viernes, 29 de agosto de 2008

El peletero/Una vida interesante



2 Diciembre 2006

Aquella puerta chirriaba, era la que daba al balcón. El chirrido debía ser lo suficientemente fuerte para que la vecina lo oyera. Así, cuando yo salía a tomar el aire o el fresco, no tardaba ella en aparecer en el balcón de al lado. Sonriente, simpática, con ganas de conversar y con una batita muy corta, medio transparente y a medio abrochar, puesta deprisa y corriendo, diciéndome sin decirlo que dentro de casa iba sin ella. Era mucho mayor que yo y estaba engordando.

Al verla, el fresco se transformaba en bochorno y el aire en una sopa espesa, difícil de tragar. Yo procuraba disimular el rubor y la subida de mi temperatura corporal, pero las gotas de sudor me delataban y mi tartamudeo me traicionaba. Lo peor era mi casi silencio, no sabía que decirle, yo era sólo un niño, aunque ella tampoco es que hablase mucho. Eso sí, me miraba y no paraba de sonreír. El encanto se esfumaba cuando aparecía su monito chillón, se le subía encima, agarrándosele a los cabellos y a la bata sin parar de gritar como un animal rabioso, ella reía y dejaba hacer. Todo este espectáculo me dejaba confundido y mareado.

El monito no era el único animal que tenía en casa, aunque parecía que era el rey, aquel simio estaba a punto de ver como se instauraba la república, porque el montón de gatos que convivían con él le disputaban la primacía y a veces incluso la vida. El pobre animal vivía atemorizado ante tanto felino. Los lugares más seguros de la casa eran su jaula y los brazos de su dulce y cariñosa ama.

Era modista, hacía vestidos y arreglaba otros, así se sacaba un dinero extra. Su marido paraba poco en casa, según decían viajaba mucho por medio país, regresaba durante el fin de semana y el lunes ya se volvía a marchar. A veces coincidíamos de buena mañana los dos en la escalera, yo para ir al colegio y él para ir a no sé donde. Era alto, fuerte y siempre hacía cara de tener pocos amigos.

A pesar de haberle sido fiel durante muchos años a su modista, un buen día a mi madre se le ocurrió hacerse un nuevo vestido y pensó en la simpática vecina.

Enseguida supe que aquello no acabaría bien para mí. Las dos se hicieron pronto muy amigas. Cada tarde se preparaban unas meriendas muy abundantes, pastelitos, galletas, chocolate, batidos. Cuando yo llegaba de la escuela me encontraba con todo aquel banquete. La vecina me hacía sentar en sus rodillas, y eso que yo ya tenía once años y medio, pero quieras que no, allí me tenía, apretado contra su pecho. Come, come, insistían las dos. Yo comía lo que podía, se me llenaban los labios de nata y crema y ella me los limpiaba con su pañuelo mientras me daba besos y me apretujaba. A mi me faltaba la respiración y me moría de calor. Tenía un olor raro, allí se mezclaban el perfume, el sudor y algo más que no supe adivinar. Mi madre reía mientras comía pasteles, pero yo, enseguida que podía me desembarazaba de ella y me iba corriendo al lavabo, y allí me quedaba un buen rato.

¿Qué haces tanto tiempo en el lavabo?, me gritaba mi madre, venga sal, que nuestra vecina se va, dile adiós. La muy desvergonzada me daba un beso en todos los morros delante de mi madre que no paraba de reír, pero es que además la vecina también pinchaba, caramba. Cuando se había ido, yo volvía al lavabo. ¿Otra vez?, me decía mi madre. Es que son los pastelillos que no me han sentado bien, le respondía yo.

Un día pasó lo que yo me temía. Vete a casa de la vecina a buscar la falda, me ordenó mi madre, ya la tiene lista. Llamé al timbre atemorizado, el corazón me daba brincos en el pecho. Allí la tenía, con su batita medio transparente y medio abrochada, ¡debajo no llevaba casi nada!, sólo unas braguitas también transparentes, ¡se le veía… todo! Tragué saliva. Pasa, pasa, me dijo. La casa apestaba a orines de gato y a otra cosa.

Tenía la falda de mi madre encima de la mesa del comedor, yo fui a cogerla cuando me dijo, mira, este pantalón es para ti. ¿Qué? Sácate el que llevas que te lo probaré. ¿Qué?, ¿qué hago?, me dije, ¡me quedaré en calzoncillos! Antes de decidirme, ella ya estaba desabrochándome los botones de la bragueta. Sí, me quedé en calzoncillos delante de aquella gorda con bigote y semidesnuda. Me tuve que probar los pantalones, ella iba poniendo agujas aquí y allá. Seguro que me pincha, pensé. Ahora quítatelos, ahora póntelos otra vez. Mientras tanto el mono no paraba de chillar y dar saltos y volteretas dentro de su jaula asquerosa. A la mínima oportunidad me escapé y me fui corriendo a mi casa a meterme en el lavabo.

Un día oímos gritar y llorar a nuestra vecina. Mi madre fue a ver que ocurría, al entrar se encontró con otro banquete, los gatos estaban devorando al monito, ni los escobazos que les daba la vecina podían ahuyentarlos. Sangre por toda la casa y restos del festín esparcidos por aquí y por allá. La pobre mujer recibió también su buena dosis de arañazos y mordiscos. Aquel fin de semana fue terrible, más gritos, más lloros y más golpes. El marido se estaba cargando a los gatos a cuchillazos. Aquello fue una masacre. El lunes se fueron los dos sin despedirse. A los pocos días vinieron los de las mudanzas y después los de la desinfección y limpieza. Yo me quedé sin mis pantalones.

Ha pasado ya un tiempo y me he hecho mayor, ya tengo trece años. Ahora en el piso de al lado vive un matrimonio con una hija un poco más joven que yo. Es muy simpática y muy guapa. Yo he empezado a hacer una colección de insectos y mariposas muertas, clavadas con agujas a un corcho, o dentro de botellitas con formol, a ella le gustan mucho y yo se las enseño mientras su madre nos prepara la merienda. Como es verano todos llevamos poca ropa, su madre también, sus brazos y hombros desnudos muestran, cuando los levanta, unas axilas sin depilar, húmedas y oscuras.

jueves, 28 de agosto de 2008

El peletero/Bella Lugosi



29 Noviembre 2006

A Ed Wood le cabe el honor y el mérito de ser considerado el peor director de la historia del cine. Sin embargo, dirigió una de las escenas más ingenuas, conmovedoras y extrañamente poéticas que se hayan podido realizar, a pesar de su tosquedad. Estos pocos metros de celuloide se encuentran al principio de su película “Plan 9 from Outer Space”, su peor película. Es una escena de cine mudo si uno consigue extraerse de la estúpida voz en off de su director. En ella, su único protagonista es el húngaro Bella Lugosi. La cámara permanece casi fija, oscilante, con una leve panorámica hacia la izquierda y con unos pocos cortes innecesarios.

Las imágenes nos muestran en blanco y negro a Bella Lugosi salir de su residencia, con sombrero, bastón y vestido con un abrigo largo y una capa corta, todo negro. Es tan alto como la casa prefabricada, o ésta es tan minúscula que a su lado parece una casa de muñecas. Lentamente se acerca a unas plantas que hay en su ralo y escuálido jardín, a su derecha, frente al pórtico y que albergan unas pocas flores. Arranca una de ellas y la huele, se da media vuelta y la flor se le cae de entre los dedos en un ademán de desaliento. Al darse cuenta, no la recoge del suelo, esconde los ojos tras esa misma mano en un gesto de aflicción. Con la misma parsimonia abandona el encuadre para no aparecer más, ni en la película ni en la vida. Eso es todo, la escena apenas dura no más de un par de minutos. Al cabo de unos días, el 16 de agosto de 1956, Bella Lugosi moría de un ataque al corazón.

La bondad, la verdad y el simbolismo de esta escena residen en la sencillez de su ejecución, en la pobreza de medios y en la simpleza estética narrada, más las circunstancias que nadie ve y que se esconden detrás de cada uno de los pocos fotogramas que componen este humilde poema visual, incrustado, casi sin querer, casi por casualidad, en una horrenda y ridícula película de terror.

Bella Lugosi hace ya tiempo que es un morfinómano y hace ya tiempo también que es un anciano solitario y enfermo. La admiración y la devoción desmesurada que por él siente Ed Wood, lo reconfortan y el entusiasmo infantil de ese director empujan al olvidado Bella Lugosi hacia la que cree es su última oportunidad. A ella se agarra el pobre vampiro que ya empieza a ver como se acerca la luz que lo matará. Por eso se le escapa la flor de entre los dedos blancos y por eso también esconde o se tapa los ojos, ocultándolos de esa luz asesina que lo espera al otro lado.

Ed Wood filmó a su actor preferido con un blanco y negro mortecino, sin proponérselo, o quizás sí, consiguió el gris adecuado para una escena muda que convierte a los espectadores en sordos y a los personajes en flores muertas.

¿Qué pena embargaba a Bella Lugosi al ver su flor en el suelo? Para saberlo habremos de traspasar esa línea invisible. Pero al menos ahora ya sabemos, gracias al peor director de cine de todos los tiempos, qué clase de luz ilumina el otro lado. Drácula y los ángeles existen.

martes, 26 de agosto de 2008

El peletero en la torre



26 Noviembre 2006

La soberbia es una torre que atraviesa el cielo como la luz de una antorcha. En ella se guarda un cofre con todos los secretos del mundo. La llave de este cofre pende del cinto de un anciano desmemoriado.

