martes, 26 de agosto de 2008

El peletero en la torre



26 Noviembre 2006

La soberbia es una torre que atraviesa el cielo como la luz de una antorcha. En ella se guarda un cofre con todos los secretos del mundo. La llave de este cofre pende del cinto de un anciano desmemoriado.

Con toda la modestia que lo define frente a otros instrumentos artísticos, mucho más potentes y con más prestigio, el cómic, con su encanto sencillo, nos abre él también las puertas a misterios tan profundos como los mismísimos cimientos de Babel. En el “comic book” que escribió Benoit Peeters y dibujó François Schuiten, titulado “La Torre”, se nos muestra cómo uno de los encargados del mantenimiento y conservación de una gigantesca construcción, que se eleva imperturbable hacia los cielos, ha quedado incomunicado y aislado. Este obrero, que allí vive solo en una pequeña cabaña entre enormes muros de piedra, preocupado exclusivamente en su labor de vigilancia y reparación, llega a perder el contacto que periódicamente establecía con sus otros compañeros y superiores. Ellos están también distribuidos en otras zonas de La Torre y con el mismo deber que él, evitar que se deteriore y colapse.

Hace ya demasiados meses que no recibe respuestas a los mensajes que envía a través de palomas, esperando ánimos o alguna orden. Aislado en su zona de trabajo malvive como un náufrago perdido en un mar de piedras, arcos, bóvedas, contrafuertes, túneles, escaleras, rampas y arbotantes. Tanto tiempo hace que no tiene contacto con nadie que decide abandonar su puesto de vigía y marcharse. Todos los indicios señalan de forma inquietante que los demás se han ido, no tiene más remedio que abandonar su puesto, se dice después de mucho dudar. ¿Habrá que regresar?, supone. Pero regresar ¿a dónde?, no lo sabe. La Torre es su casa, toda su vida ha vivido en ella, reparándola y cuidándola y antes que él su padre y el padre de su padre. No puede imaginar otra lugar que ella. No existe nada fuera de ella. Su horizonte se ha vaciado.

Lentamente va descendiendo. Piedras y solamente piedras va encontrando. La Torre es un mundo completo, sino es ya “Todo el Mundo”. Seres extraños y solitarios habitan rincones de la mole, ajenos al Orden que la construyó y la administraba. Nadie la ha visto entera. Las imágenes completas que de ella se tienen son fabulosas y fantásticas, meramente imaginadas. Su perfil y su tamaño son un mito ya indemostrable.

En “The long tomorrow”, Moebius retoma en uno de sus cómics la forma de una vieja historia de ciencia ficción, para desarrollar una intriga detectivesca, donde la arquitectura es el único paisaje visible, delante y detrás, a derecha y a izquierda, arriba y abajo. Mas tarde, Hollywood llevará también parte de esta imagen extrañamente poética a las pantallas de todo el mundo. La enigmática “Metrópolis” de Fritz Lang, es un inquietante preludio de esta perfecta fusión entre torre y pozo y donde ambos son definitivamente la misma cosa.

Pero unos cuantos siglos antes, Pieter Brueghel el Viejo, ya nos había pintado, con una precisión notarial, lo que algunos milenios atrás los hombres habían imaginado y algunos habían empezado ya a prefigurar en la vieja Sumer con sus zigurats: “La Torre de Babel”.
A las afueras de una industriosa ciudad flamenca a la orilla del mar, Brueghel erige una torre a medio levantar que ya toca las nubes. En ella trabajan los obreros con sus poleas y sus grúas medievales, levantando cada peldaño, uno después del otro. Esta obra impúdica y desvergonzada contrasta con los siervos arrodillados, sumisos, humillados frente al rey que acaba de llegar para inspeccionar las obras. Postrados ante él no osan mirarle, no deben levantar la cabeza en su presencia. Pero más tarde, paradójicamente, sí deberán mirar al cielo para seguir construyendo muros cada vez más altos.

Brueghel sabe retratar el momento y al situarlo en su tiempo, nos cuenta que allí donde se resquebraja el viejo orden medieval y gremial que había regido aun la vida de su padre y la de su abuelo, se levanta ahora un joven y rampante capitalismo, descarado y seguro de sí. El dinero fluye, y muchas son las manos dispuestas a recogerlo y pocos los bolsillos que con él se llenan. El relato bíblico es “la” metáfora de la soberbia humana, que Brueghel cree ver también en los duros cambios que se avecinan y en esos deseos de riqueza a los que muchos ahora consideran tener derecho. Ya no se construye en nombre de Dios. Un nuevo ídolo va apareciendo revestido de huesos y carne y que todos reconocen al mirarse al espejo.

Mientras los humos salen oscuros de las chimeneas de las casas, la torre los sigue imperturbable en su parsimoniosa ascensión al limbo.

Del siglo II después de Cristo, datan los restos de un libro anónimo de moral estoica conocido como, “Cien consejos a mi hijo”. De estos supuestos cien consejos sólo han conseguido llegar a nosotros, quince de ellos. En forma de diálogo, nos encontramos cómo un padre, que se hace llamar “Augustus”, alecciona y aconseja a su hijo “Fidelius” sobre diferentes aspectos de la vida. El tercer consejo es como sigue:

“Mil veces le había repetido Augustus a su hijo Fidelius que no creyera la leyenda del humo. Recuerda hijo mío, le decía, que no puede haber suelo sin techo. Pero querido padre, fíjate en esas cuatro columnas, bien rectas están, son las esquinas de un cuadrado perfecto, no soportan ninguna cubierta y no sostienen nada más que aire, si llueve nos mojamos y si no hay nubes el sol nos calienta sin amor ni piedad. No te dejes engañar Fidelius, ¿crees que tu cabeza podría estar en su lugar si no tuvieses pies? Entonces, ¿cuán alta puede llegar a ser una columna, amado padre? Tan alta Fidelius como tu vista alcance, pero no más, recuérdalo siempre hijo mío y recuerda también que por más que atices el fuego, el humo no subirá más alto, podrás quemar el mundo y quemarte tú en él, pero nunca te dará las alas que no tienes”.

Después de olvidado el pecado en nuestra desmemoria, nos quedará un paisaje domesticado y moralizado, donde el ojo humano pueda reposar y no sentirse extraño. La naturaleza debe ser medida y allí donde es escasa, añadir y allí donde sobra, recortar, ceñir y coser, remover y pavimentar. No existe otro destino tan ineludible como el de ponerle puertas al campo. En ello estamos.