jueves, 23 de octubre de 2008

El peletero/Streaptease



21 Marzo 2007

Conté ocho idiomas: francés, flamenco, alemán, inglés, hebreo, italiano, castellano y catalán. Éramos exactamente veinte personas en aquella casa de dos plantas de las afueras de Bruselas. Estábamos almorzando juntos alrededor de una enorme mesa que había en una cocina muy pequeña. Los ocho idiomas se hablaban de forma desenvuelta entre todos, mi padre y yo incluidos. No es que los veinte supiéramos hablar ocho lenguas, no, ni mucho menos, pero sí que parecíamos los apóstoles de Cristo con el don de Babel en el santo día de Pentecostés. La buena voluntad y la buena comida nos permitían entendernos sin dificultad en torno aquella mesa. La mayoría eran judíos y en eso ellos son unos maestros; su nomadismo y su necesidad de supervivencia los han obligado a saber, entender y hablar casi cualquier lengua del planeta.

En una de las paredes de aquella cocina pequeña colgaba uno de esos calendarios de mujeres desnudas, de Pinups. Lo divertido era que estando en abril la hoja visible del calendario era del mes de diciembre pasado. ¡Qué lástima!, solamente quedaba una hoja por arrancar, pero por suerte nadie lo había hecho todavía. Aquella espléndida morena seguía presidiendo la mesa ataviada únicamente con aquel ridículo gorrito de Santa Claus. Debajo de ese calendario estaba sentada la hija del dueño de la casa, una niña de unos doce años con un enigmático parecido con la mujer desnuda de la foto.

Yo tenía diecisiete y había acompañado a mi padre para hacerle de intérprete. Él estaba empezando a aprender inglés, pero la profesora particular que había contratado tenía las piernas demasiado largas y bonitas. El pobre no prestaba la atención debida a las clases y sí a aquel par de fémures, tibias y peronés tan bien envueltos en aquella carne británica, joven y blanca.

A mí no me apetecía demasiado pasar una semana en Bruselas, una ciudad que en aquel momento no consideraba especialmente atractiva. Pero mi padre supo convencerme prometiéndome que me llevaría a ver un espectáculo de streaptease. Efectivamente me convenció, dije que sí enseguida, yo no había visto nada parecido. Naturalmente le dio un cariz pedagógico a la propuesta, dijo que sería bueno para mi formación y él, evidentemente, me acompañaría. A mi madre tampoco le pareció mal, debió pensar que su marido regresaría más “entusiasmado” y que ella sería la beneficiaria de ese entusiasmo.

Era una sala pequeña en forma de teatrillo. No había mesas y los asientos de madera eran algo incómodos. Un mini escenario y música enlatada. Ni bebidas, ni nada parecido y por supuesto tampoco chicas de compañía. Parecía una sala “seria”, aunque no elegante, ni refinada. El espectáculo era puro y duro, chicas, una detrás de otra, que se desnudaban sin mucha gracia intentando seguir la música. En aquella época aun no se habían puesto de moda las barras ésas que van del techo al suelo, las streapers no tenían ningún asidero para hacer cabriolas y gimnasia erótica. En la sala todos éramos hombres, yo el más joven, y con mi padre los dos únicos que íbamos juntos, todos los demás estaban solos. Soledad y carne desnuda. La sala estaba llena.

Mi madre consiguió un tiempo después que la profesora de inglés se convirtiera en un muchacho de las Bahamas. Y mi padre logró con ese cambio prestar más atención a las clases. Yo por mi parte todavía no he perdido el gusto por ver a una mujer desnudarse ante mí, aunque haya que pagar dinero por ello.

En Copenhague, en cambio, la sala estaba vacía. Sólo había dos hombres, yo mismo, sentado con una vikinga de dos metros de alto, y otro tipo con aspecto de oficinista de traje gris, bajito, calvo y delgado que bailaba con una negra norteamericana enorme, alta y gorda. Los dos parecían pasárselo muy bien. En el escenario, otra morenita se desnudaba con desgana. La vikinga era glacial, una perfecta mujer de negocios, prostituta, joven, rubia y muy guapa. Tenía un cuerpo germánico y sólo hablaba de dinero y de su novio. Me aburrió. A mí, la que me gustaba era la rusa que había conocido el día anterior, morena y eslava, una combinación extraña, casada o casi, con un alemán que era socio de Christos, y que acababa de abandonar a su mujer y a sus hijos por esa rusa que también le hacía de secretaria. Mi Christos griego parecía turco, pero ese Christos alemán que ahora me hacía de agente en las subastas de piel nórdicas, parecía nazi, con su abrigo largo de cuero negro y su cuello de visón marrón, su fino bigote, sus gafas redondas y su cabello rubio. Creo que a él también le gustaba la rusa de su socio, y la rusa lo sabía.

