domingo, 20 de julio de 2008
El peletero piel roja
9 de septiembre de 2006
Uno de los tormentos clásicos que inflingían los apaches chiricahua a sus enemigos, blancos o rojos, era atarlos panza arriba mirando el sol con los párpados cortados.
Los Lacota, conocidos popularmente como Sioux, se lanzaban al ataque profiriendo amenazas sodomitas.
En “Meridiano de Sangre” de Cormac McCarthy, el grupo Glanton que se dedica, a cambio de unos dólares por cabeza, a matar “salvajes” por encargo de las autoridades, sigue después con mejicanos cuando ya no encuentra más indios a quien arrancarles la caballera. Una vez muertos todos nos parecemos.
George Catlin y Karl Bodmer, entre muchos otros, pintaron con una magnífica precisión y delicadeza al nativo norteamericano. A éste le gustaba verse retratado de tan buena manera por estos medio-artistas, medio-antropólogos y medio-exploradores. Sus pinturas son de un encanto naif genuino y el detalle que en ellas se muestra delatan el buen ojo del naturalista para transcribir a los demás la realidad. A nuestro peletero piel roja le hubiese gustado ser uno de ellos, recorrer con sus telas y pinceles la frontera, en busca de diamantes en bruto para retratarlos con curiosidad y respeto.
El mundo que ellos vieron ya no existe.
La cultura de las praderas de Norteamérica nace con la llegada de los caballos que traen los españoles. Estos seres de otro mundo, vestidos de metal, enloquecidos por el oro y con cruces colgando del cuello, cabalgan una enorme bestia que viaja como el viento. En esta ocasión el indio americano ve en este animal algo más que carne para comer y no lo extermina como miles de años antes había hecho con el caballo aborigen. Tal vez, al ver a los intrusos que creen ser dueños de todo, a lomos de este perro gigante, los imitan y aprenden también a montarlo. La libertad de movimientos y el largo recorrido que la monta de este animal les permite, cambiará la historia de estas praderas interminables. Aunque continuarán poco habitadas, dejarán de ser casi un desierto de hierbas mecidas por la brisa o zarandeadas por la tormenta. El indio también irá a buscar su oro en forma de un ser fantástico llamado bisonte. Los cazarán a flechazos, uno a uno, no regalando nada a los buitres y también los matarán a cientos, despeñándolos por barrancos o haciéndoles caer en trampas, unos encima de otros, aplastando y asfixiando a los de abajo, dejando la pradera teñida de sangre y sembrada de cadáveres para, esta vez sí, festín de los carroñeros. Que nadie suponga, como lo hacen los ecologistas de pacotilla, que sólo mataban lo que necesitaban. Ellos, como todos, procuraban que el trabajo fuese fácil y despeñar bisontes lo es mucho más que cazarlos uno a uno.
Los comanches, de habla uto azteca, fueron los primeros en recorrer estos espacios enormes. Ellos dieron ejemplo a los que llegaron después, y junto con las tribus seminómadas y agricultoras del Missouri, como los Mandan, Hidatsa y Arikara, impusieron un modelo económico y estético que fue imitado y adaptado por todos los demás pueblos que como ríos desembocaron en estas planicies. Para ellos la pradera fue también un “El Dorado” y una hermosa epopeya. En ella se establecieron alianzas y se entablaron guerras. Unos llegaron primero y otros después, queriendo los recién llegados tener también su lugar en el Sol. Y luego aun llegaron más todavía, empujando a los anteriores. Había algo en el lejano Este que se movía con la fuerza del huracán. Nadie se le podía resistir. Nada podía evitar su avance hacia poniente. Tribus enteras tuvieron que desplazarse, desplazando a su vez a otras. En este envite dieron lo mejor de sí. Cuando la distancia del tiempo lo permita, alguien deberá contar y cantar su leyenda y a sus héroes. Sólo el día que su historia se convierta en mito les habremos hecho justicia.
La cultura de las praderas fue efímera, ni siquiera llegó a doscientos años. No pudo sobrevivir más tiempo al empuje de la enorme ola migratoria que había desembarcando en las orillas del Atlántico. Su vida fue corta, pero su esplendor llega hasta nuestros días. La estampa de un indio americano de las praderas montando a pelo un caballo semisalvaje, con su tocado de plumas, sus pinturas de guerra y sus armas, en medio de una pradera inmensa, es insuperable. Ningún rey, ni reina, ni ave del paraíso han sido jamás rivales para disputarle la primacía.
Dueños y señores de todos los caminos, fueron a donde quisieron. Bajo el cielo y su terrible manto desafiaron a los hombres, al viento y a las bestias y sólo el tiempo los derrotó.
De Tashunka Witko (Caballo Loco), jefe de guerra de los Oglala, no existe ninguna fotografía fidedigna, sólo relatos más o menos fieles de retazos de su vida arriesgada y de su muerte violenta, triste y valiente. Nadie lo fotografió, nadie lo pintó, pero alguien nos narró lo que debía ser contado.
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