lunes, 11 de agosto de 2008

El peletero/Una vida larga



4 Noviembre 2006

A los casi ochenta años se ven las cosas de otra manera, si es que llegas a verlas. Yo por suerte las sigo viendo, tan claras como el primer día. Diferentes, pero claras. Por eso decidí cambiar de vida. Como era viudo no tenía que dar cuentas a nadie. Vendí todo lo que tenía menos mi viejo Mercedes, aun serviría, todavía era capaz de llevarme lejos. Mi casa de aquí y mi casa de allí, los tres aparcamientos de automóvil y los dos de motocicleta. Los muebles, los libros, los discos, las cuatro joyas. Todo lo vendí. Incluso a mi hijo le pedí que saldara la cuenta que tenía conmigo. Se sorprendió, pero lo hizo. La ropa la regalé. Las cartas las quemé, y las fotografías, como nadie las quiso, también. Hice caja, la suficiente para no volver atrás. Además tenía la pensión, que mes a mes llegaba con regularidad. Dinero en una mano, una maleta pequeña en la otra y un viejo Mercedes bien conservado que funcionaba perfectamente y al que sólo había que poner gasolina, la llave, girar y apretar el acelerador.

A mi edad se ven las cosas de otra manera, empezando por el paisaje. El que ves delante y el que se refleja en el retrovisor. Parece más limpio, sin interferencias que lo enturbien. Límpido. Calmado. El ruido del motor era una buena compañía. La temperatura era agradable y la luz estaba atenuada por unas cuantas nubes en aquella primera hora de la tarde.

Después de doscientos kilómetros dirección norte, paré, bajé y entré en aquel bar que tenía enfrente y a pie de carretera. Pedí un café solo. El joven camarero tenía un ojo de cristal, yo en cambio, menos media docena de dientes, aun conservaba mi cuerpo entero. Los médicos no me habían arrancado ni una piedra de riñón, ni un pedazo de intestino. Me tomé despacio el café, era malo y mal hecho, café barato, agua del grifo. Detrás de la barra también había una chica muy alta, de manos grandes, que secaba platos supuestamente recién lavados. Mientras movía aquellas enormes manos, tatareaba flojito la canción que alguien interpretaba en la televisión que tenían colgada en el extremo de una pared. Un anciano más joven que yo se la miraba con atención.

¿Cómo perdiste el ojo?, le pregunté al chico. Se sobresaltó y me miró desconfiado. ¿Y a usted qué le importa?, me respondió desabrido. Nada, dije mirándole el ojo de cristal, no me importa nada. Dejé medio café sin beber y me fui al lavabo. Mientras vaciaba la vejiga, entró el chico. Ella me lo arrancó con una cuchara cuando era un niño, me soltó desde atrás. Terminé de orinar, me abroché la bragueta, me giré y le pregunté: ¿y tú no le arrancaste la nariz de un mordisco? Soltó una carcajada, le gustan esta clase de cosas, ¿eh?, ella sabe muchas. Por poco dinero le puede contar historias que le gustarán. ¿Y tú?, ¿qué pintas?, le pregunté mientras me lavaba las manos. Soy su manager, me respondió riendo. Bien, dile a tu representada que la espero fuera, le dije al salir de aquel lavabo. ¿No quiere matar a un perro?, es barato, oí que me decía. Salí del bar sin pagar el café y entré en mi Mercedes. Al poco rato, la chica alta y de manos grandes estaba sentada a mi lado. Arranqué y nos fuimos. Seguí dirección norte.

¿Cuánto me pagarás?, me espetó nada más arrancar. Depende de lo que me cuentes, empieza y veremos. Se desabrochó un botón de la camisa, se subió la falda, se arrellanó y empezó a hablar. Yo no la miraba, el paisaje, aunque agradable, era aun demasiado humano. Al principio la escuché, después ya no. Contaba historias truculentamente infantiles, de niños bondadosos y de otros crueles y malvados. Eran historias simples, rudas, donde todo sucedía deprisa y todo se vendía caro. Ya estaba oscureciendo. Rápido y negro mate.

Cállate, le dije, déjame escuchar el motor.