Con toda la modestia que lo define frente a otros instrumentos artísticos, mucho más potentes y con más prestigio, el cómic, con su encanto sencillo, nos abre él también las puertas a misterios tan profundos como los mismísimos cimientos de Babel. En el “comic book” que escribió Benoit Peeters y dibujó François Schuiten, titulado “La Torre”, se nos muestra cómo uno de los encargados del mantenimiento y conservación de una gigantesca construcción, que se eleva imperturbable hacia los cielos, ha quedado incomunicado y aislado. Este obrero, que allí vive solo en una pequeña cabaña entre enormes muros de piedra, preocupado exclusivamente en su labor de vigilancia y reparación, llega a perder el contacto que periódicamente establecía con sus otros compañeros y superiores. Ellos están también distribuidos en otras zonas de La Torre y con el mismo deber que él, evitar que se deteriore y colapse.

Hace ya demasiados meses que no recibe respuestas a los mensajes que envía a través de palomas, esperando ánimos o alguna orden. Aislado en su zona de trabajo malvive como un náufrago perdido en un mar de piedras, arcos, bóvedas, contrafuertes, túneles, escaleras, rampas y arbotantes. Tanto tiempo hace que no tiene contacto con nadie que decide abandonar su puesto de vigía y marcharse. Todos los indicios señalan de forma inquietante que los demás se han ido, no tiene más remedio que abandonar su puesto, se dice después de mucho dudar. ¿Habrá que regresar?, supone. Pero regresar ¿a dónde?, no lo sabe. La Torre es su casa, toda su vida ha vivido en ella, reparándola y cuidándola y antes que él su padre y el padre de su padre. No puede imaginar otra lugar que ella. No existe nada fuera de ella. Su horizonte se ha vaciado.

Lentamente va descendiendo. Piedras y solamente piedras va encontrando. La Torre es un mundo completo, sino es ya “Todo el Mundo”. Seres extraños y solitarios habitan rincones de la mole, ajenos al Orden que la construyó y la administraba. Nadie la ha visto entera. Las imágenes completas que de ella se tienen son fabulosas y fantásticas, meramente imaginadas. Su perfil y su tamaño son un mito ya indemostrable.

En “The long tomorrow”, Moebius retoma en uno de sus cómics la forma de una vieja historia de ciencia ficción, para desarrollar una intriga detectivesca, donde la arquitectura es el único paisaje visible, delante y detrás, a derecha y a izquierda, arriba y abajo. Mas tarde, Hollywood llevará también parte de esta imagen extrañamente poética a las pantallas de todo el mundo. La enigmática “Metrópolis” de Fritz Lang, es un inquietante preludio de esta perfecta fusión entre torre y pozo y donde ambos son definitivamente la misma cosa.

Pero unos cuantos siglos antes, Pieter Brueghel el Viejo, ya nos había pintado, con una precisión notarial, lo que algunos milenios atrás los hombres habían imaginado y algunos habían empezado ya a prefigurar en la vieja Sumer con sus zigurats: “La Torre de Babel”.
A las afueras de una industriosa ciudad flamenca a la orilla del mar, Brueghel erige una torre a medio levantar que ya toca las nubes. En ella trabajan los obreros con sus poleas y sus grúas medievales, levantando cada peldaño, uno después del otro. Esta obra impúdica y desvergonzada contrasta con los siervos arrodillados, sumisos, humillados frente al rey que acaba de llegar para inspeccionar las obras. Postrados ante él no osan mirarle, no deben levantar la cabeza en su presencia. Pero más tarde, paradójicamente, sí deberán mirar al cielo para seguir construyendo muros cada vez más altos.

Brueghel sabe retratar el momento y al situarlo en su tiempo, nos cuenta que allí donde se resquebraja el viejo orden medieval y gremial que había regido aun la vida de su padre y la de su abuelo, se levanta ahora un joven y rampante capitalismo, descarado y seguro de sí. El dinero fluye, y muchas son las manos dispuestas a recogerlo y pocos los bolsillos que con él se llenan. El relato bíblico es “la” metáfora de la soberbia humana, que Brueghel cree ver también en los duros cambios que se avecinan y en esos deseos de riqueza a los que muchos ahora consideran tener derecho. Ya no se construye en nombre de Dios. Un nuevo ídolo va apareciendo revestido de huesos y carne y que todos reconocen al mirarse al espejo.

Mientras los humos salen oscuros de las chimeneas de las casas, la torre los sigue imperturbable en su parsimoniosa ascensión al limbo.

Del siglo II después de Cristo, datan los restos de un libro anónimo de moral estoica conocido como, “Cien consejos a mi hijo”. De estos supuestos cien consejos sólo han conseguido llegar a nosotros, quince de ellos. En forma de diálogo, nos encontramos cómo un padre, que se hace llamar “Augustus”, alecciona y aconseja a su hijo “Fidelius” sobre diferentes aspectos de la vida. El tercer consejo es como sigue:

“Mil veces le había repetido Augustus a su hijo Fidelius que no creyera la leyenda del humo. Recuerda hijo mío, le decía, que no puede haber suelo sin techo. Pero querido padre, fíjate en esas cuatro columnas, bien rectas están, son las esquinas de un cuadrado perfecto, no soportan ninguna cubierta y no sostienen nada más que aire, si llueve nos mojamos y si no hay nubes el sol nos calienta sin amor ni piedad. No te dejes engañar Fidelius, ¿crees que tu cabeza podría estar en su lugar si no tuvieses pies? Entonces, ¿cuán alta puede llegar a ser una columna, amado padre? Tan alta Fidelius como tu vista alcance, pero no más, recuérdalo siempre hijo mío y recuerda también que por más que atices el fuego, el humo no subirá más alto, podrás quemar el mundo y quemarte tú en él, pero nunca te dará las alas que no tienes”.

Después de olvidado el pecado en nuestra desmemoria, nos quedará un paisaje domesticado y moralizado, donde el ojo humano pueda reposar y no sentirse extraño. La naturaleza debe ser medida y allí donde es escasa, añadir y allí donde sobra, recortar, ceñir y coser, remover y pavimentar. No existe otro destino tan ineludible como el de ponerle puertas al campo. En ello estamos.

lunes, 25 de agosto de 2008

El peletero/Una vida difícil



22 Noviembre 2006

Lo difícil fue llegar. Hasta dos veces nos dejó tirados aquel trasto ruinoso. Una, fueron los amortiguadores, la otra, la correa de no sé qué. Por suerte no llovió, ni se nos reventó ninguna rueda. A la chica le gustaba hablar. ¿Quieres que te cuente mi vida?, me preguntaba riéndose. Salía poco del automóvil, para estirar las piernas, orinar o cambiarse las compresas. Incluso en más de una ocasión, tuve que servirle la comida dentro del automóvil como en las películas americanas, llenándolo todo de migas y de aceite. La chica nunca se quejó. Al cabo de un par de días aquello apestaba. No paraba de masticar unos chicles multicolores y con sabor a frutas. Los dos olíamos mal pero yo no menstruaba y ella sí. Aquella sangre era joven, potente, dura y negra. Sin lugar a dudas manaba de dentro. Después de recorrer su cuerpo y atravesar su corazón, salía muerta y cansada. Es curioso, a mi tampoco se me ocurrió quejarme.

Yo le estaba haciendo un favor a un antiguo amigo que se encontraba enfermo y aunque había prometido pagarme los gastos, era sin duda un favor. Tenía que llevarle a su hija adolescente. Recogerla en el internado, más o menos cerca de donde yo vivía, atravesar el país entero y entregársela a él, su padre.

Se divertía sola, contándose y contándome una vida que no había vivido. Yo no la escuchaba. El paisaje era llano y el ruido del motor sospechoso. El volante temblaba y las ruedas chirriaban al girar. Como yo no quería gastar mucho dinero buscábamos moteles baratos. Pero una noche no encontramos ninguno; tuvimos que salir de la carretera, no quería exponerme a que nadie nos viese allí, solos y desamparados. Escondí el automóvil lo mejor que pude tras unos árboles y un muro medio en pie. Saqué un hornillo y me calenté una sopa preparada, ella prefirió comer frío y se durmió enseguida. Yo miraba la carretera, allí a lo lejos, o la miraba a ella tumbada en el asiento de atrás, durmiendo feliz con sus labios húmedos y su pelo revuelto. Algún que otro bicho se acercó y sin dejarse ver nos olió y se fue refunfuñando. Por la mañana, antes que los pájaros cantasen, yo ya me había levantado, ella seguía durmiendo. Aproveché su silencio para dejarme ir. Fue un momento dulce, incluso el motor parecía sonar bien.

