miércoles, 19 de noviembre de 2008
El peletero/La Puerta del Cielo
16 Mayo 2007
Thessaloniki tiene un bonito centro urbano, un pequeño ensanche a la barcelonesa, una cuadrícula modesta y una torre vigía que recuerda a la sevillana Torre del Oro. Ellos llaman a la suya La Torre Blanca. Desde ella arranca la extraordinaria corniche, larga y desmesurada, una de las mejores del Mediterráneo, más contundente y rotunda que su vecina y rival, la sinuosa Alejandría.
La corniche además de larga es también ancha y espaciosa, y la bordea una vía de salida, infernal y dolorosamente ruidosa.
A su espalda, la persigue una calle paralela, tan larga como ella. Una calle vulgar, de comercios baratos y raras mansiones decrépitas, destartaladas y ruinosas, viejos caserones que albergaron un esplendor efímero y siempre triste. Joyas que lo fueron pero que ya no. Excepto para según quien.
Aquí, en Thessaloniki el mar es gris y siempre está agitado y nervioso. Es un mar de color plata, metálico y dulce y delicadamente ventoso. Nostálgico. El griego es encrespado y llora rápido y fácil. El griego es sentimental, es un poeta.
Dando la bienvenida, se levanta, muy cerca de La Torre Blanca, la mole del Makedonia Palace, un imponente hotel que tiene en sus méritos cocinar una más que aceptable sopa de cebolla, tener unas enormes habitaciones prometedoras y una inmejorable vista al mar Egeo. Son también hermosas y extravagantes sus varias y grandes piscinas vacías, en invierno y en verano. Siempre desocupadas de bañistas y por supuesto de agua.
Desconciertan igualmente sus asombrosos y monumentales salones inutilizados, perpetuamente en desuso, casi abandonados. Limpios, sin una mota de polvo, decorados con amplios sofás y enormes lámparas y formidables cortinas grises, grises como el mar, colgando de altísimos techos, lejanos y lisos.
Me gustaba sentarme en una de aquellas butacas de telas de color beige que los adornaban, confortables y solitarias y contemplar el mármol blanco de su suelo. Grecia está llena de mármol como lleno está el desierto de arena. Grecia es de color blanco, Grecia es blanca y beige. El beige del polvo que se ha ido acumulando en los zapatos de los griegos.
Me gustaba la desolación de aquellos salones, su vacío y su silencio. Eran los tres tan desmesurados que simulaban perfectamente la muerte y el abandono. Me gustaba sentirme muerto, era una manera mejor de soñar, y yo necesitaba soñar.
Tan extraña ha sido la noche que parecía como si el pelo se erizara en mi cabeza. Desde la puesta del sol he soñado que mujeres risueñas, o tímidas, o locas, con susurro de encaje o género sedoso, subían mi crujiente escalera. Habían leído todo cuanto rimé de aquella cosa monstruosa que es el amor devuelto mas no correspondido. Se pararon en la puerta y también se detuvieron entre mi gran atril de madera y el fuego hasta que pude oír latir sus corazones: una es una ramera, y otra una niña que jamás miró a un hombre con deseo, la otra puede que sea una reina.
Presencias. William B. Yeats
Y después de soñar debía cumplir una tarea difícil. Ser juez y parte, y ambas cosas casan mal.
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Elegí bien el escenario. La cité en el Hotel y en la habitación esperé a que me anunciaran desde la Recepción su llegada. Cuando lo hicieron, bajé a recibirla.
No nos conocíamos, nunca nos habíamos visto ni ella llevaba ningún letrero, pero yo tenía un buen dossier suyo con muchas fotografías, la reconocí enseguida.
Nos saludamos cortésmente y la invité a que me acompañará a uno de aquellos inmensos y vacíos salones. Nos sentamos en unas de sus butacas color beige donde una gran y alargada mesa de centro nos separaba, cada uno en un extremo.
Antes de seguir he de aclarar que aquella era una entrevista de trabajo. Mejor dicho, aquella mujer solicitaba ocupar un puesto de responsabilidad en nuestra empresa y yo debía evaluarla y saber si era una persona adecuada para nosotros.
Lo habitual, la norma que se sigue en estos casos es que debíamos haberla entrevistado en una de nuestras propias oficinas, y pedirle que “viniera”. Pero no, fuimos nosotros, yo en este caso, los que nos desplazamos hasta su ciudad, donde nuestra candidata vivía. Es necesario aclarar también que nuestra empresa no era griega.
Eran las nueve de la mañana y las cortinas estaban abiertas. La luz era tan blanca como blanco era el suelo de mármol. Rebotaba en él.
No le pregunté si quería tomar algo, un café, un té, un refresco o simplemente agua fresca. No, no se lo pregunté. Lo que hice fue sacar una hoja de papel en blanco, depositarlo ceremoniosamente encima de la mesa, al lado de un lápiz y una goma de borrar, ambos por estrenar. Y le hice la primera pregunta.
¿Cree usted en el Amor?
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Thessaloniki siempre había sido para mí una ciudad de paso, nunca hice amistades importantes ni duraderas, sin embargo llegué a conocerla bien.
A pocos kilómetros de ella, en dirección al Este, se encuentra el Monte Athos, donde incluso las moscas son del género masculino. Gracias a Dimitri y a sus influencias, pues su padre era sacerdote, pude pasarme allí como invitado, invitado pagando, claro, un mes entero en uno de sus monasterios, haciendo la vida de los monjes, sus horarios, rezando con ellos y comiendo lo que comían. Fue uno de los mejores meses de mi vida.
Pero aquellos monjes se iban a dormir demasiado temprano. Por las noches me escapaba y bajaba hasta el mar para bañarme desnudo.
A la mañana siguiente me moría de sueño. Entre rezo y rezo cabeceaba. En la siesta soñaba con los Iconos que adornaban la Iglesia y entre aquellos rostros se me aparecía el de mi amiga Verónica sonriéndome cariñosa. Ella también debía de estar bañándose desnuda en algún mar lejano, azul o blanco, aunque seguro que no sola.
Antes de la cena los monjes cantaban a coro. Era hermoso oírlos. Aquellos monjes barbudos cantaban cosas maravillosas que a buen seguro Dios o alguna virgen debían oír. Y agradecer.
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UNA CANCION PARA BEBER
El vino entra en la boca
Y el amor entra en los ojos;
Es todo lo que en verdad conocemos
Antes de que envejezcamos y muramos.
Llevo el vaso a mi boca,
Y te miro y te suspiro.
William B. Yeats.
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