jueves, 18 de junio de 2009

El peletero/El Gordo/El Fin (3 de 5)



Brigitte estaba casada con un marido arruinado, y eso, indudablemente es lo peor que le puede pasar a un marido, arruinarse. Pero Brigitte era una buena esposa, nunca lo abandonó y siempre estuvo a su lado.

Los habían estafado. Eran unos nuevos ricos y unos pobres ignorantes y alguien muy avispado les convenció que debían invertir en arte. Brigitte era una mujer lista aunque muy poco cultivada, pero su marido pretendía, comprando arte, comprar un saber que no tenía, quería tener un pasado. Los engañaron como bobos y terminaron por adquirir cosas que no valían nada.

Cuando ella empezó a olerse el desastre me llamó a escondidas de su marido, alguien le había hablado de mí, y según parece bien. Él no atendía a razones y parecía haber enloquecido. Los juzgados ya estaban embargando su patrimonio por deudas, incluso también esas pinturas que no valían nada.

Siempre me han gustado las estafas relacionadas con el arte, poseen un encanto que no tiene el simple y escueto dinero. Una de las esencias del arte es la representación, otra la del demiurgo. La primera es la mejor falsificación que el ser humano ha logrado de la segunda, a falta de algo mejor el arte es la impostura perfecta. A lo largo de mi vida, más ancha que larga, he podido comprobar que la mayoría de personas prefieren la representación de la belleza que a la belleza misma. Es una actitud intelectualmente inteligente, poéticamente sensible, pero moralmente puritana.

En el antiguo Egipto el mérito era el saber copiar, ser fiel a una tradición milenaria. La bondad de una obra rsidía en la máxima similitud que conseguía con la anterior. El saber siempre se hallaba en un lejano pesado, en aquel tiempo que fue habitado por dioses, ellos poseían la ciencia y la sabiduría, seguir su lejano eco, sus enseñanzas y sus técnicas era el deber de todo hombre, ser y hacer aquello que siempre había sido y hecho.

Ahora muchos pretenden que las cosas continúen siendo iguales, los libros, cuanto más antiguos más sabios, todos los que no tienen nada que decir siempre argumentan con palabras antiguas, más rancias que un mal vino. Pero los tiempos han cambiado y sin duda han cambiado para mal, y lo que ahora realmente se valora es todo lo contrario, la total novedad. A diferencia de entonces la verdad ya no se encuentra en el pasado y sí en el futuro. Por eso el dinero es zafio, siempre nos tropezamos con él en el más sucio y devastador presente. Sin embargo, creo que lo importante de este caso fueron las entrevistas que tuve con un personaje muy singular y peligroso, el verdadero autor de la estafa. El hombre invisible.

Le pedí una entrevista, quería ver qué clase de cosa era, si animal o mineral, si ángel o mariposa, si luciérnaga, hormiga gigante o gacela joven.

La primera vez que lo vi no me desmayé, se me fue la razón. Su rostro era un magnífico y perfecto autorretrato, no sabía si hablaba con su cara o con su máscara, con él o con otro.

Si me miras morirás, dijo con absoluta claridad, ¿lo dijo realmente, o solo me pareció oírlo?

El impacto fue demoledor.

Para sobrevivir tuve que cerrar los ojos y cuando los volví a abrir me encontré con algo parecido a un ejecutivo cínico y presuntuoso. Físicamente vulgar, pequeño, delgado y extremadamente pálido. Su traje y su corbata eran grises, pero parecía ir desnudo; su cabeza era tan calva como su cara. No movía el cuerpo ni los labios, parecía un ventrílocuo sin muñeco.

El sonido lejano que me llegaba desde el otro lado de la mesa era el rugido de una bestia. Y la cosa que veía era una estatua de mármol con los ojos bailando como locos dentro de sus órbitas.

A pesar de estar completamente empapado en sudor y a apestar a adrenalina, no recordaba haber tenido pánico. Lo que sí tenía era un agujero en el cráneo absolutamente tranquilizador. La calma de la derrota. Mis ojos veían a un tipo extraño y mi estómago ardía en ácido y cuando esto me sucedía sabía que lo mejor que podía hacer era emprender la huida, rápida y sin preguntas.

Mucho tiempo después, pensé vanidoso, que yo debía de ser un rival con talla suficiente para merecer el honor de ser testigo y víctima a la vez de su arma más secreta y definitiva y que sólo utilizaba en ocasiones importantes: la verdad absoluta.

Él me enseñó que la forma más contundente de engañar es decir la verdad, porque su poder no es el de la luz, sino el del resplandor, la ceguera total. La mentira en cambio, tiene el poder de la sombra, la virtud del perfil, es el don de la diferencia. Por eso y desde entonces procuro que mis mentiras sean siempre verdad.