viernes, 23 de marzo de 2012

El peletero/Teodoro Van Babel (23)


Teodoro Van Babel

23.
El ambiente.

En aquellos tiempos la autoridad de una obra era más el producto de una factoría que la de un hombre sólo, aunque él, como maestro reconocido por su cofradía o gremio, pudiera imprimir la línea y el tono, y su arte ser la marca de su taller. Cada pieza pues la concebían muchos padres y madres, no todos firmaban ni dejaban su sello en sus pinturas, deduciendo los expertos su autoría por algo así como las huellas de sus dedos, una extraña y dudosa fisonomía que no siempre era exacta, quizás porque ninguno pintó lo que dicen que pintó, aunque alguien, sin duda, fue su autor, sólo o en colaboración con otro maestro a su lado o con un aprendiz a su mando.

Las obras existen para el placer y la reflexión de todos, pero... al carecer de firma parece que les falte su propio nombre, sin ser unas copias, que no lo son, siendo efectivamente originales, son algo que en buena parte desconocemos al ser anónimas aunque no ignoradas.

Los antiguos patricios romanos sólo querían tener la certeza de la pureza de sangre de su estirpe, para ello pedían absoluta fidelidad a sus esposas mientras no estuvieran embarazadas, una vez preñadas tanto les daba si buscaban o tenían amantes o se acostaban con alguno de sus esclavos. Igual que en los harenes orientales también lo importante era la descendencia del Sultán, no que los eunucos fueran, que lo eran, activos sexualmente y calmaran el furor de las esposas enclaustradas, lo importante es que fueran estériles.

¿Cuál era entonces la razón de todo ello?, los derechos de propiedad y las consecuencias económicas, sociales y políticas que se derivaban, derechos y deberes como el de participar en los comicios, ocupar cargos, formar parte de las milicias de ciudadanos, y el crédito público que otorgaba la supuesta virtud de pertenecer a una estirpe que te había educado y moldeado para pagarte y pedirte después cuentas y beneficios. Derechos de compra y de venta sobre las personas y las cosas, y también las garantías jurídicas que el comercio, y los negocios humanos de cualquier tipo demandan para evitar estafadores y ladrones, para impedir que haya copias, calcos, plagios y más bastardos de los necesarios.  

El comercio del arte exige esa clase de fianzas y cauciones también porque la civilización se sustenta en las escrituras públicas que certifican la propiedad de las cosas y de la que dan fe los que toman nota, los notarios. Sin embargo, el arte vuela sin collar y aunque su ser no esté descarnado, su valor, como la dignidad humana, se encuentra más allá de sí mismo, lejos de su sistema nervioso central, ¿dónde?, en los ojos que la miran, en los oídos que la escuchan y que te permiten, fuera de comercios, ver cosas que no tienen precio aunque sí mucho costo.

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En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. (...)

Nosotros, (...) proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los “shöji” no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que provoca el jardín.

Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre  se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecería todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.

A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.

(“El elogio de la sombra”, Tanizaki, 1933 – Biblioteca de ensayo – Siruela, 2001.)