Diari d’hivern
(10)
Bla, bla, bla...
Farà cosa de vint
anys, en un supermercat Caprabo, vaig sentir la conversa de
les dues dones que tenia fent cua al meu darrera, esperant, tant elles com jo, el seu
torn per pagar. Eren una tieta i la seva neboda.
La tieta li
preguntava a la neboda com li anava la vida de recent casada, i la neboda li
contestava a la tieta que molt bé, que estava molt contenta i feliç si no fos
perquè ell treballava moltes hores, més hores que voltes donen les manetes d’un
rellotge. La tieta li va respondre que estupendo. Deixa que treballi –li va dir–, no
li posis entrebancs ni et queixis, que porti diners a casa, quants més millor, pensa
que els diners són l’oli que fa funcionar la complicada maquinària dels matrimonis,
quan manca tot són problemes i allò que ens pensàvem que era amor etern es
difumina com el fum d’una cigarreta deixant només una mala olor impregnada a la
roba que costa de marxar. Està clar que la tieta, a més de ser una dona
experta en les coses de la vida també era tota una poetessa.
Abans d’ahir, l’Albert
em comentava que al supermercat Dia hi havia una senyora de mitjana
edat comprant amb el marit i parlant pel mòbil amb alguna amiga o germana i
explicant-li el que havia conversat amb la seva filla: “no
te quejes hija que ya puedes dar gracias de tener un sueldo de mil cada uno. Y
es lo que hay, todo el mundo igual, todos estamos igual. Claro, hasta ahora
estaban muy relajados, pero es lo que yo le digo a mi hija y a mi yerno, os
tenéis que organizar para que ella no caiga enferma, quiere abarcar mucho para
ingresar más pero no hay más, hay que adaptarse a la nueva situación pero sin
perder la salud, porque, le digo a él, ¿qué harás si ella se pone enferma...?”
La setmana passada una noia peruana que em va comprar un bitlleter em
confessava que fa sis mesos que busca feina perquè al complir els quaranta cinc
anys l’han acomiadat per massa gran. Treballava de recepcionista i de cara el
públic, i els clients, li van dir a l’empresa, prefereixen que els atenguin
persones més joves, i que quan s’ultrapassa certa edat es dona mala imatge. Un
conegut de cinquanta i tants em deia ahir que vol obrir una auditoria de
no sé què i que només es pensa envoltar de persones més joves de quaranta anys,
màxim quaranta cinc, perquè fa poc que s'havia reunit amb col·legues de la seva
edat per muntar aquesta auditoria i li va semblar que tots eren una colla de
carcamals, i que així no es podia anar enlloc, i, afegia també, que estar envoltat
de persones joves és molt convenient i refrescant perquè no tenen encara la
sensació de fracàs, no els hi pengen les galtes ni tenen la mirada al·lucinada,
sempre que, naturalment, siguin una miqueta madurs de cap, i que, malgrat les
seves múltiples mancances i que solen ser uns ignorants de campionat, donen
aire fresc i una altra visió de les coses. No vaig saber què dir-li perquè em
temo que té raó i perquè mentre m'ho explicava veia pels vidres de l'aparador
de la meva botiga com, a l'altra vorera del carrer, mig amagada entre dos cotxes
aparcats, una senyora de mitjana edat i ben vestida , s'obria de cames i
orinava per entre les faldilles, no és broma, tal qual.
Quan miro al cel ja no sé si busco el Sol, la Lluna o els propers
bombarders que estan en camí, cada vegada més a prop per no deixar pedra sobre
pedra. A la mili ens deien que el millor lloc on refugiar-se en un bombardeig
és en el sot que ha ocasionat una bomba anterior al caure i explotar, perquè la
probabilitat que en torni a caure una altra en el mateix punt és baixíssima.
Però l’altre dia llegeixo a La contra de la Vanguardia a l’Albert Satorra,
sociòleg, explicar que portar una bomba a
la maleta no augmenta pas la seguretat del meu avió, malgrat que l'estadística
demostri que és menys probable que en hi hagi dos que només una.
