que lo hacen, acaban siendo homosexuales sólo por puro hartazgo del otro sexo.

¿Por qué le robó el dinero y trató de huir de ella? Cuando yo lo encontré en un pequeño motel de carretera estaba solo y únicamente le di un par de bofetadas y cuatro patadas en el hígado, nada más. ¿Entonces, por qué se le ve tan acabado?, ¿por qué le tiemblan las manos?, ¿por qué esas ojeras?, ¿por qué se le escapa ese pequeño hilillo de saliva por entre la comisura de sus labios?

Tal vez queráis que desvele todos esos interrogantes, pero no lo voy hacer. Yo no tengo escrúpulos, pero tengo mis normas que siempre respeto. Pura disciplina. De todas maneras, si creéis que tenéis algo que contarme, pedirme o proponerme, mi número de teléfono es el siguiente: 5555000. Preguntad por “El Gordo”.

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