jueves, 7 de agosto de 2008

El peletero en su sarcófago



28 Octubre 2006

Un viejo lugar común, constantemente actualizado, ata indisolublemente la vida con la muerte, los muertos con los vivos, donde los primeros dependen de los segundos para seguir estando… presentes, no se sabe dónde. Gracias a los vivos, el Cielo consigue mantenerse… allí.

En el viejo Egipto se fraguaron las mil y una maneras de mantener vivos a los… muertos. Los egipcios irradiaron su saber funerario con su exitoso servicio de pompas fúnebres. Los romanos, tan prácticos ellos, simplemente incineraban a los cadáveres; no sabemos si esta barbacoa fúnebre era para quitarse de una forma elegante un estorbo que ocupaba lugar y que además olía mal o para llegar más rápido al Hades. De Roma proviene la famosa frase “quitarse el muerto de encima”. Pues bien, antes de encender la pira, sacaban máscaras de cera de sus queridos coetáneos acabados de fenecer para añadirlas a la colección que la “familia” mantenía en el pequeño rincón sagrado que había en cada hogar. Esas tradiciones recuerdan el culto a los antepasados que en extremo oriente se sigue con espartana disciplina samurai. Hasta hace poco, en occidente, la máscara mortuoria era un homenaje que la sociedad dispensaba a sus prohombres y próceres. La aparición de la fotografía, permitió democratizar la última imagen.

Todo esto forma parte del pasado, incluso del reciente. En nuestro mundo moderno hemos perdido esta costumbre tan arraigada de retratar a los muertos. Primero era el bautizo, (aunque perdiendo terreno frente la ecografía), luego la primera comunión (aunque perdiendo terreno frente a los sucesivos cumpleaños), el servicio militar (aunque perdiendo terreno frente a nada), la foto carné, la boda, los hijos, lo que fuera necesario, para llegar, al final, a uno de los momentos cumbres más importantes de la vida: la muerte. Ahora se considera de mal gusto; el pollo sólo se puede mostrar vivo o cocinado. Hoy en día sólo tienen esta prerrogativa los famosos, aunque en forma de estatua de cera, un sucedáneo de la vida, y una premonición de la muerte embalsamada en material que se derrite.

Los retratos del Fayum han resistido al tiempo, y no por muy conocidos dejan de sorprender cada vez que los miramos y nos miran. Son una almadía en un mar tormentoso, lanzando cabos hacia el barco salvador que el viento aleja irremediablemente. ¿Aun no había nacido la costumbre de cerrar los ojos a los cadáveres?, estos romanos egipcios, bien abiertos los tienen, pintados en el mejor de sus momentos. La técnica es romana, los ojos grandes y almendrados son egipcios, su frontalidad es moderna y su serenidad es sabia, y extrañamente ninguno sonríe. Cuando estaban vivos tal vez eran ignorantes, ahora no, ahora ya lo saben todo, por eso están a un paso de entristecerse, están casi a punto de no estar… muertos. O casi a punto de volver a ser personas. “Persona” en latín significa, precisamente, “máscara”, y enmascarados los muertos nos entrevén a los que seguimos vivos.

La existencia de retratos es un hecho tan misterioso como el que tengamos rostro. Manos, piernas, torso, cara, es normal tenerlos. Incluso hasta dedos. Pero tener rostro, es algo más, es el ser encarnado. Las cosas se diferencian por características que pueden ser medidas. Sus eslabones primordiales como los quantum y los genes, son intercambiables entre sí. Todo puede cambiar y seguir igual al mismo tiempo, como en política. Los rostros no, son insustituibles, es la prueba más irrefutable sobre la individualidad del ser, en contra de estas nefastas teorías que anhelan su disolubilidad en el cosmos uterino o la nada estéril. Y a pesar de la cirugía plástica.

Dios es uno, nosotros también. Muchos lo quieren seguir siendo hasta después de muertos. Un buen retrato es un buen pasaporte. ¿Hacia dónde?