lunes, 10 de noviembre de 2008

El peletero/Julia-2



25 Abril 2007

He llegado al hotel después de conducir algo más de mil kilómetros, era ya de noche y he cenado hígado fresco, hígado de cordero. Cuando el hígado está bien asado se derrite en la boca cómo si fuera gelatina. Lo notas y no lo notas.

El hígado era de cordero, en cambio, la camarera que me lo ha servido era una mujer. Más joven que yo y mucho más delgada también. Rubia natural, guapita de cara, espigada, poco culo y tetas inexistentes.

Mi tío Eduardo afirmaba que una mujer delgada es igual que un pantalón sin bolsillos, no sabes donde poner las manos. Al decirlo se reía satisfecho y los que lo oíamos también nos reíamos con él. Su esposa nunca fue delgada, y ahora que es una mujer viuda, mucho menos.

Mi tío Eduardo fue un segundo padre para mí. El amor y el respeto que le tenía eran tan grandes cómo la admiración que le profesaba. Su esposa, sin embargo, no fue nunca una segunda madre, ni nada que se le pareciese. Se quejaba a la mía de lo mal que su hermano, mi tío, hacía el amor. Mi madre no sabía qué decir, porque a ella le pasaba igual con mi padre. No sabía ni podía aconsejarla, en realidad ninguna de las dos sabía tampoco cómo era hacer el amor realmente bien. Aunque supo mucho menos qué decir el día que la pilló besándose apasionadamente con una amiga también casada, ambas tumbadas en la cama. Creo que mi tía no le perdonó nunca que las hubiera sorprendido.

Mi madre no sé si llegó a besar así a una mujer, no creo, pero lo que si sé es que le gustaba peinarse en las peluquerías que frecuentaban las prostitutas del barrio. En ellas oía sus historias, las que tenían con sus clientes y las otras, mucho peores, que tenían con sus propios “maridos”. Algunas de esas historias nos las contaba durante la cena. Mi hermano y yo abríamos las orejas y seguro que también la boca con la cuchara de la sopa a medio meter. El destinatario de aquellas historietas era indudablemente nuestro padre que parecía que no le hacían demasiado efecto.

A nuestro padre lo que le gustaba contar era aquella incursión a Valencia en plena guerra civil española. Disponía de una semana de permiso y allí se fue con su amigo campeón de billar a tres bandas. Los dos sin dinero y con muchas ganas de gastarlo. Para ello se dedicaron a engatusar a incautos en los tugurios de billares, exactamente igual que Paul Newman en “El buscavidas”. Así consiguieron llenarse algo los bolsillos no sin previamente tener que huir corriendo de alguno de aquellos antros.

Naturalmente, también se fueron a un burdel, y mi padre contaba entre risas y sin ninguna clase de pudor a quien quisiera oírlo, sus hijos incluidos, que se “corrió” antes de llegar a la habitación con la muchacha, y que entonces se quiso largar sin pagar, pero los gorilas le hicieron “recapacitar” y acabó pagando por una eyaculación muy precoz mientras subía las escaleras que llevaban a las “suites”. Mal negocio al fin y al cabo.

Después de secarse las lágrimas de tanto reírse, se quedaba serio, compungido. Todos sabíamos que inmediatamente nos contaría otra historia completamente distinta pero que era el preámbulo de la anterior.

En algún lugar del frente republicano, en la tienda del capitán de la Compañía de la Plana Mayor de un Batallón de Infantería, se presenta un soldado quejándose vehementemente de la bazofia que una vez más les habían dado para comer. No era la primera vez que lo hacía, era un reincidente de la queja permanente. Mi padre estaba presente en aquella tienda junto con el capitán de la Compañía cuando el soldado entró. Al oír y ver el capitán a ese soldado quejarse de nuevo, exclamó gritando que ya no lo aguantaba más y que estaba harto de que siempre protestase. Desenfundó la pistola que llevaba en el cinto, le quitó el seguro, la montó y le disparó a bocajarro. El soldado se desplomó malherido y desde el suelo le suplicó entre balbuceos y sollozos que no lo rematase, que tenía mujer y dos hijos. El capitán le respondió que le importaba una mierda, “cómo si tuvieras mil hijos, cabrón”, y vació con toda la ira del mundo y sin pensárselo dos veces, el cargador entero en el cuerpo de aquel desgraciado.