La carretera Este que entra en Kastoriá está salpicada de bares, burdeles y Night Clubs, todos ellos muy cerca del Hotel Tsamis. Las muchachas se alojan en él y en él hacen vida esperando la noche para ir a trabajar. Se levantan tarde y a partir del mediodía te las encuentras en los salones, en el bar y en el restaurante, comiendo, conversando, descansando y sin hacer nada. Todas saben muchos idiomas y todas son de mil países. Te ignoran como si fueras un mueble más del hotel. Es mejor no prestarles demasiada atención. Si quieres algo de ellas ya sabes dónde atienden. Mi padre nunca les hacía caso, no estaba allí para eso. Ni yo tampoco, prefería quedarme mirando el lago que se helaba en invierno o irme a charlar con Christos (el griego).

Aunque una vez sí que fui. Con un grupo de colegas a los que les escocía la entrepierna entramos en uno de esos garitos. Acabamos todos borrachos y con un notable dolor testicular. Aquellas muchachas a las que invitamos fueron, cómo no, muy hábiles haciéndonos tomar más copas de la cuenta. Al día siguiente Vanguelis debía recogerme temprano. La resaca fue asesina.

Cuando Christos (el griego) se casó, celebramos la noche anterior una mini despedida de soltero. Fuimos a uno de esos locales. No había nadie. Nosotros éramos seis y una especie de gorilas o camareros hicieron sentar a nuestro lado a seis muchachas, una para cada uno, mientras otra se desnudaba en algo que parecía ser un escenario. Todas eran dominicanas. Pensé que al menos podría conversar un poco, pero no, la chica que me había tocado en suerte era muy lacónica y la música sonaba muy fuerte. Cogió mi mano de una manera mecánica y se acercó mucho a mí. Ése debía ser el ritual de apareamiento, pensé. Era muy guapa. Le dije que me soltara, que no hacía falta y me respondió que no la despidiera, que siguiera tomando copas con ella. De acuerdo, asentí, al fin y al cabo paga Christos.

Cuando recuerdo a una mujer guapa, no puedo evitar recordar también a las feas que he conocido. Entre todas ellas a Elena, realmente no hacía honor a su nombre, ningún troyano la hubiera raptado jamás y ninguna guerra hubiese tenido lugar en su nombre, y el pobre Homero se habría quedado sin gesta que cantar. Era veterinaria y trabajaba en una granja de pollos, en una de esas inmensas naves llenas de aves comiendo y chillando. Era voraz. Su fealdad no le impedía coleccionar amantes guapos y atractivos, auténticos muchachos encantadores y seductores. ¿Cómo conseguía llevarse a la cama a aquellos bellos amantes?, no lo sé. Modestia aparte, yo fui uno de ellos y no lo sé. No lo sé pero lo sospecho, y no es a ella a quien deberíamos preguntar para saberlo, ni a ellos tampoco. Quien crea conocer la respuesta que responda.

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Félix de Azúa, uno de nuestros filósofos de cabecera, sospecha que las mujeres conocen algún secreto que los hombres ignoramos. Esa suposición la sustenta en el hecho probado de que fue Eva quien habló con, ese que él llama, un dios Maligno. El Señor Azúa se pregunta de qué hablaron Eva y el diablo y si esas conversaciones continuaron después de ser expulsados del Edén. Él cree que sí, que continuaron y que han seguido conversando a lo largo de los tiempos. Le intriga esa conversación misteriosa de la que solamente sabemos eso de la Ciencia del Bien y del Mal. El Sr. Azúa piensa que debe de haber algo más y que mientras tanto, Adán y el resto de los hombres sólo podemos especular, imaginar y suponer. Quizás olvida que ese dios Maligno siempre miente. Siempre.

Sea como fuere, efectivamente, los hombres poco podemos hacer. Tal vez sólo sentarnos en una silla de madera y de respaldo alto, mirando en silencio cómo se desnudan ante nuestros ojos y procurando no sonreír.

Nosotros mudos y ellas no perdiendo de vista el foco que las ilumina.

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“La Naturaleza es una quimera, Todo es obra de Dios” afirma Boyer d’Argens, autor de “Therèse philosophe” tal como nos cuenta Fernando Savater en su “Diccionario filosófico”. No es baladí que en ese diccionario la entrada dedicada a “Eros” esté vacía y nos remita a otra titulada “Teresa”. Es toda una declaración de principios citar a ese autor francés del siglo XVIII, a su corta novela y mencionar explícitamente que era un apasionado “apologeta del onanismo -sobre todo femenino- como una derivación lógica y consecuente del “amor propio”.

La tesis de Savater y de Monsieur Boyer es que el erotismo es un acto filosófico, en contra de todos aquellos que piensan que es un acto puramente biológico o incluso de otros que se atreven a investirlo de caracteres místicos, confundiendo psicología con metafísica o magia. El erotismo es un acto de la voluntad, por consiguiente filosófico. Es algo pensado y es algo dicho. Todo aquello que pensamos lo decimos y todo aquello que decimos, lo pensamos. Y consecuentemente simbólico.

Un ateo modificaría algo la sentencia y diría que: “La Naturaleza es una quimera, Todo es obra del ser humano”. Tal vez ése fue el secreto que el Maligno comunicó a Eva, y que nosotros, tontos Adanes, intentamos averiguar mirando obsesivamente el cuerpo desnudo de una mujer.