miércoles, 26 de noviembre de 2008
El peletero/Y su hermano
30 Mayo 2007
Eran árboles tan altos y esbeltos que parecían cipreses, pero no lo eran, no sé qué eran, pero eran árboles altos y esbeltos que bordeaban un largo y no muy ancho camino. Cimbreantes y rumorosos cuando soplaba el viento.
De copa en copa los sobrevolaban miles de murciélagos, tan enormes y gigantes, que pensamos que eran vampiros. El cielo estaba cubierto por ellos, de un árbol a otro y de una copa a otra atravesaban las alturas por encima de nuestras cabezas también altas y esbeltas.
Al camino no se le veía el final, pero aunque polvoriento era fresco y sombreado. La brisa que soplaba por entre los árboles que lo flanqueaban, producía un suave silbido que nos acompañaba en nuestro caminar, mitad viaje, mitad paseo. Nosotros éramos dos. Yo y mi hermano. Mi hermano de sangre y de corazón.
Ambos marchábamos decididos disfrutando de la tarde y del atardecer; del declinar lento de la luz y de la noche que se aproximaba irremediable y turbadora. Disfrutábamos y saboreábamos el aroma del aire y el murmullo de aquellas miles de alas batiendo allá en lo alto. Había tantas que formaban un extraño pabellón entreabriéndose y cerrándose continuamente. Si te atrevías a mirar era fácil que se te encogiera el ánimo.
Pero ni él ni yo caminábamos solos. Nos teníamos el uno al otro. Orgullosos, contentos y alegres, los dos marchábamos juntos mientras los murciélagos y los árboles nos proporcionaban una buena sombra y las mujeres se quitaban coquetas el velo al vernos pasar.
Íbamos a buen ritmo sin ir deprisa. Marcando el paso y bailando la más humilde de las coreografías que es la de caminar uno al lado del otro. La sonrisa amplia y sincera, los ojos brillantes, y en nuestro rostro nuestra mejor cara. De vez en cuando nos mirábamos y nos ofrecíamos de nuevo complicidad y compañía.
Aquello no era Europa, ni tampoco era América, ni siquiera África, aquello era el corazón de Asia y por aquel entonces yo solamente era un muchacho joven que caminaba al lado de su hermano a través de un camino bordeado de árboles, de elefantes mansos que transportaban cosas inauditas. De vendedores de secretos todavía no revelados, de mujeres expertas en conocer el futuro y en prometer delicias y placeres, según afirmaban, inimaginables, y nunca sospechados.
Mendigos, tahúres, ladrones, gurús, santones, budas, niñas bonitas, damas intrigantes y muchachos de cabellos ensortijados y cuerpos felinos. Pieles claras, oscuras y negras. Ancianos y niños. Personas y animales. Viento y lluvia, sombra y sol. Frío y polvo. El polvo suficiente para enrojecer el paisaje.
Nadie osó tocarnos al vernos pasar. Nadie osó interrumpir o molestar. Nadie fue ningún obstáculo. Nos miraban curiosos pero siempre con respeto. Se apartaban, dejaban libre el camino.
Cuando uno camina animoso y lleno de esperanza termina por llegar. ¿A dónde? Al principio, naturalmente. Al día aquel en que mi hermano vino a verme por primera vez a la clínica donde nuestra madre había dado a luz. Él era todavía un niño pequeño y la emoción debió de ser tanta que se escondió debajo de la cama.
Ese fue el principio y ese será el final.
Mientras tanto la gente se aparta cuando pasamos. La brisa es suave, los árboles se balancean y el polvo del camino enrojece todavía más el crepúsculo que nunca termina, impidiendo a la noche llegar.
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