viernes, 8 de abril de 2011

El peletero/El cuarto oscuro


Textos vírgenes, el arte de no decir nada. (9)

El cuarto oscuro.

“En el cuarto oscuro se compensan los fallos del negativo. Estos fallos pueden ser debidos a muy diversas causas, algunas de las cuales serán analizadas más adelante. Teóricamente, un negativo muy duro ampliado en papel extrasuave y un negativo suave ampliado en un papel extraduro deberían producir una imagen tan armoniosa como un negativo normal ampliado en papel normal. Pero la calidad de un negativo no resulta siempre evidente: ¿quién diría que un negativo diáfano y transparente puede resultar tan poco contrastado como otro negativo denso y casi opaco? Ambos pueden ser ampliados en papel extra o ultraduro, pero con un tiempo de exposición muy distinto. En la ampliación aspiramos a conseguir imágenes equilibradas, Pero, ¿qué significa “equilibrado””.

“El cuarto oscuro, una guía para ficionados”, Günter Spitzing.

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Dicen que en el cuarto oscuro se compensan los fallos porque se pierde la visión, pero que todo lo demás se abre como si fueras ciego, los sentidos se expanden, las orejan ven y las manos aprecian si las contracaras son extrasuaves o extraduras, o incluso ultrapersistentes.

En las multitudinarias fiestas de Verónica Freeman -aquella famosa productora cinematográfica que se quedó ciega después de un nefasto accidente de automóvil- se producía a propósito un experimento curioso: Cuando todos ya habíamos bebido lo suficiente y la orquestra tocaba de manera animada, en medio del baile, de la diversión y de la algarabía, en esa agitación en la que se pierde el control del cuerpo y casi también de la mente, y en la que olvidamos el nombre con el que fuimos bautizados, la música cesaba de improviso y las luces se apagaban de repente y durante un instante largo, demasiado largo.

Mientras eso sucedía, y la penumbra nos envolvía a todos, el tiempo se detenía suspendido en el silencio y la noche; inmóviles, unos callaban y aguardaban expectantes pegados a sus parejas, oficiales o de ocasión, disfrutando del efecto, pero otros reían y medio chillaban o gimoteaban esperando nerviosos que terminara la ocurrencia de su anfitriona y que resplandecieran nuevamente las lámparas y tocaran, por fin, los músicos.

La suya era ya una antigua tradición que en forma de broma, y año tras año, en el mes de febrero, esperábamos y temíamos. En la ingeniosidad de Verónica se hallaban los orígenes del viejo carnaval en el que todos pierden su nombre y condición para mezclarse con los demás en una extraña sopa de carne y de huesos palpitantes, pero petrificados por el miedo.

Verónica sonreía y se burlaba de nosotros al sentir nuestra aprensión por encontrarnos en aquel salón abarrotado, rodeados de gente apretujada, y en absoluta oscuridad, los segundos transcurrían y no sucedía nada.

A mí, que era su fotógrafo oficial y su amante del momento, me apretaba fuerte la mano para sentir lo que ya sabía, mi perturbación, mi desasosiego y mi anhelo vano, una esperanza imposible: que sus ojos me vieran como vieron en su día a todos los demás.

Yo la conocí después del accidente, y mi rostro nunca pudo formar parte de su colección y vieja memoria que hubo de permanecer cerrada para siempre para mí, y para los que llegaron después, tras un muro infranqueable y opaco; desde entonces hube de convivir, como si fuera con un recién nacido, con sus vírgenes y estrenados recuerdos en un cuarto oscuro, yo vivía en su presente negro mientras otros lo habían hecho y lo hacían en su pasado iluminado y repleto, entre ambos un abismo. Verónica sabía que no podría verme jamás como vio a otros y como sí lo hacían, en cambio, las demás personas de mi vida, y que yo, a mi vez, tampoco podría mirarla a los ojos, ni ofrecerle ni sentir el calor en ellos.

Su venganza, su remedio, y su obsequio, fue darnos, a mí, a sus otros amantes y amigos nuevos, aunque fuera por un instante corto, la ceguera que la había atrapado a ella en aquél fatídico accidente, de esta manera nos igualaba, nos ponía a su nivel ya que no podía acceder al nuestro, llegar a nuestra ventana, y entregarnos la mirada que necesitábamos y le pedíamos.

Mi trabajo de fotógrafo se convirtió así en una paradoja sarcástica cuando la retrataba, vestida o desnuda, mi ojo mecánico sólo fotografiaba una estatua de cristal solo llena de vidrio. En mi trabajo con ella había, sin duda, algo de robo que me transtornaba, de violación también porque el modelo debe poder ver a su fotógrafo como dos amantes que se aman, sino ni uno es el modelo ni el otro su fotógrafo.

Luego, a su orden, transcurridos los minutos, los músicos volvían a tocar, se encendían las lámparas y se hacía de nuevo la luz, y todo...

...todo se velaba, como si una explosión de nitroglicerina blanca nos hubiera barrido de la nada.

(“Verónica Freeman”, su vida y su obra, Demóstenes Vilanova del Bell Puig, su fotógrafo y amante)