No paraba de hablar, lo hago para que no te duermas, me decía. Flaca, de cabellos negros, largos y lacios. Labios anchos, ojos grandes, todo aun por formar, a medio hacer. Los dedos de sus pies eran casi tan largos como los de sus manos, huesudos y blancos. No era fea ni bonita, tenía unas piernas largas y vestía unos shorts demasiado pequeños, toda ella lo era, larga, casi delgada, aunque sólida; huesos duros y grandes, fuertes rodillas. Como su rostro, un perfecto ángulo de noventa grados. Cejas negras, pobladas, grandes pómulos y grandes dientes. Una magnífica cadera y una mejor espalda y dos pechos pequeños pero visibles. Vestida y pintada de mujer daría el suficiente miedo como para enamorarse de ella.

Me miraba y me sonreía. Afirmaba con su extravagante sentido del humor que recordaba incluso el parto de su madre. Su vida tenía quince años de longitud, decía, exactamente su edad. Al lado de mis cincuenta mal llevados, sus quince hacían mala pareja. Yo no entendía lo que decía a pesar de usar ambos el mismo idioma. Nuestra diferencia de edad era insoslayable. Pero ella no parecía darse cuenta, me trataba con una confianza y con una falta de distancia que yo no sabía como interpretar.

Después del divorcio, la madre se había quedado con la pequeña y mi amigo se había ido a vivir lejos de las dos. A la niña no le faltó nunca nada, pero la veía poco, dos veces al año, no más. Ahora la madre había muerto, y a él no se le había ocurrido otra cosa que internarla en un colegio, no se atrevió a traérsela consigo. Prefirió seguir manteniéndola alejada de sí, al menos la mayor parte del año. Cuando llegaban las vacaciones la iba a buscar y pasaban un mes juntos; cuando el hielo entre los dos empezaba a fundirse y volvían a tomarse confianza, ya era hora de regresar. Mi amigo, además de enfermo, no tenía ni muchos medios, ni tampoco muchas amistades para pedirles el favor. Ingresado ahora en un hospital sólo lo visitaba la señora que le limpiaba la casa una vez por semana. Su hija tal vez hubiera podido venir sola, no era tan pequeña, pero… pasan tantas cosas que no se atrevió.

Él y yo hacía tiempo que no nos habíamos visto, alguna que otra llamada, también alguna visita cuando él venía para ver a su hija y las consabidas felicitaciones de Navidad. No mucho, pero no había más, por eso decidió que fuera yo el correo. Le dije que sí aunque mis medios estaban peor que los suyos. Mi amigo aun podía mantener a su hija, yo en cambio a duras penas conseguía llegar a fin de mes a pesar incluso de vivir solo y sin nadie a mi cargo.

Me la entregó una monja simpática y de aspecto bondadoso. Ahí la tiene, me dijo, señalando hacia un rincón. Allí estaba, sentada en una silla con una pequeña maleta a su lado. Cuando se levantó para ponerse en pie me asusté. Demasiado alta para una piel tan blanca, pensé. Me dio un par de besos y me sonrió lo justo y raro, pero se partió de risa cuando vio mi automóvil. Vaya, al menos no es una llorona, me dije.

Tardamos cinco días en llegar, mi auto no podía ir muy deprisa y perdimos uno entero por culpa de las averías y también otro más cuando pasamos cerca de aquel parque de atracciones de moda. Se encaprichó en ir. Yo tengo miedo a esas cosas que suben y luego caen como piedras contigo dentro. Me la miraba desde fuera como se divertía y gritaba de contenta. Me dio envidia verla tan alegre. Se hizo amiga de unos muchachos bastante mayores que ella, no sé, pero no me fié y se los saqué de encima. Cansada y colgada de mi brazo nos fuimos a buscar una habitación donde pasar la noche. Con aquella parada me había gastado demasiado dinero, aunque en el fondo yo también estaba contento, no tenía hijos y nunca había hecho algo parecido con una niña, llevarla de paseo, dejar que se divirtiera y comprarle helados. Bien, en realidad ya no era una niña, era casi una mujer. No sabía como debía mirarla. Yo no era su padre y no lo había sido nunca de nadie.

Llegamos a la casa de mi amigo. Una vecina nos dio las llaves y entramos. Dejamos las maletas y nos fuimos enseguida al hospital.

Mi amigo, nada más verme me tiró el libro que estaba leyendo por la cabeza, ¿Por qué has tardado tanto?, me preguntó enfadado. Le conté el viaje mientras su hija se recostaba a su lado cariñosa, parecía que se hubieran visto ayer, y no hace un año. Me extrañó esta confianza y esta ternura tan súbita, incluso a su propio padre se le veía incómodo. Yo también lo estaba. Abrazada a él, tenía medio cuerpo dentro de la cama.

Mi amigo estaba muy enfadado por mi torpeza en venir por carretera con mi viejo auto. Estaba enfadado y también estaba muy enfermo, no duraría demasiado, meses, tal vez otro año. Y yo me iba mañana, tenía cosas que atender en mi trabajo mal pagado y una avería en mi cocina que debía reparar. Llevaría el coche al desguace y regresaría en tren.

Nos alojamos en casa de mi amigo. Aquella noche no dormí demasiado bien. Por la mañana vino la señora que limpiaba, y a partir de ahora ella se haría cargo de la niña. Ella la llevaría y ella la recogería, hasta que su padre saliera del hospital. Cuando nos despedimos me dio un sonoro beso en la mejilla, yo ni se lo devolví, estaba atontado. Cuando llegué abajo, a la calle, la muchacha estaba en el balcón diciéndome adiós con la mano.

Vendí el automóvil en un desguace y de allí me fui directo a la estación. En el vagón del tren se sentó a mi lado una jovencita que pensé que se le parecía, pero no se le parecía en nada, ni olía como ella. Lástima. ¿Lástima? En la próxima estación me apeé. No sabía ni donde estaba, ni si quería irme a casa. Estuve todo el resto del día y toda la noche dudando, sentado en un banco de madera, mirando las vías que sólo iluminaba una bombilla solitaria colgada muy alta. Cuando me decidí ya era el día siguiente.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El peletero/Pasolini



18 Noviembre 2006

Muy pocos intelectuales y artistas contemporáneos han tenido una visión tan amplia y precisa de la sociedad, cultura y política de su tiempo como la tuvo Pier Paolo Pasolini. Su imagen pública fue tan atractiva como inimitable, tan incómoda como fascinante, tan diáfana como perturbadora, tan oscura como luminosa y tan cierta como inaceptable.

Su influjo tenía tanto que ver con sus postulados y obras como con su magnetismo personal. El atractivo provenía del margen, de lo poco común y aceptado, del filo cortante de una inteligencia superior, una atalaya tan sensible como racional y exigente. Su persona transmitía respeto y miedo, y sólo la simpatía de su obra lo hacía más cálidamente humano.

Una característica de esta inteligencia única la define su originalidad, una mirada singular que en nada se parecía ni se parece a ninguna otra. Porque su originalidad provenía, precisamente, de su afán por encontrar el “origen” que conduce a toda verdad. Un empeño seguramente ingenuo, incluso vano, pero que en buena parte de su legado conseguimos percibir sus destellos.

El atractivo físico lo transmitía su rostro, una máscara tan auténtica con su personalidad que casi parecía no ser de este mundo. Mitad ángel mitad diablo, su rasgos de campesino y obrero se transmutaban, con un leve giro de cuello, en la fisonomía de un delincuente, un aristócrata, un dandi que provocaba vértigo. Sus eternas gafas de sol eran su antifaz en un carnaval al que había sido invitado el último, o en el que, tal vez, era su anfitrión. Una sombría mirada que escondía su dulce tristeza. La autoridad de su pensamiento lo encarnaban sus rasgos y esta figura elegante y distante que como un anacoreta predicaba en silencio aunque su voz sonara estruendosa.

En sus ensayos, su poesía, sus novelas, sus artículos, su cine, Pasolini nos habla constantemente del presente o directamente del pasado para advertirnos del futuro. Su cultura le servía de trampolín desde donde nos aturdía con sus rápidas y perfectas piruetas, tan simples y bien trazadas como su impecable caída vertical. Uno podía no estar en absoluto de acuerdo con muchos de sus argumentos políticos, pero podía reconocer una extraña premonición que los sustentaba, una innata intuición de visionario.

La obra y persona de Pasolini tienen mucho de agoreros, de aguafiestas, como el espectro oscuro que nos anuncia la mala nueva, pero este aparente fantasma de la muerte es el bajorrelieve de todo lo contrario que, por contraste, nos muestra la celebración de la vida en toda su efímera crueldad y belleza.

El centro de plenitud de su trabajo está hecho de una poética crítica muy personal, en constante controversia con el poder y el sujeto, la codicia, la ignorancia, la banalidad, y… también consigo mismo. Su silueta y su sombra eran el trasunto físico de esta tarea, a ella dedicada como misión ineludible. Pasolini se mostraba como un príncipe del lumpen proletario, travestido de místico, chulo, detective, o lingüista de su Friule natal. El talento lo imponía con discreción, pero también con furia o cólera, si convenía. Su presencia era abrupta, intempestiva, inesperada, como el del novio que no pudo ser o el amigo perdido que, después de muchos años, de repente regresa a su pueblo, a su barrio, para desasosiego de todos.

En sus películas, algunos de sus actores fetiche son moldes casi exactos de sus mismos trazos faciales, una coincidencia inquietante con la de su compatriota Caravaggio, con cuya obra, vida y muerte guarda tantas similitudes.

