Teodoro Van Babel
27.
La pintura.
La pintura es un agujero, no sabemos en qué, pero el desgarro es real, porque lo que vemos a su través no existe. La pintura sólo es una superficie plana con capas superpuestas de pigmentos químicos.
Ya hemos afirmado que los diversos retratos que Teodoro Van Babel realizó de la familia de su hermana Silvia los dejó inacabados, psicológica y pictóricamente se hallan suspendidos. Los personajes no tienen fondo ni suelo, y aunque son de cuerpo entero no están ubicados, no tienen punto de referencia. Pero todos ellos miran al espectador, nosotros somos su anclaje. Los fondos en esos retratos son irregulares como el techo de su catedral filistea en la que pintó a Sansón. El trazo es grueso y tosco, únicamente este grosor de la pincelada es el que proyecta sombras verdaderas.
Velázquez pintó igual, aunque con más finura, inteligencia y maestría, a su “Pablo de Valladolid”, pero con el detalle y la diferencia fundamental de colocar una pequeña sombra a sus pies y simular así un suelo sustentador. Velázquez tenía razón, y la tenía, entre otras cosas, porque casi solamente él tiene razón siempre; todo ha de poseer su sombra, una especie de corazón, sin ese centro latiente los objetos no pesan y todo lo que no pesa no cae ni tiene patria, ni norte ni cuerpo ni mente.
La mirada necesita posarse al igual que el pensamiento y esto es lo que no sucede con los retratos de Silvia y su familia. Nuestra mirada no consigue detenerse.
La Europa del Renacimiento y del Barroco inventa la cámara oscura, la linterna mágica, el telescopio y el microscopio, con ellos descubre que el ser humano, sin ser el centro de nada, es uno de sus polos, el verdadero eje inclinado de la tierra. Los talleres de los artistas son microcosmos, la propia casa se engrandece a medida que el resto del Universo se empequeñece al ir conociendo su tamaño. El anacoreta deviene un viajero y viceversa, ambos son unos descubridores dispuestos a conocer qué sucede en las antípodas, bajo sus pies, y, pasando por ellas, regresar de nuevo al hogar en una espiral que nunca termina de cerrarse. El taller del orfebre, junto con las velas de las carabelas, se convierte en la mejor metáfora del nuevo hombre y de su Nuevo Mundo.
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El atractivo, la ligereza, la frescura no son más que sensaciones fugaces. Si tengo empezado, por ejemplo, un cuadro de colores frescos y al cabo de un tiempo lo reanudo, el tono se hará, sin duda más pesado. Al tono de antes le sucede otro que por su mayor densidad lo reemplaza ventajosamente si bien no resulta tan seductor a la vista. Los pintores impresionistas, Monet y Sisley en particular, reflejan una serie de sensaciones delicadas que no difieren mucho las unas de las otras: de ahí que sus cuadros se parezcan tanto entre sí. El término “impresionismo” describe perfectamente su estilo que consiste en reflejar impresiones fugaces. Pero ya no sirve, en cambio, para designar a ciertos pintores más recientes que rechazan la primera impresión por considerarla falaz. Una traducción rápida de un paisaje no refleja más que un instante de su duración. Yo siempre prefiero insistir sobre su naturaleza y sus características para conseguir así una mayor estabilidad en mi cuadro, aún a riesgo de que pierda parte de su atractivo.
(“Sobre Arte”, Henri Matisse. Barral Editores, Ediciones de Bolsillo, 1978.)