jueves, 8 de abril de 2010

El peletero/Los cocodrilos del alba (y 10)


11 Diciembre 2009

Las sirenas misticotas.

Siempre ha existido una relación simbólica entre los peces y los seres humanos, ellos pueblan el cielo de remolinos y nosotros el suelo de cadáveres. Entre unos y otros parece haber una extraña simbiosis, una peculiar asociación que ninguno de los dos puede ni desea evitar.

Las antiguas sirenas tenían nombres exclusivos y muy poco seductores para hombres y peces. Se llamaban Pakicetus y Zeuglodon, Aulophyseter y Prosqualodon. Altivas y fieras, estas magníficas bestias, consiguieron llenar los fondos de pecios rendidos y las playas de cuerpos varados y desarbolados.

Por los mares de otros tiempos algunas de ellas navegaron conmigo. Tenían poderosos encantos y practicaban eficaces hechizos a los que yo continuamente me sometía por necesidad y placer.

Frecuenté, disfruté y sufrí a muchas, pero de entre todas, tan espectaculares y soberbias, siempre preferí a una sirena pequeña y modesta que ostentaba una aleta diminuta en su larga espalda gris de piel fría, se llamaba Cetotherium, pero todo el mundo la conocía por Merceditas.

Era una sirena misticota, una que no poseía dientes porque no los necesitaba, en lugar de morder succionaba todo lo que encontraba, fueran gambas o medusas, moluscos o caballitos de mar.

Me gustaba besar su boca desnuda, tierna y desdentada, en ella mi lengua, como si fuera el tentáculo de un calamar, se entretenía con sus encías rosadas, suaves y movedizas, deslizantes, de lado a lado, y de delante atrás.

Siempre sonreía, igual que lo hace una mujer, pero sólo era una sirena, una simple ninfa marina con sus escamas bien dispuestas y alineadas, y sus senos desnudos, ofrecidos y fríos.

Tenía todos los atributos que dicen deben tener las de su especie, torso de mujer y, de cintura para bajo, una plateada y verdinegra cola de pez. Poseía también una bella voz de ballena viajera y presumía igualmente de un profundo perfume a sal.

Con ella el mar siempre se agitaba, se encrespaba sin llegar nunca a convertirse en tempestad.

Cuando la amaba llovía y el fondo se oscurecía, y desde algún lugar recóndito y secreto soplaba un viento inexistente que ondeaba sus cabellos eternamente encrespados, negros y blancos como los caminos y las estelas del mar.

Igual que todas las demás fue la más hermosa que conocí en aquellos mares antiguos de simas inalcanzables, donde nunca tocabas fondo ni terminabas de nacer.