Pero Pasolini, que amaba tanto la vida que veía escaparse, no podía por menos que mostrarse también risueño, aunque fuera de forma trascendente y enigmática. Si no, ¿cómo se explica que fuera capaz de convertir a un maravilloso cómico en horas bajas como Totó en un actor de cine mudo, en una curiosa mezcla de Charlot y Keaton a la italiana?

Una muestra de este pesimismo tramado de optimismo lo tenemos en un ensayo ejemplar en el que analiza y razona los motivos por los cuales Alberto Sordi no provocaba la risa a los espectadores de la puritana Europa del norte. Sólo una mente tan disciplinada y privilegiada podía haber observado esta extravagante paradoja de su colega y amigo. En este texto, Pasolini se da cuenta de que sólo el humorismo teñido de bondad es universal, y en cambio Sordi representaba la comicidad amoral, incluso perversa, sin ninguna clase de piedad: “Reímos y salimos del cine avergonzados de haber reído, porque nos hemos reído de nuestra vileza, de nuestro qualunquismo, de nuestro infantilismo”.

Su don poético y capacidad analítica le permitió vislumbrar y anunciar el mundo por venir, incluso con misteriosa, sabia y serena anticipación su propia y trágica muerte.

El día de mi muerte

En una ciudad, Trieste o Udine,
por una calle de tilos,
cuando en la primavera mudan
de color las hojas
yo caeré muerto
bajo el sol que arde,
rubio y alto,
y cerraré los párpados
dejando el cielo en su esplendor.


Bajo un tilo tibio de verde,
caeré en el negro
de mi muerte que dispersa
los tilos y el sol.
Los bellos jovencitos
correrán en esa luz
que recién he perdido,
volando fuera de la escuela,
con rizos en la frente.

Yo seré todavía joven,
con una camisa clara
y con los dulces cabellos que llueven
sobre el polvo amargo.
Estaré todavía con calor,
y un muchachito corriendo por el asfalto
tibio de la alameda
me posará una mano
sobre el vientre de cristal.


(Con la música de “The Köln Concert” de Keith Jarrett, fondo musical del episodio dedicado a Pasolini y rodado en la playa de Ostia en la película “Caro Diario” de Nanni Moretti, el más conmovedor homenaje que haya podido hacer un cineasta a otro).

martes, 19 de agosto de 2008

El peletero jardinero



15 Noviembre 2006

Hay muchas personas a las que les gusta hacer listas, detalladas y exhaustivas. Es una manera eficiente de ordenar el día a día. Incluso para los más optimistas, de vislumbrar el futuro. Sin embargo, nosotros, intrépidos nostálgicos, elaboraremos una como si fuera un recopilatorio o como si fuéramos a pasar cuentas del trabajo hecho. Por ser nuestra primera lista, nos limitaremos sólo a aquello que el mismo “Génesis” considera que fue lo que primero vieron los ojos de Adán: El Jardín.

La lista es como sigue y sin ánimo de orden ni de rigor: tiesto, balcón o ventana con flores, almunia, huerto, patio o jardín trasero, claustro, jardín francés, jardín inglés, jardín japonés, jardín zen, jardín botánico, jardín laberinto, jardín místico, jardín poético, jardín secreto, jardín colgante, jardín persa, invernadero, parque, camino o calle arbolada, área de descanso de una autopista, cementerio, campo de golf y, por último, el Edén, que no fue ni idea nuestra, ni nos pertenece por aquello que ya sabemos. No está mal, ¿verdad?, hemos trabajado duro. Sin duda me olvido de alguno a propósito, como la corona fúnebre, el florero, el ramo de flores o la flor en el pelo y la flor en el ojal, o una coloreada fuente llena de frutas. Me olvido de ellos por no ser elementos arquitectónicos, aunque alguno sí lo es decorativo, que casi es lo mismo.

El jardín, como sabemos, está en el principio y parece estar también en el final, donde la casa, la cabaña, la tienda o la cueva son sólo pasos intermedios. La topografía es una disciplina científica que, al aliarse con la arquitectura para sustituir la naturaleza por el paisaje, inventa el jardín. De toda la lista antes relacionada, si tuviéramos que escoger alguno de ellos según nuestras preferencias, elegiríamos el francés y el secreto. También el japonés, pero por pertenecer a otro mundo mental lo bordearemos, preferimos quedarnos cerca de casa.

El jardín francés es el más urbanizado de todos ellos, es el que menos imita a la naturaleza y es el que más obra de ingeniería necesita, fuentes, surtidores, canalizaciones, escaleras, miradores, terrazas, pérgolas, balaustradas, grupos escultóricos. Mucho seto, mucha gravilla y poco césped. Y también tiene, según su tamaño, paseos y avenidas. Por todo ello, cuando está mal cuidado y abandonado y las aguas de sus estanques están encharcadas y mohosas, su atractivo aumenta tanto como lo puede hacer una ruina arqueológica invadida por la hiedra. Es en este instante preciso de metamorfosis, cuando el jardín puede convertirse en jardín secreto, pero sólo si su amo lo guarda para sí y quizás para unos pocos escogidos.

En ese jardín secreto las malas hierbas conviven desordenadamente con flores de invernadero y éstas con sus hermanas silvestres. Ramas sin cortar y raíces que sobresalen para estropear los caminos de grava y de loza, que alguien en su día se esforzó en construir. Hojas secas pudriéndose tapizan el suelo por donde se desliza algún nuevo lagarto. Desde las alturas cantan los pájaros que anidan donde quieren y sin que nadie se lo impida. Sus trinos compiten con los viejos anfibios croando en sus nuevas charcas putrefactas. Entre piedra y piedra tallada aparece desvergonzado el verdor. Las estatuas van perdiendo inexorablemente las extremidades, las orejas o la nariz, también los brazos, algunas incluso la cabeza. Un conjunto promiscuo, abigarrado y acotado dentro de sus cuatro muros. Una perfecta imagen real y simbólica de la mente y la psicología humana, atraída y, al mismo tiempo, rebelada contra el abandono y la indolencia salvaje del tiempo.

Muchos han sido los jardines pintados y muchos los artistas que han tratado de conocer su misterio, desde los egipcios y los medievales hasta Van Gogh, Klimt, Singer Sargent, Sorolla, Rusiñol, Monet…, pero ninguno de ellos se atrevió a pintarlo desde fuera. Eso sólo lo hizo el silencioso Velázquez.

¿Qué se esconderá detrás de esa puerta de madera vieja que pintó el sevillano, en esa decrépita “Vista del Jardín de Villa Médicis” de Roma que encabeza este post? ¿Puerta de madera?, ni siquiera eso, cuatro tablas casi a punto de caer que barran el paso y unos vigilantes que se pasean aburridos por sus afueras. Desde lo alto, alguien ha colgado una sábana blanca. ¿Un estandarte o una señal de rendición? Ni una cosa ni otra, sólo una humilde tela que debe estar abandonada o secándose lentamente bajo un sol triste.

miércoles, 13 de agosto de 2008

El peletero/Diana Krall



11 Noviembre 2006

Su rostro ovalado, bien dibujado y su cráneo en forma de melón hubieran enamorado al mismísimo Dino Segre, alias Pitigrilli, autor de la curiosa novela “Dolicocéfala rubia”. Diana Krall es canadiense, y no belga como lo es la heroína del relato del autor italo-argentino, aunque bien mirado, ambas cosas pueden ser muy parecidas si las observamos un poco de lado y con un ojo cerrado.

Su poderosa mandíbula ya nos promete una voz espléndida, dura, honda y bien tensada, y también unos cuantos mordiscos dulces y dolorosos. Frente amplia, nariz fina, ojos grises y una boca con sólo dos labios, no necesita tampoco más, con ambos tiene suficiente para hacer lo que con ellos le venga en gana hacer y cantar.

Mofletuda. Alta, de piernas y pasos largos, proporcionada, esbelta, femenina y fuerte. Elegante, muy bien vestida, de hombre o de mujer, da igual. Incluso cuando está desnuda, el vestido siempre es el más adecuado. Bien calzada con zapatos apretados, de tacones altos, puntiagudos y afilados. Rubia, media melena, siempre despeinada, que deseamos sea por manos ajenas a las suyas.

Y sus dedos, como pinceles de marta cibelina, de uñas cortas y claras. Sin pintar.

Mujer, también cantante, pianista de jazz, crooner. Bella, de risa masculina. Admirada y deseada, tanto si está sola con su piano o si está rodeada de hombres, acompañándola y obedeciéndola, al igual que si tenemos la buena suerte de verla cantar a dúo con otra como ella.

Las muecas de concentración cuando interpreta su música nos hacen pensar en momentos innombrables, íntimos y secretos. Sus golpes de cabeza y de mentón, sus cabellos sobre la frente, tapándole los ojos, son tan seductores como los pelos de su nuca que no podemos ver. Mientras, durante o después, nos irá enseñando su sonrisa, su agradecimiento y una seguridad en sí misma trabajada duramente desde la cuna.

Diana Krall, una verdadera dolicocéfala rubia. No hay muchas más como ella.

martes, 12 de agosto de 2008

El peletero orientalista



8 Noviembre 2006

La fascinación por lo verosímil es ensoñadora. Su fuerza es tan poderosa, como sutil es el recuerdo que nos proporciona. No es memoria, es algo mucho más preciso, y tan real como el mismísimo pasado. Como ladrones tentados por la curiosidad y la ambición nos sorprendemos frente a esos deseos inesperados y golosos que la fantasía traidoramente nos ofrece. Gracias a mil y una alfombras raídas y desanudadas nos desplazamos a nuestro albedrío por entre el polvo que jamás ha de posarse.

