sábado, 24 de enero de 2009

El peletero/B



12 Septiembre 2007

Conocí a B en un desguace de automóviles.

Estaba intentando localizar mi vehículo accidentado. La grúa lo había llevado hasta allí según me dijo la policía.

Acababa de salir del hospital hacía solamente un par de semanas, después de pasarme siete meses y diez días en él, procurando los médicos volver a pegar todo lo que se había roto, que era mucho.

Me habían dado la dirección en un albarán de entrega después de certificar la compañía de seguros el siniestro total.

Aun albergaba la vana esperanza de encontrar alguno de los objetos personales que se me habían perdido en el accidente.

Los encargados del desguace tenían registrada la entrada, pero o no sabían dónde se hallaba o no tenían ganas de trabajar. Yo mismo habría de buscármelo. No se preocupe, me dijeron, cerramos tarde y si no lo encuentra hoy puede regresar mañana.

Efectivamente no lo encontré después de pasarme tres horas en aquel laberinto de chatarra. Al querer irme me perdí y no había manera de encontrar la salida.

Empecé a deambular tontamente, hasta que B me encontró a mí.

Aunque me habían dado el alta ni mi aspecto ni mi ánimo debían ser los mejores. Y la forma de orientarme entre tanto elefante muerto tampoco debía ser la correcta.

¿Se encuentra bien?, oí que alguien me preguntaba desde las alturas. Ése era B, jugándose la vida encaramado a una pila de automóviles buscando no sé que recambio o que pieza para no sé que coche.

Creo que me he perdido, no soy capaz de encontrar la salida, le dije. No se preocupe lo acompañaré, me respondió.

No sólo me llevó hasta la salida, él también se iba y como yo había llegado en taxi, insistió en acompañarme en su propio automóvil.

Acepté.

Le conté qué era lo que estaba buscando. No se preocupe, ya se lo buscaré yo, a mi me será más fácil, me manejo mejor.

Antes de irse me dio su tarjeta, Llámeme un día de estos y le daré noticias, por cierto, si necesita un auto yo se lo puedo ofrecer, bueno y barato.

Sí, necesitaba uno. Y fui a verle.

Le compré una magnífica berlina de segunda mano a muy buen precio. De mi antiguo automóvil no podía decirme nada, no había conseguido localizarlo, seguramente ya habrán hecho de él lingotes de hojalata, me dijo con una sonrisa algo tímida.

¿Para qué lo quería?, me preguntó.

No supe que responderle, bueno, murió mi esposa, se perdieron cosas y me hubiera gustado recuperarlas.

No dijo nada. Me miraba con los ojos muy abiertos y no debió darse cuenta de que tenía las manos sucias de grasa porque se tocó la cara manchándosela.

Será mejor que vaya a lavarse, le dije. Con esa pintura de camuflaje asustará a los clientes. Ni se inmutó, creó que ni me oyó.

Los dos nos quedamos callados, mirándonos en silencio.

En la pared del fondo de su despacho había clavado con grapas un calendario con una bonita muchacha desnuda.

¿De dónde lo ha sacado?, le pregunté.

¿Qué?

Olvídelo, traté de rectificar. Tengo sed. ¿Tiene cerveza?

En una esquina había una nevera pequeña, se levantó y de ella saco un par de cervezas.

Mientras nos las bebíamos me preguntó. ¿Le interesan este tipo de calendarios?

No, era solo por decir algo.

Me lo ha regalado un cliente rico y a los muchachos que trabajan aquí les gusta verla cuando vienen a pedirme aumento de sueldo. Debe ser el consuelo que les proporciona cuando les digo que no.

¿Tiene clientes ricos?

Unos cuantos. Ése que le digo tiene una magnífica colección de coches antiguos, “históricos” sería el término adecuado. Y yo se los mantengo en perfectas condiciones de funcionamiento y puesta a punto para que pasen cada año la inspección técnica de vehículos. Es interesante verla, de verdad.

Debí poner una cara especial porque me preguntó:

¿Le gustaría? Él se la mostrará encantado. Si usted quiere.

¿Por qué no?, parece buena idea. ¿Cómo se llama su cliente?

En realidad no me interesaban, bueno, no en aquel momento. Pero a él se le iluminó la cara.

Se va a sorprender, le van a gustar mucho. Sí, mañana mismo iremos a verlos, se los enseñaré, no son solamente máquinas, ¿sabe?, tienen nombre y apellidos y aunque son inmortales también pueden morir. Venga conmigo, quiero enseñarle algo.

