miércoles, 24 de diciembre de 2008

El peletero/La muerte



21 Julio 2007

Ludwig Wittgenstein afirmaba que la muerte no es una experiencia que forme parte de la vida.

La fotografía que encabeza estas líneas nos muestra tres cadáveres, el de un hombre y el de dos mujeres, que supuestamente se han quitado la vida.

Es conveniente arriesgarse y repetir aquello que el pintor Roberto Longo afirma: que la fotografía siempre nos habla del pasado, a diferencia de la pintura que lo hace del presente.

La razón de ello tiene que ver con la intensidad o el grado de verosimilitud que cada una de ellas es capaz de aportarnos. Y ello naturalmente depende de la técnica, de la diferente artificiosidad que estos dos artilugios necesitan para relatar la realidad y su devenir.

Lo que nos ofrece una caja oscura es más verosímil que una mano, por muy hábiles que sean sus dedos al utilizar el pincel. Las cosas que nos cuenta una fotografía sucedieron en un pasado, en cambio, lo que nos cuenta una pintura está sucediendo en este mismo instante. No importa la fecha de su ejecución.

El paso del tiempo nos aporta claridad, o dicho al revés, cuanto más cerca estamos de lo verosímil más lejos estamos del presente. Al igual que la luz, mirar más lejos siempre es mirar más atrás. Lo que vemos jamás ocurre, siempre ocurrió. O dicho también al revés, lo que ocurre no puede ser visto. Por eso, lo verosímil, que no la verdad, es inversamente proporcional al tiempo.

La muerte sí que es verdadera, aunque pueda parecer inverosímil. En todo caso lo que forma parte de la vida es el morir, que evidentemente tiene mucho más que ver con el estar vivo que con el estar muerto.

Pero lo que no podemos negar es que eso que llamamos muerte cambia el orden de las cosas vivas. Las cambia de sitio, las descoloca de una manera irreversible y definitiva.

Ése no es ningún cambio de orden moral y sí meramente físico. Y sin duda estético también. Algo que tiene que ver con las proporciones que las cosas mantienen con el espacio y con el tiempo.

Es la elegancia del estar y del ser, del saber mirar y del saber escuchar. Y saber recordar no tanto el cuánto, sino el cómo y el qué. De ello dependerá nuestra salud, la mental y la otra, pues no en balde el suicidio es eso, una muy personal relación con el tiempo. En este caso, con “todo” el tiempo, el pasado, el presente y también, por difícil que pueda parecer, el tiempo futuro.

Después del fin del tiempo, solamente manda el espacio, de ahí las grotescas posturas de los cadáveres. De unos cuerpos que nunca han sido pensados para llegar a esa situación. La muerte es algo que acontece, pero que nadie la tenía prevista, no estaba en el plan original. Es quizás el resultado de un error irreparable. Es un defecto de diseño.

En la fotografía de los tres cadáveres el reloj parece señalar la una y cuarenta y cinco minutos del mediodía. La claridad que atraviesa las ventanas puede ser una confirmación.

Excepto en algunas de las cosas que vemos esparcidas por el suelo, como en la parte derecha inferior de la imagen y en el lado izquierdo del sofá, el resto del despacho parece estar bastante bien ordenado. Por la indumentaria y el mobiliario, seguramente es el de algún funcionario nazi, que junto con dos de sus colegas o secretarias, ha decidido suicidarse.

Esa también parece una muerte burocratizada donde los cuerpos no han terminado de estar desplazados del todo. Han tenido tiempo de pensar en su aspecto postrero y mostrar lo mejor de su morir.

Su mentalidad de siervos ha querido revestir la escena de asepsia familiar. No parece ni un hospital, ni un despacho siquiera, y sí parece, el salón de su propia casa. Casi podemos distinguir el polvo de los muebles y la suciedad en los rincones. Los cristales por limpiar y esa luz demasiado blanca, de sábana para un sudario.

La ropa mal lavada y peor planchada. Las uñas sucias y mal recortadas. Y las suelas de los zapatos todavía por gastar, pues los tres no parecían tener aspecto de andar demasiado.

La muerte de esos funcionarios nazis es tan atroz y tan gris como el mismo color de la fotografía que nos los muestra. No han querido ceder al espectáculo de la sangre, no han querido teñir el paisaje de rojo. El veneno que han ingerido, fuese lo que fuese, sin duda era también de color blanco.

Pero su fracaso es evidente. Las peores muertes son ésas, las asépticas, las desprovistas de épica, ni siquiera de la épica que se necesita para luchar contra la enfermedad. Incluso ellos que querían refundar Europa en los principios de una nueva moral, acabaron, en cambio, malbaratando para siempre un bello emblema universal, la cruz gamada, la “esvástica”, ese sencillo, antiguo símbolo solar de paz, que en sánscrito significa: “está bien” o “bien estar”.

Aquella fuerza que debía ser la formidable “voluntad de poder” y que había de conseguir transformar el mundo, acabó llenándolo de fosas repletas de cadáveres, amontonados, acumulados, sin rostro ni nombre, mera carne. Nada.

Es necesario resaltar, que una fotografía –y una pintura también- es todo lo que hay, nada más. No hay más que aquello que se puede ver, aunque todo eso que se ve trascienda a la misma fotografía.

¿Por qué?

Porque su significado siempre está fuera de ella.

¿Dónde?

En el relato.

Esos tres cadáveres de la fotografía, al mantener todavía una cierta dignidad hacen más evidente todavía su mera inercia, eso que solamente tienen los cuerpos inanimados.

Esa inercia es el truco.

Es el resultado de un mal número de ilusionismo.

La muerte es eso, el truco. La inercia de la vida. La vida inerte.

El truco desvelado.

Cuando ya todo pierde interés.