Diario de invierno (10)
Bla, bla, bla...
Hará cosa de veinte años, en un supermercado Caprabo, oí la conversación de las dos
mujeres que tenía haciendo cola detrás de mí, esperando, tanto ellas como yo, su turno para
pagar. Eran una tía y su sobrina.
La tía le preguntaba a la sobrina
cómo le iba la vida de recién casada, y la sobrina le contestaba a la tía que
muy bien, que estaba muy contenta y feliz si no fuera porque él trabajaba
muchas horas, más horas que vueltas dan las manecillas de un reloj. La tía le
respondió que estupendo. Deja que trabaje
-le dijo-, no le pongas inconvenientes ni
te quejes, que lleve dinero a casa, cuanto más mejor, piensa que el dinero es
el aceite que hace funcionar la complicada maquinaria de los matrimonios,
cuando falta todo son problemas y lo que pensábamos que era amor eterno se
difumina como el humo de un cigarrillo dejando sólo un mal olor impregnado en
la ropa que cuesta de limpiar. Está claro que la tía, además de ser una
mujer experta en las cosas de la vida también era toda una poetisa.
Antes de ayer, Albert me comentaba
que en el supermercado Día había una señora de mediana edad comprando con el
marido y hablando por el móvil con alguna amiga o hermana y explicándole lo que
había conversado con su hija: “no te
quejes hija que ya puedes dar gracias de tener un sueldo de mil cada uno. Y es
lo que hay, todo el mundo igual, todos estamos igual. Claro, hasta ahora
estaban muy relajados, pero es lo que yo le digo a mi hija y a mi yerno, os
tenéis que organizar para que ella no caiga enferma, quiere abarcar mucho para
ingresar más pero no hay más, hay que adaptarse a la nueva situación pero sin
perder la salud, porque, le digo a él, ¿qué harás si ella se pone enferma...?”
La semana pasada una chica peruana que
me compró un billetero me confesaba que hace seis meses que busca trabajo
porque al cumplir los cuarenta y cinco años la han despedido por demasiado
mayor. Trabajaba de recepcionista y de cara al público, y los clientes, le
dijeron en la empresa, prefieren que los atiendan personas más jóvenes, y que
cuando se sobrepasa cierta edad se da mala imagen. Un conocido de
cincuenta y tantos me decía ayer que quiere abrir una auditoría de no sé qué y
que sólo se piensa rodear de personas más jóvenes de cuarenta años, máximo
cuarenta y cinco, porque hace poco que se había reunido con colegas de su edad
para montar esa auditoría y le pareció que todos eran un grupo de carcamales,
y que así no se podía ir a ninguna parte, y, añadía también, que estar rodeado
de personas jóvenes es muy conveniente y refrescante porque no tienen todavía
la sensación de fracaso, no les cuelgan las mejillas ni tienen la mirada alucinada,
siempre y cuando, naturalmente, sean un poquito maduros de cabeza, y que, a
pesar de sus múltiples carencias y que suelen ser unos ignorantes de tomo y
lomo, dan aire fresco y otra visión de las cosas. No supe qué decirle porque me
temo que tiene razón y porque mientras me lo contaba veía por los cristales del
escaparate de mi tienda como, en la otra acera de la calle, medio escondida
entre dos coches aparcados, una señora de mediana edad y bien vestida, se abría
de piernas y orinaba a través de la falda, no es broma, tal cual.
Cuando miro al cielo ya no sé si
busco el Sol, la Luna o los próximos bombarderos que están en camino, cada vez
más cerca para no dejar piedra sobre piedra. En la mili nos decían que el mejor lugar donde refugiarse en un bombardeo
es en el hoyo que ha ocasionado una bomba anterior al caer y explotar, porque
la probabilidad de que vuelva a caer otra en el mismo punto es bajísima. Pero
el otro día leo en La contra de la Vanguardia a Albert Satorra, sociólogo,
explicar que llevar una bomba en mi
maleta no aumentará la seguridad de mi avión, pese a que la estadística
demuestre que es menos probable que haya dos que sólo una.