Teodoro Van Babel
16.
Marta.
Dicho lo dicho, y habiendo concluido los anteriores comentarios edénicos, debemos ahora seguir hablando de Teodoro y destacar a Marta Belang.
Mención aparte merece la hija de su casero, Marta Belang, con la que se amancebó, no consta en los archivos de ninguna parroquia el certificado de matrimonio ni el propio pintor nos insinúa nunca algo parecido a un casamiento o boda. Teodoro hablaba de ella con cariño y devoción, con amistad incluso y con algo que se parece al amor, pero que no era amor. A ella le comentaba también, igual que a Silvia, los pormenores de sus obras y el dinero que pensaba ganar retratando a ricas burguesas, esas Venus con dinero fresco, contante y sonante, todas ellas diosas inventadas, delgadas o gordas, a todas ellas las pintaba Teodoro con ubres gigantescas que pagaban por verse convertidas en diosas lecheras.
Marta estaba celosa de tanta mujer que se desnudaba delante de su amado, pero no hizo ascos a las monedas que ello les reportaba, habían sido demasiados años de penalidades y de pobreza que no producen más que tristeza como los jardines que se abandonan por falta de cuidado, esos edenes convertidos en bosques naturales en los que las bestias y los diablos juegan con las ninfas y los ángeles. Marta y Teodoro no eran ningún ser infernal ni celestial, solamente dos seres humanos que miraban, cada uno, una cosa diferente.
Hay, sin embargo, otra Marta anterior de la que sabemos muy poco, una mendiga, casi una niña, que no llegaba a ser una ramera, pero que limosneaba comida a cambio de lo único que tenía.
Silvia, su hermana, ve el peligro en esa pobre desgraciada y aconseja a su hermano que se aparte de ese saco vacío y que deje que sea otro el que lo llene y lo cargue, no él. Silvia fue en realidad la celestina que propició la unión de Marta Belang y Teodoro Van Babel en una escena en la que se demuestra, una vez más, el poder de Eva. Él lo narra con candor pues fue sencillo lo que Marta le pidió, que la pintara desnuda, nada más, y él, claro está, la pintó.
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“...animales entre luces y sombras, bebiendo agua, junto al agua, yaciendo sobre la hierba; a un lado, una crucifixión pintada por un artista que no reconoce a Cristo; flores, personas sentadas, caminando, paradas, a veces sin ropas, desnudas, innumerables mujeres desnudas (algunas dibujadas en escorzo desde sus espaldas); manzanas y bandejas de plata, un retrato del Consejero N; un crepúsculo; una damisela vestida de rosa; patos en vuelo; un retrato de la baronesa X; gansos en vuelo; una damisela vestida de blanco; terneros en la sombra; con manchas amarillas de sol; un retrato de su excelencia el Sr.; una damisela vestida de verde. Y todo se encuentra detallado en un libro: los nombres de los artistas, los nombres de las pinturas. Los visitantes tienen estos folletos entre sus manos, y van de una pintura a la otra, buscando y leyendo los nombres. Luego se marchan, tan pobres o ricos como vinieron, y rápidamente sus preocupaciones individuales, totalmente disociadas del arte, los absorben. ¿Para qué han venido? Cada pintura encierra misteriosamente toda una vida, una vida llena de sufrimientos, incertezas, momentos de fervor y de luz. ¿Hacia dónde se dirige esta vida? ¿Hacia dónde indaga el espíritu del artista, si también se entregó en la creación? ¿Qué revela?
La misión del artista es echar luz sobre las tinieblas del corazón humano, dice Schumann. El artista es un hombre que sabe trazar y pintarlo todo, dice Tolstoi. “
("Sobre lo espiritual en el arte. Parte I" Vassily Kandinsky, 1911)