Debía haber tocado algún resorte o botón invisible; aquel hombre parecía estar a punto de mostrarme un tesoro o a la mujer más hermosa del mundo. Sin embargo lo que vi fue una estructura de hierros oxidados con una vaga forma de algo parecido a un automóvil.

Tonterías como aquella había visto muchas en los museos de arte contemporáneo, pero aquello no era un museo ni una tontería. Aquello era un taller y lo que había sido mucho tiempo atrás un automóvil.

¿Qué le parece?, éste está muy mal, lo encontraron en la cuadra de una vieja casa de campo. No siempre me los traen así. Harán falta muchas horas de trabajo para que vuelva a caminar.

El silogismo me desconcertó, era demasiado evidente y fácil. ¿Es usted médico? Le pregunté.

Mi padre lo era, me respondió con una amplia y nada tímida sonrisa. Yo estudié dos años, pero lo dejé. Se llevó un disgusto, era cirujano, un buen cirujano.

No lo pude evitar, pero me reí.

Espere, no se ría aun, que eso no es todo, el pobre también se murió en un accidente de de automóvil.

El alivio que me produjo su humor negro me sobresaltó. ¿Se estarán riendo también los muertos?

Mañana le llevaré a ver a mi amigo rico, como le he dicho le gusta enseñar a sus “bellezas” ¿A qué hora paso a buscarle?

Yo no sé si los muertos se ríen, pero deberían hacerlo. Al menos esos que son un puro invento. En mi accidente no se había muerto nadie, ni mi esposa ni nadie. Estoy soltero y aquel día conducía solo y choqué de frente contra un camión enorme al dormirme al volante. ¿Por qué había mentido? No sé, quizás para dar lástima. La lastima es un mal sucedáneo del amor o del cariño.

El padre de mi amigo tampoco se había muerto en ningún accidente. Precisamente el padre era ese amigo rico del que me hablaba. ¿Por qué me había mentido? Nunca se lo pregunté. La verdad es que me importaba muy poco. Era una manera rara de decir la verdad.

Porque un muerto sí había habido en un accidente, y no uno sino dos. La madre y el amante de la madre de B, muertos ambos al mismo tiempo en un verdadero accidente de automóvil. Eso sí era verdad.

Su padre aparte de ser rico y tener esa fabulosa colección de autos, sí que había sido realmente cirujano, y B también había estudiado durante un par de años medicina. El amante era amigo y colega de su padre, otro cirujano. Un día se salió de la carretera y se mató junto con ella, la madre de B, los dos amantes muertos.

Iban muy deprisa, no se puede correr tanto, decía B con una perfecta sonrisa cínica dibujada en su cara.

No era ni siquiera una sospecha, pero no pude evitar la fantasía de pensar en un asesinato. ¿De quién?, ¿del padre?, ¿del hijo?, ¿de ambos? El auto bien preparado y manipulado para que tuviera un accidente mortal. ¿B mató a su madre?

B ha terminado siendo uno de mis mejores amigos y la fantasía del asesinato se ha convertido en una absoluta certeza sin valor ninguno. No me molesta ser el amigo de un asesino, esa es la verdad. Ni me molesta ni me importa.

Cuando lo visité, el padre de B hacía tiempo que ya no ejercía como cirujano, el parkinson lo había obligado a retirarse antes de tiempo. Hizo su fortuna comprando naves industriales, lo que le permitió, aparte de hacerse rico, desarrollar su segunda vocación, la arqueología industrial.

“La forma pura y dura de la máquina es el mapa más preciso del cerebro humano”, decía tartamudeando. Yo lo escuchaba con atención no pudiendo apartar los ojos de su tambaleante mano sosteniendo la cuchara con la que desparramaba la sopa por todo el mantel. B lo miraba con ternura, sin preocuparse por las terribles manchas en el traje de su padre.

Necesita un babero, me decía, pero nunca quiere ponérselo, que mas da, ¿no crees?

Manchas de grasa, de sopa y también de sangre.

La fabulosa casa, en cambio, estaba limpia, casi aséptica. El enorme garaje con su magnífica colección de automóviles parecía una noche estrellada.

Son bonitos, ¿verdad?, me decía aquel anciano tartamudo y tembloroso. Pero lo mejor es su sonido, escuche.

Mi amigo siempre lleva las manos sucias. Tuvo una novia que no le gustaba que tuviese esas manos así. Su padre sigue desparramando la sopa por toda la mesa manchándonos a todos.

Pero a nadie le importa.

Y escuché. En silenció escuché. Tenía toda la razón, el sonido de los motores era lo mejor.