miércoles, 4 de febrero de 2009

El peletero/El plexo solar



6 Octubre 2007

Conducir solo un automóvil, alejándote de casa puede llegar a ser una tentación. ¿Por qué?

Las primeras horas del día, esas horas tempranas, poco habitadas, siempre son claras. El aire al menos parece limpio de colores, no huele a nada y casi ni se puede tocar. El coche vuela y lo atraviesa como si todavía no fuera aire, como si aun no fuera nada, y tú, ni siquiera nadie.

Cuando conduces solo un coche, te das cuenta de que los tramos peligrosos son los rectos y los pocos árboles que hay en ellos.

Algunos son árboles robustos, de gruesos troncos, frondosos y generosos con todos aquellos que se les acercan buscando setas, flores, frutas caídas o una refrescante sombra.

Son árboles bondadosos que se dejan grabar a golpe de cuchillo el nombre de cualquier pareja de enamorados, a pesar que ellos no lo tienen. No tienen nombre. No tenerlo es la diferencia fundamental entre los animales y los vegetales. Los primeros son susceptibles de tener uno. En cambio, los segundos no. Aunque sin duda alguno habrá que haya sido bautizado.

Sin embargo nunca se nos ocurre que un ser humano no pueda tener uno.

No hace demasiado, tuve la oportunidad de leer -casi de una manera sorpresiva, y falsamente furtiva- un texto de una despedida amorosa. En ella, su autora hablaba del plexo solar, y lo identificaba como el lugar donde residían muchos de los dolores de su alma.

El plexo solar debe ser algo así como el centro del mundo. Algunas personas concentran en él esa clase de males y esperan que el tiempo sea benévolo con ellas permitiendo que desaparezcan igual que las nubes tras una tormenta.

De tormentas, recuerdo muy vivamente una de tropical que nos obligó a parar a un lado de la carretera el auto que habíamos alquilado, mientras la tormenta caía y no cedía. Paramos porque no éramos capaces de ver nada a un palmo del parabrisas del coche de tan abundante como era la lluvia. Paramos y esperamos mientras el suelo, que era de tierra, iba cediendo y el auto se hundía cada vez más en algo que se parecía mucho a unas arenas movedizas.

Además de los amigos fieles, en casa hemos tenido otros de menos íntimos, amigos también, personas entrañables, bondadosas y dignas de confianza. Amistad puesta a prueba y superada con creces, pero en la que, por alguna u otra circunstancia, no llegamos a profundizar verdaderamente, tal y como nos hubiera gustado a los dos.

Uno fue un peletero como nosotros, y el otro un médico, nuestro médico de cabecera.

El peletero se llamaba Antonio, estaba divorciado y era uno de esos hombres que uno no entiende cómo siguen viviendo solos, dando por supuesto y equivocadamente, que las mujeres deberían hacer cola tras la puerta de su casa para pedirle una cita. El caso es que Antonio era un hombre, alto, fuerte, guapo y atractivo, que sonreía amargando el rictus del labio inferior. Era dulce de palabra y parecía susurrar con un fondo ronco en su garganta.

Casi de la noche a la mañana se arruinó. A nosotros nos debía dinero, no mucho, pero algo.

Y un día su coche se salió de la carretera en plena recta y se mató.

Todos sabemos que no fue un accidente. No lo fue. Y ahora, por motivos que no vienen al caso, todavía estoy más seguro de ello.

Me gustaba su forma de hablar callada, su parecido con Johny Cash, su aspecto tranquilo y su gabardina siempre arrugada. Y me gustaban las conversaciones que tenía con mi tío Eduardo, ambos sentados en sendas sillas, cara a cara, de frente y sin ninguna mesa que los separase. Sus rodillas a un palmo de las del otro. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, y yo, a tres metros de distancia de ellos, tres metros para tener una buena perspectiva de la escena. De pie, callado y escuchando.

Dos hombres guapos hablando de la vida y de la muerte, y por supuesto de negocios y de dinero, pero jamás de mujeres.

Esa fue una de las cosas que aprendí de ellos. Cuando hablan dos hombres, nunca lo hacen de mujeres. No es ningún tabú, ni pudor, vergüenza o machismo. Simplemente no hace al caso.

Eso que afirmo puede parecer inverosímil o poco creíble, pero es cierto. Naturalmente hay que decir también, que no todo aquél que lleva pantalones es un hombre, ni todos los hombres llevan pantalones.

Se ha de entender que estoy hablando de algo especial, hablo del desasimiento, pero lo hago como nota al margen, nada más. Hoy no toca decir nada de él, quizás otro día.

Ahora los dos están muertos, mi tío Eduardo de cáncer, y de Antonio aun debe quedar algo de él incrustado en aquel árbol contra el que se estrelló, el único que había en toda la recta. Supo elegir, era un árbol fuerte y hermoso. Hubieran podido muy bien haberle enterrado allí, bajo la protección de su sombra, anónimo, desasido y elegante como había sido su vida.

Nuestro médico de cabecera se llamaba José Luis, fue un aragonés adusto y algo destemplado. Al poco de casarse y terminar los estudios se fue a Liberia. A esa Liberia que ahora está llena de niños soldados con sus almas y cuerpos quebrados y mutilados.

De él diré poco porque no sé si estoy todavía preparado para ello. Era un tipo de hombre difícil de definir. Le gustaban los westerns, nos dijo un día, y sin decir más comprendimos qué quería decir y cuál era su carisma al ver que sus ojos acuosos se abrían más de la cuenta y pasaba rápidamente a hablarnos de África. A un lado de su mesa tenía una fotografía de su familia, de su esposa Blanca y de sus hijos, y al lado de ésta, otra de una niña liberiana, vestida con uno de esos vestidos africanos, drapeados, llenos de colores y sonriendo coqueta al fotógrafo. O puede que fuera una niña de Ghana, país donde había fundado un hospital.

Nuestro médico también murió. Del corazón, que según parece no cuidaba lo que debía, “ni hacía lo que sabía debía hacer”, nos dijo su esposa el día del sepelio. No sé transcribir exactamente sus palabras y no quiero traicionarlas, pero por su tono, sospecho o creí entender que ése “no cuidarse” fue una actitud algo premeditada. Como un desasimiento también. Una especie de pesimismo metafísico, a pesar de ser una persona creyente.

Todo eso son ensoñaciones y misterios ya insolubles y también indisolubles en cualquier agua por más limpia y transparente que mane de la fuente.

El sol sale cada día y de tanto salir casi no nos fijamos en él, no le prestamos atención, excepto cuando algún hecho colateral nos enaltece el ánimo o nos hunde en la noche en pleno día.

Mientras tanto, los árboles continúan sin tener nombre.

En el tronco de un árbol una niña
grabó su nombre henchida de placer.
Y el árbol conmovido allá en su seno
a la niña una flor dejó caer.
Yo soy el árbol conmovido y triste.
tú eres la niña que mi tronco hirió.
Yo guardo siempre tu querido nombre,
¿y tú, qué has hecho de mi pobre flor?


¿Y TÚ, QUE HAS HECHO? (Buena Vista Social club, Eusebio Delfín)