A mi izquierda el sol se ponía y a mi derecha el cielo era cada vez más oscuro, delante luces blancas y rojas, detrás igual, luces rojas y blancas. Dentro, luces verdes y el rojo carbón del cigarrillo que se estaba fumando. Paré pronto, el letrero del hotel tenía luces amarillas y azules. Y la cama de la habitación tenía una colcha beige, las paredes blancas y los muebles de madera clara. A la chica le pagué el dinero que me pidió y una habitación en el mismo hotel. Mañana me buscaré uno de cinco estrellas, pensé mientras miraba por la ventana la carretera y oía su ruido intermitente. Me dormí sin pensar en nada.

Me levanté tarde y con hambre, la noche anterior no había cenado. Me duché y me vestí despacio y bajé a comer, pero el comedor aun estaba cerrado. De la chica cuenta cuentos no había ni rastro. Lo siento señor, dentro de dos horas abriremos, si quiere puede tomar algo en el bar mientras espera. Entré y pedí un café, nadie tenía un ojo de cristal, pero sí que había una mujer secando platos recién lavados. No era joven y el café tampoco era bueno. Me acerqué a ella y le dije, el café es malo. Me miró sorprendida, ¿me ha entendido, señorita?, le pregunté. ¡Juan!, el señor quiere otro café, dice que esté está malo, gritó a la otra punta de la barra del bar al tal Juan que me había hecho el primer café.

Pasadas las dos horas entré en el comedor con un terrible mal sabor de café en la boca. Yo era el único comensal que había y la mujer del bar que secaba platos la única camarera. Mientras leía el menú, ella estaba a mi lado esperando con la libreta a punto para tomarme nota. ¿El cocinero que tal es?, le pregunté a la mujer. Estaba escarmentada durante las dos horas que había pasado conmigo en el bar sirviéndome cafés y respondiendo a mis raras preguntas y se puso a reír. Muy bueno, me respondió entre risas, tiene muy buen ojo para la cocina, el único que le queda, seguía riendo. El cocinero también era tuerto y la comida fue mala como los cafés. ¿Sabes contar historias?, le pregunté.

Si quiere le cuento la historia de mi vida.

Seguí dirección norte. No iba rápido, pero iba deprisa. La noche llegaba cada vez más pronto y de forma más súbita y yo me dormía sin preámbulos y sin pensar. Cada vez más horas. Cada vez más cansado. Paraba para tomar cafés malos, llenar el depósito de gasolina y comprarle alguna historia loca al que quisiera vendérmela. Por las noches me detenía, cuando me entraba sueño, en el primer hotel que encontraba, prometiéndome que al día siguiente tomaría una habitación en un lujoso hotel. Pero nunca lo hice. No era para ahorrar, tenía suficiente dinero, pero no pensaba en ello, no me acordaba. El sueño me golpeaba fuerte y sin avisar, luego ya era tarde para ir buscando en plena noche algo mejor que aquello que caía en mis manos. Cualquier cama me era suficiente, en aquel momento no pedía más. Luego, al despertarme, cuando lo hacía, me apenaba al ver dónde había dejado caer mi cuerpo. La sencillez y la pobreza me entristecían y me entristecía de mi mismo hasta que me volvía a dormir.

El rumbo seguía siendo sur-norte. Ya había comprado historias en muchos idiomas. El tiempo empezaba a refrescar y ya había días enteros que me los pasaba durmiendo. Sin comer, sin cafés. En la más profunda oscuridad. Envuelto en una manta usada, en una cama de una habitación barata, dormía soñando en historias compradas a los demás. Ya casi no hablaba con nadie, ni siquiera conmigo mismo, necesitaba pocas palabras para sobrevivir. Poca luz, poco ruido.

El Mercedes se paró, había olvidado ponerle gasolina. La noche me caía encima y la carretera me ladraba. Empujé el automóvil fuera de la vía, volví a entrar en él y allí me quedé, mirando las luces y oyendo el silencio. Aquella noche nevó, creo recordar; fue eso o que se hizo la luz en plena oscuridad, no sé. Algo sucedió. Tal vez alguno de aquellos enormes camiones se me abalanzó y me aplastó, no lo sé. O tal vez vino la policía. No lo creo. Lo que sí seguramente sucedió es que la noche fue corta, debió de terminar abruptamente, con el Sol ya levantado. Un sol blanco, triste, viejo. Me volví a dormir con su luz en mi frente.

Así cambió mi vida. A partir de entonces no volví a pronunciar una palabra más, ni a mirar otra cosa que aquella luz mortecina.


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