Muchos cuentan que todo lo que pintaron y escribieron los llamados “orientalistas” es y fue imaginado. Nos dicen que lo hicieron desde la atalaya de un Occidente pagado de sí. Que cada trazo marcaba un camino y que cada pincelada era una rúbrica que daba fe. Nos explican también que su técnica era tan perfecta como la mentira más elaborada. Su satisfacción ahogaba cualquier señal discordante, verdadera. Tal vez estén en lo cierto.

Si así es, no era posible pues otra cosa diferente fuera de este libro sagrado de noches interminables, sólo de esa forma podrían vencer la estupefacción que sentían ante aquel misterio que sobresalía de entre las arenas de un desierto más vivo que muerto y a pesar de toda la sangre ya en él derramada. No era posible otra cosa frente a la esfinge que pintarla, mientras Napoleón, atónito, la observaba en silencio. No era posible hacer otra cosa que mentir o levantar acta.

Y mintieron tan bien como testificaron.

Aun seguimos absortos y prisioneros de su aroma, a pesar del desastre que los años han ido acumulando entre sus ruinas, amontonándolas unas encima de las otras, convirtiéndolas ya en escombros, ya en trincheras, donde no paran de morir en ellas los hijos de los hijos de aquellos lejanos padres. El dolor aumenta sin ocupar lugar en parcelas cada vez más pequeñas, mientras los buldózeres allanan un camino que había sido rico en sus mil y una gama de tornasolados, tal como lo es el alfabeto barroco de sus poesías, más dibujadas y cantadas que escritas.

Pero, ¿qué importa ya, si la impostura nos adormece tranquilos y satisfechos? En ella, y entre los seductores cantos de Sirenas lejanas, volamos libres buscando el anochecer.

“Orientalismo” es la visión idealizada y distorsionada, sea ésta escrita o pictórica, que un occidental tiene de Oriente, sea éste próximo o lejano. Muchos han intentado definir en qué consiste una visión no distorsionada, no desviada y no equivocada de los diversos Orientes que hay. Tantos lo han intentado, que a pesar de ello, seguimos sin saber en que consiste. Sus voces resuenan tan alto que ya nadie puede oírlas con claridad. Desde sus cafés y universidades, desde sus calles y desde sus cárceles, el ruido es sepulcral.

La fascinación que Occidente siente por Oriente es antigua y poderosa. Su fuerza perturba nuestro saber y espíritu crítico, como lo hace el sueño del mediodía al acostarnos indolentes al pie de un árbol frondoso. La ciencia que Oriente nos proporciona pertenece al maestro que la imparte y al discípulo que la recibe, a nadie más. Es un camino solitario. En ella, su saber es siempre el resultado de un sacrificio y de una renuncia. La vida misma es el precioso objeto de intercambio, la perfecta vara de medir. Con ella, como moneda de pago, los orientales obtienen el conocimiento indeleble y armonioso de las cosas y de las nadas. Occidente se siente relajado y enamorado al recostarse cansado, sobre este manto de flores y de promesas de sabiduría tranquilizadora. Porque en Oriente la verdad es tranquila, balsámica, completa e inane, no como en Occidente, que lo es perturbadora, angustiosa y siempre insatisfecha y parcial. De ahí el éxito del saber oriental en mentes jóvenes y propensas a confundir la verdad con la felicidad, o la verdad con el deseo.

Occidente se funda en la trasgresión, en el robo del fuego sagrado de Prometeo a los dioses o en el pecado de Adán. Por nuestra culpa vagamos perdidos y siempre anhelantes, trabajando con sudor y pariendo con dolor. Oriente, en lugar del pecado, posee, en cambio, el deber y el honor, ambos son los últimos reductos de dignidad que pueden atesorar los individuos que han de vivir en una sociedad estratificada en compartimentos estancos. La paz y el orden que sus miembros se proporcionan los unos a los otros, es una tarea tan ancestral como ineludible y que debe ser cumplida, tanto por los muertos como por los vivos. Si no lo ordena Dios, lo mandan los antepasados

Aunque parezca lo contrario, en Oriente se disfruta de una desconfianza hacia la vida. Sus artilugios mentales la devalúan como si fuera un penoso tránsito hacia un final de vía, donde empieza un camino imposible de cartografiar. Entre nirvanas y harakiris, kamikazes y bonzos, avanzan rápido hacia ninguna parte. Aunque de otra índole, la fascinación inversa también se da.

lunes, 11 de agosto de 2008

El peletero/Una vida larga



4 Noviembre 2006

A los casi ochenta años se ven las cosas de otra manera, si es que llegas a verlas. Yo por suerte las sigo viendo, tan claras como el primer día. Diferentes, pero claras. Por eso decidí cambiar de vida. Como era viudo no tenía que dar cuentas a nadie. Vendí todo lo que tenía menos mi viejo Mercedes, aun serviría, todavía era capaz de llevarme lejos. Mi casa de aquí y mi casa de allí, los tres aparcamientos de automóvil y los dos de motocicleta. Los muebles, los libros, los discos, las cuatro joyas. Todo lo vendí. Incluso a mi hijo le pedí que saldara la cuenta que tenía conmigo. Se sorprendió, pero lo hizo. La ropa la regalé. Las cartas las quemé, y las fotografías, como nadie las quiso, también. Hice caja, la suficiente para no volver atrás. Además tenía la pensión, que mes a mes llegaba con regularidad. Dinero en una mano, una maleta pequeña en la otra y un viejo Mercedes bien conservado que funcionaba perfectamente y al que sólo había que poner gasolina, la llave, girar y apretar el acelerador.

A mi edad se ven las cosas de otra manera, empezando por el paisaje. El que ves delante y el que se refleja en el retrovisor. Parece más limpio, sin interferencias que lo enturbien. Límpido. Calmado. El ruido del motor era una buena compañía. La temperatura era agradable y la luz estaba atenuada por unas cuantas nubes en aquella primera hora de la tarde.

Después de doscientos kilómetros dirección norte, paré, bajé y entré en aquel bar que tenía enfrente y a pie de carretera. Pedí un café solo. El joven camarero tenía un ojo de cristal, yo en cambio, menos media docena de dientes, aun conservaba mi cuerpo entero. Los médicos no me habían arrancado ni una piedra de riñón, ni un pedazo de intestino. Me tomé despacio el café, era malo y mal hecho, café barato, agua del grifo. Detrás de la barra también había una chica muy alta, de manos grandes, que secaba platos supuestamente recién lavados. Mientras movía aquellas enormes manos, tatareaba flojito la canción que alguien interpretaba en la televisión que tenían colgada en el extremo de una pared. Un anciano más joven que yo se la miraba con atención.

¿Cómo perdiste el ojo?, le pregunté al chico. Se sobresaltó y me miró desconfiado. ¿Y a usted qué le importa?, me respondió desabrido. Nada, dije mirándole el ojo de cristal, no me importa nada. Dejé medio café sin beber y me fui al lavabo. Mientras vaciaba la vejiga, entró el chico. Ella me lo arrancó con una cuchara cuando era un niño, me soltó desde atrás. Terminé de orinar, me abroché la bragueta, me giré y le pregunté: ¿y tú no le arrancaste la nariz de un mordisco? Soltó una carcajada, le gustan esta clase de cosas, ¿eh?, ella sabe muchas. Por poco dinero le puede contar historias que le gustarán. ¿Y tú?, ¿qué pintas?, le pregunté mientras me lavaba las manos. Soy su manager, me respondió riendo. Bien, dile a tu representada que la espero fuera, le dije al salir de aquel lavabo. ¿No quiere matar a un perro?, es barato, oí que me decía. Salí del bar sin pagar el café y entré en mi Mercedes. Al poco rato, la chica alta y de manos grandes estaba sentada a mi lado. Arranqué y nos fuimos. Seguí dirección norte.

¿Cuánto me pagarás?, me espetó nada más arrancar. Depende de lo que me cuentes, empieza y veremos. Se desabrochó un botón de la camisa, se subió la falda, se arrellanó y empezó a hablar. Yo no la miraba, el paisaje, aunque agradable, era aun demasiado humano. Al principio la escuché, después ya no. Contaba historias truculentamente infantiles, de niños bondadosos y de otros crueles y malvados. Eran historias simples, rudas, donde todo sucedía deprisa y todo se vendía caro. Ya estaba oscureciendo. Rápido y negro mate.

Cállate, le dije, déjame escuchar el motor.

A mi izquierda el sol se ponía y a mi derecha el cielo era cada vez más oscuro, delante luces blancas y rojas, detrás igual, luces rojas y blancas. Dentro, luces verdes y el rojo carbón del cigarrillo que se estaba fumando. Paré pronto, el letrero del hotel tenía luces amarillas y azules. Y la cama de la habitación tenía una colcha beige, las paredes blancas y los muebles de madera clara. A la chica le pagué el dinero que me pidió y una habitación en el mismo hotel. Mañana me buscaré uno de cinco estrellas, pensé mientras miraba por la ventana la carretera y oía su ruido intermitente. Me dormí sin pensar en nada.

