lunes, 4 de agosto de 2008

El peletero/Mario Bunge



21 Octubre 2006

No todos reconocen que la única filosofía posible hoy en día es la filosofía de la ciencia. Los más reacios son sin lugar a dudas todos aquellos que aun permanecen desprovistos del suficiente bagaje científico para entender el mecanismo complejo y sutil, que explica los nuevos fenómenos que la ciencia descubre y divulga. Mecanismos que construyen un orden y una poesía muy distintos a los que habitualmente configuran las “viejas artes”. Sin la lógica y la matemática modernas no es posible comprender el mundo y sus entrañas.

Los retos que la ciencia nos aporta son de tal envergadura que sus maravillas alumbran con una nueva luz viejos y eternos problemas, ontológicos y epistemológicos. Esa luz es la única que merece la pena ser analizada. Esta afirmación puede parecer excesiva, pero a día de hoy la ciencia extiende su manto, para bien, hasta ámbitos y materias inauditas para ella hasta hace pocas décadas. Sólo los vastos asuntos relacionados con la etología humana y la interpretación moral que hacemos de ella permanecen, en buena parte, todavía libres a su mirada. El deseo de libertad de muchos seres humanos ha utilizado con éxito el arte en esta dura y tenaz lucha por el acceso libre a un conocimiento verdadero, pero Galileo y muchos otros nos recuerdan también que la ciencia ha conseguido ser el “arma secreta” que ha demolido los muros más altos y más sólidos. Diderot tenía razón.

Sin embargo, la dramática constatación de que la ciencia, como el arte, es neutral y amoral, ha dado lugar a patologías filosóficas y poéticas de la nada y de la desesperación. El holocausto y el gulag han sido los dos grandes monstruos sobre los que se asienta el terrible paisaje de esa nada y el espantoso dolor de la desesperanza. Algunos tuvieron la premonición de entreverlo y anunciarlo. Ahora sabemos, con pruebas fehacientes, que el saber nunca es inocente. Esta es una responsabilidad que pocos pueden asumir, bien sea por cobardía o por incapacidad.

En 1982 el Jurado del “Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades” decidió por unanimidad conceder este galardón a Mario Augusto Bunge, nacido en Buenos Aires el año 1919. Este ha sido uno de los muchos premios y galardones que a lo largo de su vida ha ido recogiendo, este filósofo argentino que vive y trabaja en Canadá.

Su sistema, basado en una rigurosa metodología formal, es expuesto en “Treatise on Basic Philosophy” en nueve tomos (1974-1989). Abarca desde la ontología, la semántica, la teoría del conocimiento, la filosofía de la ciencia y de la tecnología, la teoría de valores y la ética. El número total de sus trabajos es muchísimo más extenso y prolijo, publicados sin interrupción a lo largo de toda su vida. Una larga lucha, constante y rigurosa en contra de las pseudociencias y las pseudotécnicas. En contra de todo aquello que signifique pseudoconocimiento. En todos sus trabajos, Mario Bunge, manifiesta una incansable y tenaz vocación por la precisión y la exactitud que le permiten desarrollar un potente arsenal de instrumentos y argumentos de incalculable valor en contra de la falsedad y la oscuridad en el saber.

Vivimos en un mundo donde la verdad se ha popularizado. Dicho así, todos nos tendríamos que alegrar, pero su uso y usufructo no sólo no salen nunca gratis sino que su coste es muy alto, y desgraciadamente no todo el mundo tiene la capacidad para pagar tan elevado precio. Para abaratarlo de una manera tramposa, algunos “sabios” antiguos convertían la verdad en un dogma religioso, hoy en día la convertimos en una opinión. En cambio y gracias a las aportaciones, entre otros, de Mario Bunge, podemos saber con certeza que el suelo que pisan nuestros pies es más sólido que la mismísima palabra de Dios o de su profeta de turno.

Uno de los fundamentos del conocimiento científico es el debate, el combate leal y duro, y la existencia de una comunidad democrática del saber. La ciencia no es patentable y no cobra derechos de autor, su disfrute es libre y gratuito y permanentemente se está auto regenerando y auto corrigiendo. Sólo la realidad es más importante que ella.

No hay pues filosofía sin debate y sin controversia. Enriquecedoras han sido siempre las polémicas de Mario Bunge con otros de sus colegas y filósofos, como la que le llevó a disentir e incluso ridiculizar el tan popular dualismo platoniano de mente y materia de muchos pensadores, incluido el famoso, mediático y aclamado Karl Popper. Sin embargo, y como nadie es perfecto, los intentos de Bunge de formular un sistema político sólido, justo y democrático, se han visto entorpecidos por los prejuicios que conlleva un pensamiento tercermundista bien intencionado y, como siempre, poco resolutivo. A pesar de ya llevar muchos años viviendo en Canadá (o tal vez por eso), de haberse opuesto con valentía y coraje al peronismo, y de haber tenido que exilarse de su país en momentos muy difíciles, Mario Bunge tiene una visión tan excéntrica de la política como la geografía de su país natal. En cambio, su rival, Karl Popper, extraordinario pensador a pesar de su platonismo, sí que supo formular en “La sociedad abierta y sus enemigos” un verdadero análisis contemporáneo de lo que es y debe ser una política democrática, donde la responsabilidad se alza a la misma altura que la libertad. Sólo cuando eso sucede podemos esperar que la trinidad llegue a completarse con la siempre olvidada o mal usada, fraternidad.

La filosofía de la ciencia es la única filosofía que hoy debemos hacer, pero la política tiene que ver con los pactos que las personas somos capaces de contraer entre sí. La diferencia de poder entre los signatarios no siempre es el baremo de su grado de justicia. Si así fuese sería demasiado simple. Los acuerdos que establecemos y las razones para romperlos es también un espacio perfecto para el buen filosofar.