Mi padre se quedó petrificado y más aterrorizado que en cualquier batalla. Al día siguiente le daban una semana de permiso con el compañero que quisiera. Y es cuando se fue a Valencia, que les quedaba más cerca, con su amigo campeón de billar a buscar a incautos y a irse de putas.

Mi padre todavía no conocía a mi madre, aunque eso no hubiera impedido ninguno de los hechos narrados

Mi tío Eduardo, cuando de joven iba a bailar, se ponía un cartucho de monedas de 50 pesetas en uno de los bolsillos del pantalón. Mientras bailaba se arrimaba todo lo que podía. La chica, naturalmente notaba aquella “dureza” y decantaba su cuerpo hacia el otro lado. Entonces es cuando mi tío Eduardo nos decía con una sonrisa picarona, “¡y ése, justamente era el lado bueno!”.

Eduardo murió de cáncer a los 66 años, pero hubiera podido morir a los seis de unas fiebres. Le salvó un remedio “tradicional”. Lo envolvieron entero con gasas con una paloma muerta pegada al cuerpo. Así varios días mientras el pájaro se iba pudriendo y apestando cada vez más. La fiebre desapareció y él se sanó. Para el cáncer, desgraciadamente, no hubo palomas putrefactas que lo salvasen de morir. Ni siquiera el Espíritu Santo se apiadó.

A mi hermano y a mi nos gustaba ver a nuestros padres besarse. Los cuatro poníamos cara de tontos, ellos por hacerlo y nosotros por mirar. Aunque no creo que fuera precisamente cara de tonto la que puse el día que en un descuido vi a mi madre desnuda. Yo tendría unos diez años, y ella, al darse cuenta que la miraba, me sonrió sin taparse. Su cuerpo y aquella sonrisa me enseñaron algo de las mujeres que entonces no entendí. Han tenido que pasar muchos años para descubrir su significado; tantos años que ahora la veo desnuda cada día cuando la acuesto por las noches y cuando he de ducharla. Es una mujer anciana, todavía bella y con un cuerpo hermoso. Le gusta que la acueste y le dé las buenas noches.

Yo creo que ella también comprendió algo de mí, que aunque era su hijo y un niño entonces, era evidentemente también un hombre. Recuerdo que aquella noche, mi hermano y yo oímos a nuestros padres hacer el amor. Yo no sabía exactamente qué significaba todo aquello, pero me sentía contento. Lo que sí sabía a mis años es que aquel día algo había ido bien, ¿el qué?, no sé, pero había ido bien.

Hoy he cenado hígado fresco de cordero, o eso creo, no estoy muy seguro. Después de conducir más de mil kilómetros en mi viejo Fiat estoy cansado. Además me parece que me debo haber dormido conduciendo y escuchando en el automóvil a Schubert o a Serrat, entre alguno de los dos me debo haber dormido. He sentido un impacto muy fuerte y luego me parece haber oído unas sirenas. Yo aseguraría que ahora estoy tirado en la carretera y muerto. Sí, seguro, estoy muerto.

Me sabe mal por los que se quedan y me querían y también me duele por mí, muerto ya no podré conocer a Julia, mi hija, que no sólo estaba aun por nacer, sino que incluso estaba todavía por concebir.

Su madre deberá concebirla con otro hombre, deberá hacerlo por mí, es igual quien sea el padre, eso es algo que nunca ha tenido demasiada importancia y ahora que estoy muerto todavía menos. Es necesario que Julia nazca, es absolutamente necesario, debe nacer. Su madre es una “loba”, es una mujer fuerte, “resucitada” según sus propias palabras. Yo no, yo no creo que resucite.

Es curioso, cuando se está muerto, aunque haga poco, tienes la sensación de haberlo estado siempre, y eso, naturalmente, es imposible, si así fuera Dios sería otro muerto más.