Me levanté tarde y con hambre, la noche anterior no había cenado. Me duché y me vestí despacio y bajé a comer, pero el comedor aun estaba cerrado. De la chica cuenta cuentos no había ni rastro. Lo siento señor, dentro de dos horas abriremos, si quiere puede tomar algo en el bar mientras espera. Entré y pedí un café, nadie tenía un ojo de cristal, pero sí que había una mujer secando platos recién lavados. No era joven y el café tampoco era bueno. Me acerqué a ella y le dije, el café es malo. Me miró sorprendida, ¿me ha entendido, señorita?, le pregunté. ¡Juan!, el señor quiere otro café, dice que esté está malo, gritó a la otra punta de la barra del bar al tal Juan que me había hecho el primer café.

Pasadas las dos horas entré en el comedor con un terrible mal sabor de café en la boca. Yo era el único comensal que había y la mujer del bar que secaba platos la única camarera. Mientras leía el menú, ella estaba a mi lado esperando con la libreta a punto para tomarme nota. ¿El cocinero que tal es?, le pregunté a la mujer. Estaba escarmentada durante las dos horas que había pasado conmigo en el bar sirviéndome cafés y respondiendo a mis raras preguntas y se puso a reír. Muy bueno, me respondió entre risas, tiene muy buen ojo para la cocina, el único que le queda, seguía riendo. El cocinero también era tuerto y la comida fue mala como los cafés. ¿Sabes contar historias?, le pregunté.

Si quiere le cuento la historia de mi vida.

Seguí dirección norte. No iba rápido, pero iba deprisa. La noche llegaba cada vez más pronto y de forma más súbita y yo me dormía sin preámbulos y sin pensar. Cada vez más horas. Cada vez más cansado. Paraba para tomar cafés malos, llenar el depósito de gasolina y comprarle alguna historia loca al que quisiera vendérmela. Por las noches me detenía, cuando me entraba sueño, en el primer hotel que encontraba, prometiéndome que al día siguiente tomaría una habitación en un lujoso hotel. Pero nunca lo hice. No era para ahorrar, tenía suficiente dinero, pero no pensaba en ello, no me acordaba. El sueño me golpeaba fuerte y sin avisar, luego ya era tarde para ir buscando en plena noche algo mejor que aquello que caía en mis manos. Cualquier cama me era suficiente, en aquel momento no pedía más. Luego, al despertarme, cuando lo hacía, me apenaba al ver dónde había dejado caer mi cuerpo. La sencillez y la pobreza me entristecían y me entristecía de mi mismo hasta que me volvía a dormir.

El rumbo seguía siendo sur-norte. Ya había comprado historias en muchos idiomas. El tiempo empezaba a refrescar y ya había días enteros que me los pasaba durmiendo. Sin comer, sin cafés. En la más profunda oscuridad. Envuelto en una manta usada, en una cama de una habitación barata, dormía soñando en historias compradas a los demás. Ya casi no hablaba con nadie, ni siquiera conmigo mismo, necesitaba pocas palabras para sobrevivir. Poca luz, poco ruido.

El Mercedes se paró, había olvidado ponerle gasolina. La noche me caía encima y la carretera me ladraba. Empujé el automóvil fuera de la vía, volví a entrar en él y allí me quedé, mirando las luces y oyendo el silencio. Aquella noche nevó, creo recordar; fue eso o que se hizo la luz en plena oscuridad, no sé. Algo sucedió. Tal vez alguno de aquellos enormes camiones se me abalanzó y me aplastó, no lo sé. O tal vez vino la policía. No lo creo. Lo que sí seguramente sucedió es que la noche fue corta, debió de terminar abruptamente, con el Sol ya levantado. Un sol blanco, triste, viejo. Me volví a dormir con su luz en mi frente.

Así cambió mi vida. A partir de entonces no volví a pronunciar una palabra más, ni a mirar otra cosa que aquella luz mortecina.


sábado, 9 de agosto de 2008

El peletero/Una vida extraña



31 Octubre 2006

Había recuperado el automóvil de su padre el mismo día que se le había muerto su mejor amigo, “cara de pez”, así le llamaba cariñosamente.

El automóvil era un Delahaye 135M de 1947, corroído y casi entero; aunque parezca mentira, el motor aun funcionaba. Este despampanante artilugio mecánico había desaparecido con muchas otras cosas cuando la familia se arruinó. Desde entonces su padre había fallecido y el Delahaye había pasado de mano en mano, hasta acabar pudriéndose en un garaje. El último propietario quiso desprenderse de trastos viejos, limpiar fondos y vaciar armarios. Con la matrícula en mano averiguó el nombre de su primer dueño. Así fue a parar al hijo a quien telefoneó para vendérselo.

El amigo muerto había nacido en 1956, médico radiólogo, se pasaba el día haciendo mamografías en un centro público de salud. Entre paciente y paciente, redactaba los diagnósticos, los firmaba y los entregaba bien cerrados en un sobre. A los cincuenta años tuvo la parada cardiaca que le mató. Tenia el pelo gris, los ojos pequeños, las pestañas largas y las niñas de un azul muy pálido. Parecía no parpadear y al no cerrar nunca la boca creías que respiraba por ella. Su piel era tersa y lisa, sin arrugas y al estar surcada por pequeñas venas, brillaba metálica y azul como la de un mero. A pesar, o gracias, a su rostro ictíneo, su esposa, sus dos hijos y todos aquellos que eran beneficiarios de su amistad, lo amaban más que a Neptuno o que a todo un cofre lleno de perlas naturales.

Los dos amigos corrían rallyes de aficionados en viejos automóviles puestos a punto para ir más deprisa de lo que debían. Los fines de semana se los pasaban encerrados en su improvisado taller o levantando el polvo en carreteras secundarias intentando ganar un trofeo también de segunda. “Cara de pez” era el copiloto, su pequeño ojo de buey medía con precisión las curvas y los cambios de rasante. El automóvil rozaba los árboles y los barrancos sin salirse casi nunca del trazado y cuando lo hacía era sólo en medio de trigales o entre los pastos todavía verdes y listos para comer. Las vacas, inmutables y parsimoniosas, los miraban con aquella cara entre ensimismada y sabia, característica de los gurús vegetarianos.

Les era difícil llegar de los primeros, su edad les había convertido en precavidos y no querían perderse la cerveza fría que se tomaban al final de la carrera por culpa de un estúpido accidente. “Cara de pez” murió un miércoles por la mañana a primera hora. Aun se encontraba en la cama cuando el corazón le explotó.

Aquel mismo día, ya de noche y velando al amigo fallecido, alguien le llamó por teléfono ofreciéndole un automóvil oxidado y desvencijado. El viejo y querido Delahaye de su padre. Innumerables fueron las veces que llegaron a subirse en aquel despampanante carro. Con sus viejas maletas de cuero, sus cestas para el picnic, sus pañuelos para el cabello o atándose los sombreros a la barbilla con ellos. Risas y canciones, mientras alguien se levantaba del asiento para ser el primero en divisar el mar. El Delahaye iba de aquí para allá trajinando a unos y a otros, desde las abuelas a las amigas de las abuelas. Todo terminó el día que los bancos dijeron, ¡basta!

Tardaré dos años en restaurarlo, se prometió. Fabricaré yo mismo algunas piezas, tapizaré de nuevo los asientos. Lo puliré, lo pintaré. Gastaré el dinero que sea necesario para que vuelva a andar y a lucir como el día en que papá lo compró. Haré que el tiempo vuelva atrás, regresaré a la infancia y me sentaré al lado de mi padre. Los dos juntos regresaremos a casa y él conducirá su automóvil francés por aquellas estrechas carreteras, llenas de curvas y de pinos que bordeaban el mar.

Y yo, mientras el viento cariñoso me despeina, soñaré, jugaré y creeré que soy el piloto de un bólido en alguna famosa carrera.

jueves, 7 de agosto de 2008

El peletero en su sarcófago



28 Octubre 2006

Un viejo lugar común, constantemente actualizado, ata indisolublemente la vida con la muerte, los muertos con los vivos, donde los primeros dependen de los segundos para seguir estando… presentes, no se sabe dónde. Gracias a los vivos, el Cielo consigue mantenerse… allí.

En el viejo Egipto se fraguaron las mil y una maneras de mantener vivos a los… muertos. Los egipcios irradiaron su saber funerario con su exitoso servicio de pompas fúnebres. Los romanos, tan prácticos ellos, simplemente incineraban a los cadáveres; no sabemos si esta barbacoa fúnebre era para quitarse de una forma elegante un estorbo que ocupaba lugar y que además olía mal o para llegar más rápido al Hades. De Roma proviene la famosa frase “quitarse el muerto de encima”. Pues bien, antes de encender la pira, sacaban máscaras de cera de sus queridos coetáneos acabados de fenecer para añadirlas a la colección que la “familia” mantenía en el pequeño rincón sagrado que había en cada hogar. Esas tradiciones recuerdan el culto a los antepasados que en extremo oriente se sigue con espartana disciplina samurai. Hasta hace poco, en occidente, la máscara mortuoria era un homenaje que la sociedad dispensaba a sus prohombres y próceres. La aparición de la fotografía, permitió democratizar la última imagen.

