miércoles, 9 de septiembre de 2009
El peletero/El tiempo/Ayer (1 de 4)
12 Noviembre 2008
Lo había dejado todo en sus manos, nunca me han gustado los trámites, por eso siempre prefiero que cocinen otros si soy yo el que va a comer.
Me había pedido el divorcio y yo había aceptado inmediatamente.
Con una condición, le dije, encárgate tú de todo. Confío en ti, añadí para tratar de dar solvencia a mis palabras.
Sonrió con ironía. Nunca le gustó mi manera de hacer las cosas, ella siempre decía que era una manera de no hacer las cosas.
No sonrías así, le señalé, no tienes motivo, siempre he confiado en ti, desde que te conocí, desde el mismo instante en que te vi, ¿no lo recuerdas?, no debes dudar de ello, no es justo para ninguno de los dos.
Sonrió todavía más, esta vez con amargura y vacilación. Mis palabras la trastornaban, con ellas siempre conseguía que añorara algo que nunca había tenido, que pensara que ciertas cosas habían sucedido, cuando en realidad nada había ocurrido.
Nada.
Aceptó, se encargó de todo.
Nuestros abogados realizaron el trabajo profesional y ella se dedicó a prorratear y a repartir los bienes, los enseres y los seres que habíamos ido adquiriendo y encontrando durante los años de nuestro matrimonio.
Casi lo hizo bien.
Cuando su abogada me entregó la propuesta apenas consideré necesarias un par o tres de rectificaciones.
La primera se refería a la vajilla de mi abuela, Anita, fallecida mucho tiempo atrás. No sé por qué pretendía quedársela, tal vez consideró que era la suya, no tanto la vajilla y sí mi abuela, o al menos su recuerdo, el recuerdo de una abuela a través de una porcelana fina que no le pertenecía.
Me negué, claro está, mi argumento no tuvo vuelta de hoja: es Anita y es mi abuela, le dije rotundo y afectado con un gesto del brazo y la mano izquierdas. Sabía hacer esa clase de aspavientos, siempre me resultaron fáciles.
Creo que se llevó una sorpresa y una desilusión al darse cuenta de una manera sencilla y simple que Anita no había sido nunca su abuela.
La segunda rectificación se refería a nuestro hijo. Ella quería que los dos continuáramos compartiendo la patria potestad del niño, un varón, que aceptáramos las obligaciones y que asumiéramos también las responsabilidades que conlleva educar a un hijo, tal y como habíamos hecho hasta entonces. Era un deseo lógico y natural en una madre normal, que su hijo tuviera también un padre.
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