Todo esto forma parte del pasado, incluso del reciente. En nuestro mundo moderno hemos perdido esta costumbre tan arraigada de retratar a los muertos. Primero era el bautizo, (aunque perdiendo terreno frente la ecografía), luego la primera comunión (aunque perdiendo terreno frente a los sucesivos cumpleaños), el servicio militar (aunque perdiendo terreno frente a nada), la foto carné, la boda, los hijos, lo que fuera necesario, para llegar, al final, a uno de los momentos cumbres más importantes de la vida: la muerte. Ahora se considera de mal gusto; el pollo sólo se puede mostrar vivo o cocinado. Hoy en día sólo tienen esta prerrogativa los famosos, aunque en forma de estatua de cera, un sucedáneo de la vida, y una premonición de la muerte embalsamada en material que se derrite.

Los retratos del Fayum han resistido al tiempo, y no por muy conocidos dejan de sorprender cada vez que los miramos y nos miran. Son una almadía en un mar tormentoso, lanzando cabos hacia el barco salvador que el viento aleja irremediablemente. ¿Aun no había nacido la costumbre de cerrar los ojos a los cadáveres?, estos romanos egipcios, bien abiertos los tienen, pintados en el mejor de sus momentos. La técnica es romana, los ojos grandes y almendrados son egipcios, su frontalidad es moderna y su serenidad es sabia, y extrañamente ninguno sonríe. Cuando estaban vivos tal vez eran ignorantes, ahora no, ahora ya lo saben todo, por eso están a un paso de entristecerse, están casi a punto de no estar… muertos. O casi a punto de volver a ser personas. “Persona” en latín significa, precisamente, “máscara”, y enmascarados los muertos nos entrevén a los que seguimos vivos.

La existencia de retratos es un hecho tan misterioso como el que tengamos rostro. Manos, piernas, torso, cara, es normal tenerlos. Incluso hasta dedos. Pero tener rostro, es algo más, es el ser encarnado. Las cosas se diferencian por características que pueden ser medidas. Sus eslabones primordiales como los quantum y los genes, son intercambiables entre sí. Todo puede cambiar y seguir igual al mismo tiempo, como en política. Los rostros no, son insustituibles, es la prueba más irrefutable sobre la individualidad del ser, en contra de estas nefastas teorías que anhelan su disolubilidad en el cosmos uterino o la nada estéril. Y a pesar de la cirugía plástica.

Dios es uno, nosotros también. Muchos lo quieren seguir siendo hasta después de muertos. Un buen retrato es un buen pasaporte. ¿Hacia dónde?

miércoles, 6 de agosto de 2008

El peletero campestre



25 Octubre 2006

“Le Dejeuner sur l’herbe” es una pintura extraña y ambigua, y lo es por la convivencia nada inocente de elementos iconográficos distintos y discordantes. Hombres vestidos junto a mujeres desnudas y medio desnudas. Todos ellos disfrutando de una jornada de clima apacible, de la conversación agradable, del no hacer nada o buscando tréboles de cuatro hojas por entre las hierbas del bosque. La mujer desnuda, sentada a la izquierda de la tela, mira al pintor. En el arte ésta ha sido siempre una pulsión satisfecha o reprimida según el caso: la necesidad de Dios. Su proximidad, su calor o su extrañeza, lejana, y escondida. La mirada de esta mujer representa la soledad del mundo.

Manet es un dios curioso y cercano, solo, que no solitario. Por eso la mujer lo mira y con él nos mira a nosotros. En el centro, su compañera agachada, entre vestida o desvestida, con su rostro oculto, busca por el suelo del prado algo que ha perdido o algo que no encuentra. Los dos hombres conversan amigablemente, vestidos de la cabeza a los pies. Las interpretaciones obvias de la escena son muchas, nosotros no las expondremos ni haremos ninguna propia, sólo recordaremos a Giogione y su “Tempestad”. En ella nos encontramos con dos dioses, uno, falso, está oculto tras las nubes y la lluvia. Los truenos que no oímos y los rayos que vemos nos lo recuerdan poderoso y temible. Ajenas a ese dios vociferante, tres figuras humanas desprotegidas, amenazadas por la intemperie prosiguen con su vida; un hombre de pie, vestido, observa o vigila con su lanza cómo una mujer desnuda, sentada en el suelo y protegida sólo por un pequeña tela colocada sobre sus espaldas, da de mamar a su hijo también desnudo. Mientras lo alimenta, nos mira o mira al otro dios.

En “Picnic”, la película de Joshua Logan, también hay una merienda campestre. En ella, aunque todos van vestidos, hay dos personajes que se comportan como si fueran desnudos.

En la pintura de Manet toda la escena rememora un sabor y un aroma clásicos, mediterráneos, la dulce campiña francesa. En Giogione la oscuridad de un otoño tempranero o la de una primavera aun por llegar, oscurece los colores como si quisiera tapar el tierno abrazo de una madre que parece que ha sido abandonada. En la película, el aroma del medio oeste americano envuelve el calor humano y el viento salvaje. El sabor es de carne quemada y el aliento procede de gargantas cerradas que están a punto de gritar más fuerte que un huracán.

Termina el verano, hay que dar gracias por la cosecha, los silos están llenos. Lo celebramos todos y nos alegramos de estar juntos, desde los abuelos a los nietos. Echados en la hierba jugamos y comemos como hicimos una vez hace miles de años. Igual que entonces, encendemos fuegos y bailamos a su alrededor.

En la película, los hombres y las mujeres cantan canciones que todos conocen, lo hacen satisfechos mientras el crepúsculo enrojece y los niños, entre los brazos de sus madres, se adormecen tranquilos. Cerca de allí, en un recodo de algún camino, no vemos cómo transita un carro lleno de heno hasta reventar, seguido de su corte de seres terribles y abominables. Mientras tanto, toda esta comunidad confiada elige a su reina por un día. Es una de ellos. Ella encarnará sus virtudes y será su espejo. La música la acompaña y la anuncia y las aguas la transportan como una Venus de opereta, con su capa y su corona de papel a punto de incendiarse. El pirómano no pertenece a la tribu, es alguien de fuera. Ha sido bien recibido, se le ha dado de comer y cobijo. No lleva equipaje, su camisa le viene pequeña o su cuerpo le viene grande. Todo su patrimonio son sus botas y sus manos abiertas y vacías. El forastero se gana la confianza y la simpatía de todos. Su esplendor los seduce y en él se abandonan. Están sedientos, tienen los labios resecos y están cansados y casi exhaustos cuando empiezan a sonar los tambores, la música y el baile. La reina escogerá a su rey, está en su derecho. Y lo hará bien, el forastero trae sangre nueva, regeneradora, valiente y limpia. Su fecundidad le hará sentirse confiadamente poderoso, no sospecha que pronto será sacrificado. Ningún buen dios se libra de ese destino. Está condenado a que sus hijos, aunque den lugar a populosas estirpes, sean huérfanos de padre. Desde el principio de los tiempos ha sido así, hasta hoy. En cambio, en nuestro mundo moderno, el final es feliz, el chico logra huir con la chica, montados ambos en el techo de un tren de mercancías que pasaba por allí.

Vestido se pueden hacer muchas cosas, desnudo pocas. Tal vez habría de ser al revés, pero las cosas son como son. No nacemos con bolsillos en el cuerpo. ¿Qué hacen pues dos hombres jóvenes, perfectamente vestidos, hablando entre sí, acompañados de dos mujeres, desnuda una y medio vestida otra? Jamás lo sabremos, pero todos parecen satisfechos.

lunes, 4 de agosto de 2008

El peletero/Mario Bunge



21 Octubre 2006

No todos reconocen que la única filosofía posible hoy en día es la filosofía de la ciencia. Los más reacios son sin lugar a dudas todos aquellos que aun permanecen desprovistos del suficiente bagaje científico para entender el mecanismo complejo y sutil, que explica los nuevos fenómenos que la ciencia descubre y divulga. Mecanismos que construyen un orden y una poesía muy distintos a los que habitualmente configuran las “viejas artes”. Sin la lógica y la matemática modernas no es posible comprender el mundo y sus entrañas.

Los retos que la ciencia nos aporta son de tal envergadura que sus maravillas alumbran con una nueva luz viejos y eternos problemas, ontológicos y epistemológicos. Esa luz es la única que merece la pena ser analizada. Esta afirmación puede parecer excesiva, pero a día de hoy la ciencia extiende su manto, para bien, hasta ámbitos y materias inauditas para ella hasta hace pocas décadas. Sólo los vastos asuntos relacionados con la etología humana y la interpretación moral que hacemos de ella permanecen, en buena parte, todavía libres a su mirada. El deseo de libertad de muchos seres humanos ha utilizado con éxito el arte en esta dura y tenaz lucha por el acceso libre a un conocimiento verdadero, pero Galileo y muchos otros nos recuerdan también que la ciencia ha conseguido ser el “arma secreta” que ha demolido los muros más altos y más sólidos. Diderot tenía razón.

Sin embargo, la dramática constatación de que la ciencia, como el arte, es neutral y amoral, ha dado lugar a patologías filosóficas y poéticas de la nada y de la desesperación. El holocausto y el gulag han sido los dos grandes monstruos sobre los que se asienta el terrible paisaje de esa nada y el espantoso dolor de la desesperanza. Algunos tuvieron la premonición de entreverlo y anunciarlo. Ahora sabemos, con pruebas fehacientes, que el saber nunca es inocente. Esta es una responsabilidad que pocos pueden asumir, bien sea por cobardía o por incapacidad.

En 1982 el Jurado del “Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades” decidió por unanimidad conceder este galardón a Mario Augusto Bunge, nacido en Buenos Aires el año 1919. Este ha sido uno de los muchos premios y galardones que a lo largo de su vida ha ido recogiendo, este filósofo argentino que vive y trabaja en Canadá.

Su sistema, basado en una rigurosa metodología formal, es expuesto en “Treatise on Basic Philosophy” en nueve tomos (1974-1989). Abarca desde la ontología, la semántica, la teoría del conocimiento, la filosofía de la ciencia y de la tecnología, la teoría de valores y la ética. El número total de sus trabajos es muchísimo más extenso y prolijo, publicados sin interrupción a lo largo de toda su vida. Una larga lucha, constante y rigurosa en contra de las pseudociencias y las pseudotécnicas. En contra de todo aquello que signifique pseudoconocimiento. En todos sus trabajos, Mario Bunge, manifiesta una incansable y tenaz vocación por la precisión y la exactitud que le permiten desarrollar un potente arsenal de instrumentos y argumentos de incalculable valor en contra de la falsedad y la oscuridad en el saber.

Vivimos en un mundo donde la verdad se ha popularizado. Dicho así, todos nos tendríamos que alegrar, pero su uso y usufructo no sólo no salen nunca gratis sino que su coste es muy alto, y desgraciadamente no todo el mundo tiene la capacidad para pagar tan elevado precio. Para abaratarlo de una manera tramposa, algunos “sabios” antiguos convertían la verdad en un dogma religioso, hoy en día la convertimos en una opinión. En cambio y gracias a las aportaciones, entre otros, de Mario Bunge, podemos saber con certeza que el suelo que pisan nuestros pies es más sólido que la mismísima palabra de Dios o de su profeta de turno.

Uno de los fundamentos del conocimiento científico es el debate, el combate leal y duro, y la existencia de una comunidad democrática del saber. La ciencia no es patentable y no cobra derechos de autor, su disfrute es libre y gratuito y permanentemente se está auto regenerando y auto corrigiendo. Sólo la realidad es más importante que ella.

No hay pues filosofía sin debate y sin controversia. Enriquecedoras han sido siempre las polémicas de Mario Bunge con otros de sus colegas y filósofos, como la que le llevó a disentir e incluso ridiculizar el tan popular dualismo platoniano de mente y materia de muchos pensadores, incluido el famoso, mediático y aclamado Karl Popper. Sin embargo, y como nadie es perfecto, los intentos de Bunge de formular un sistema político sólido, justo y democrático, se han visto entorpecidos por los prejuicios que conlleva un pensamiento tercermundista bien intencionado y, como siempre, poco resolutivo. A pesar de ya llevar muchos años viviendo en Canadá (o tal vez por eso), de haberse opuesto con valentía y coraje al peronismo, y de haber tenido que exilarse de su país en momentos muy difíciles, Mario Bunge tiene una visión tan excéntrica de la política como la geografía de su país natal. En cambio, su rival, Karl Popper, extraordinario pensador a pesar de su platonismo, sí que supo formular en “La sociedad abierta y sus enemigos” un verdadero análisis contemporáneo de lo que es y debe ser una política democrática, donde la responsabilidad se alza a la misma altura que la libertad. Sólo cuando eso sucede podemos esperar que la trinidad llegue a completarse con la siempre olvidada o mal usada, fraternidad.

La filosofía de la ciencia es la única filosofía que hoy debemos hacer, pero la política tiene que ver con los pactos que las personas somos capaces de contraer entre sí. La diferencia de poder entre los signatarios no siempre es el baremo de su grado de justicia. Si así fuese sería demasiado simple. Los acuerdos que establecemos y las razones para romperlos es también un espacio perfecto para el buen filosofar.

viernes, 1 de agosto de 2008

El peletero/Una vida fácil



18 Octubre 2006

Aun no era demasiado vieja cuando me fui de casa. Acababa de cumplir los dieciocho y a mí ya me parecía que tantos años eran el fin del mundo. Al menos ese era el lugar a donde quería ir cuando compré el billete de tren, al fin del mundo. Sólo conseguí llegar quinientos kilómetros más allá. Mis ahorros tenían el paso corto.

Durante el trayecto tuve que soportar a uno que quería hacerse el simpático, a una madre con dos hijas pequeñas y consentidas que no paraban de chillar, a otro que también quería hacerse el simpático conmigo y a uno más que no paraba de sonreírme. Al otro lado del pasillo y frente a mí, una mujer ensimismada, con cara de pocos amigos y que no miraba a nadie.

En un extremo del vagón había un grupo de muchachos que no paraban de cantar al lado de dos ancianos que parecían encantados. Un hombre calvo, una chica despeinada leyendo. Una niña atemorizada.

El vagón del bar estaba lleno, ni se cabía ni tenía dinero, pero dejé que uno se hiciera ilusiones y me invitara a un bocadillo y a una coca cola que tomamos de pie y donde pudimos. Eso lo había aprendido de niña, sabía conseguir cosas a cambio de nada. Si el otro se enfadaba y reclamaba su parte, también sabía quitármelo de encima; hasta ahora casi no había habido necesidad de usar la violencia.

La mujer y sus dos hijas histéricas se apearon a medio camino, en su lugar se instaló un matrimonio un poco mayor que mis padres. Parecían limpios y ordenados. Nada más sentarse me sonrieron con interés y al poco rato empezaron a hablarme. Más tarde las preguntas ya eran directas. Y al final ya sabían que no tenía alojamiento ni dinero. Se alegraron al saber que mi destino era también el suyo. Les dije también que era huérfana, que nunca había conocido a mi padre, eso último lo solté mirando fijamente a los ojos del hombre, noté como su nuez se movía al tragar saliva. Luego, la miré a ella y le confesé que mi madre hacía seis meses que había muerto, que fregaba escaleras y estas cosas. No tardaron un segundo en ofrecerme su casa. Me resistí lo justo y acepté. Enseguida supe que no tenían hijos ni abuelos a quien cuidar, sólo una hermana mayor de él que los visitaba muy a menudo y una tía de ella que vivía en una residencia. Me describieron el piso, la que sería mi habitación, que podría entrar y salir cuándo y cuánto quisiera, el balcón, las flores, el televisor que me comprarían, el papel de las paredes y los yogures que tomaban. Empecé a ponerme nerviosa.

Chica, me dije, acabas de escaparte de casa, has dejado a tus padres plantados, ni siquiera saben que te has ido y ¿ahora, te vas a ir a vivir con dos viejos que se le parecen? Dejé de pensar durante un buen rato sin responderme, mientras veía aquellos dos mirarme de arriba abajo. Que extraño, se hablan, se miran, pero no se tocan. Es cierto, a pesar de lo estrechos que eran los asientos, ni se rozaban. No quiero molestarles, les dije, estaré poco tiempo, hasta que encuentre trabajo. Claro, hija, claro, lo que tu digas, no tengas prisa, no es necesario tenerla.

Yo no sudo con facilidad, pero mis axilas sin depilar ya estaban mojadas y una inocente gota de sudor me estaba resbalando por el escote demasiado grande que dejaba ver mi pequeña camiseta sin mangas. Los dos estaban absortos observando el acontecimiento. Sin perder en ningún momento la sonrisa no dejaban de mirar aquella perezosa gota que no terminaba de caer.

Voy al baño, les dije. Al levantarme me di cuenta que el vagón estaba en silencio, los que cantaban habían callado y los crios que chillaban se habían dormido. Sólo rumoreaba en voz baja algo incomprensible la mujer ensimismada que no miraba a nadie.

Me entretuve más de la cuenta, al salir, ella me estaba esperando en la puerta del lavabo. Pensé que te había ocurrido algo, pequeña. ¿Te encuentras bien?, me preguntó. Sí, sólo estoy algo cansada, le respondí. En casa podrás dormir y descansar todo lo que tú quieras, ya verás como te encontrarás a gusto. La miré asustada. Me cogió la mano y empezó a acariciármela, nadie te va a pedir que hagas aquello que no quieras hacer, ni mi marido ni yo te lo pediremos nunca. Ahora ven, siéntate con nosotros y duerme un poco, pronto llegaremos. Así lo hice, regresé al asiento, me dejé caer y me dormí.

Al despertar, ya habíamos llegado. Estaba más cansada que antes de dormirme. El hombre llevaba mi pequeña bolsa con mis cuatro cosas. Casi tuvieron que ayudarme a levantarme. Desconocía aquella ciudad, su nombre estaba en mi billete de tren y en los mapas que había estudiado de pequeña en la escuela. Subimos a un taxi, yo sentada y apretujada entre ellos dos, mirando impávida aquellas calles nuevas para mí.

Nada más llegar me acostaron en lo que de ahora en adelante tenía que ser mi cama.

Ya no recuerdo nada más. O no quiero recordar nada más. Sólo sueños, con una luz y el llanto de un niño.