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Creo que era el infierno,
pero en esta ocasión lo más seguro es que fuera alguna ciudad de la costa en algún momento del año 70 ó 71 del siglo pasado.
El siglo XIX.
O del siglo XX. Pero bien pensado también hubiera podido ser del XXI. Fuera como fuese era el siglo pasado. De eso estoy completamente seguro.
Todavía no había ocurrido, pero yo no tenía ninguna clase de dudas que ocurriría tarde o temprano. Que terminaría por sobrevenir. Esa clase de desgracias siempre ocurren, nunca las podemos evitar. Estoy hablando de la muerte.
No sé exactamente cuándo sucedió, no estoy muy seguro de la fecha, pero sí de los acontecimientos, los sucesos, o cómo se los quiera llamar. No sé, los hechos, o algo así. El ser y el estar cuando devienen.
Fue incomprensible, pero fue algo que devino. Yo llevaba unas pocas semanas viviendo en casa de mi abuelo cuando falleció. Le dimos sepultura y me encontré siendo heredero de todos sus bienes que no eran nada más que cosas sin valor.
O eso pensaba yo.
No los vi llegar.
Cuando quise darme cuenta tenía el cuchillo más grande de la cocina en el cuello. Pensé que era conveniente que no me moviese.
El tipo que tenía detrás casi ni me tocaba, sólo se dirigió a mí para decirme: “cuidado amigo, no quiero manchar mi elegante traje nuevo con tu sangre, anda, pórtate bien”.
Me tranquilicé y… me porté bien.
Mientras tanto, otros dos individuos dejaban patas arriba el apartamento de mi abuelo buscando algo que ni ellos mismos sabían cómo buscar. Ni siquiera me lo preguntaron, podían haberme dicho algo parecido a eso: “oye imbécil, ¿dónde lo tienes?” Ni eso, nada.
Lógicamente ellos suponían -y acertaban- que yo no tenía ni idea, que “eso” era cosa del antiguo inquilino, aquel hombre viejo, muerto precisamente hacía unos pocos días y del que yo ocupaba ahora su piso y sus cosas. No sabían ni que yo era su nieto. Al menos no lo mencionaron en ningún momento. Hablaban poco y dos de ellos resoplaban mucho.
Los cajones y los armarios vaciados, los colchones y las almohadas acuchilladas, todo desparramado y tirado por el suelo. Papeles, comida congelada y a medio cocinar, libros, discos, ropa limpia y sucia, todo mezclado y revuelto. Así tal cual lo había heredado, el paquete entero, parecía un legado y ni siquiera fue una herencia, no dio tiempo.
Sus muebles y los armarios llenos con su ropa también vieja, raída y pasada de moda. Sus libros y sus fotografías, sus papeles y sus yogures caducados. Todo era mío por 800 dólares al mes. Ese era el alquiler del apartamento.
Viejo, borracho, sin familia y sin amigos. El único familiar era yo, su nieto huérfano de padres.
Según pude ver nadie fue a su entierro excepto una antigua novia tan vieja como él, llamada Encarnita, y… yo.
Esa tal Encarnita estuvo muy amable y cariñosa conmigo y la vi verdaderamente afectada por la muerte de mi abuelo.
Vivía en su propia casa, que era algo así como una pensión y ocupaba una de sus habitaciones que alquilaba por poco dinero. Pocas veces he visto a alguien llorar con aquella pena la muerte del viejo. Me dio tanta lástima que no permití que se fuera sola a casa aquella noche. Me gustó pensar que podía ser mi madre o mi abuela. Fue muy triste ver la iglesia vacía. Excepto el cura, Encarnita y yo, no había nadie más.
Y mi abuelo en un ataúd barato.
Encarnita incluso me ayudó en algunos trámites legales y así me enteré de las condiciones para alquilar el apartamento que ahora quedaba vacío. El dueño no quería gastarse dinero en vaciarlo de trastos o en repintar las paredes para dejarlo un poco más decente. Estaba bastante deteriorado y sucio, pero tenía una magnífica biblioteca y eso me gustó. Al menos ahora podría tener mi propia casa, eso me hacía sentir bien, me permitía tener la sensación de estar prosperando en la vida, y quien sabe, quizás así también tendría más novias, al menos sitio para llevarlas ahora sí que lo tendría. Mi antigua casera no dejaba subir chicas a las habitaciones, eso decía, aunque hacía la vista gorda, pero yo, la verdad, tampoco tenía muchas ocasiones.
Y ahora me encontraba con la agradable compañía de tres gorilas que muy probablemente acabarían por matarme a pesar del buen consejo de ése que casi estaba a punto de cortarme la cabeza. Una de tres, si no me mataban por ganas, lo harían por obligación, o simplemente por que sí. O tal vez no, yo sólo era un pobre ignorante que tenía a su favor que uno de ellos no quería mancharse su traje caro con mi sangre.
Naturalmente yo no sabía lo que buscaban, no tenía ni idea. Mi abuelo nunca me había contado nada especial, diferente, peligroso o interesante, excepto sus escasas historias amorosas y las viejas aventuras de una guerra que no viví. Sí me hablaba, en cambio, de la muerte de su hijo y su nuera, mis padres, y también de un hermano que falleció cuando apenas era un adolescente. Hablaba mucho de ese hermano, siempre contaba lo mismo pero de manera diferente. Y también hablaba mucho de su propia muerte. El pobre viejo no tenía más familia que yo, ni poca ni mucha, ni lejana ni medio desconocida, solamente yo y una vieja amiga y amante que regentaba algo parecido a una pensión.
Y ahora yo tenía un cuchillo en la garganta a punto de cortármela. Al hombre que lo empuñaba sólo le preocupaban las arrugas de su traje y el enorme anillo de oro que llevaba en el dedo meñique de su mano izquierda y que no dejaba de mirar, mientras, con la derecha sostenía el cuchillo en mi cuello.
Entonces me di cuenta que aquel cuchillo tenía un número grabado en él.
¿Sería eso lo que buscaban?, ¿un número que abría puertas insospechadas y terribles? ¿Una caja de seguridad, una cuenta corriente, un archivo informático?, ¿la clave de un código ultra secreto o quiromántico?, ¿un número premiado de la lotería?, ahora el gángster y yo teníamos delante de nuestras narices un número grabado en un cuchillo de cocina y él sólo era capaz de mirar su monumental y chabacano anillo de oro.
Yo, por mi parte, casi no podía ni mirar ni hacer nada más excepto oír el retumbar de mi corazón mientras el sudor iba empapando mi camisa. ¡Cerdo!, me estás mojando, grito “el elegante”, dándome un empujón y separándome de él. Al caer al suelo el cuchillo me cortó un poquito más de la cuenta, no demasiado, pero si lo suficiente para sangrar y manchar mi camisa sudada. Al ver la sangre, el hombre del anillo de oro soltó asqueado el cuchillo lejos de sí. ¡Sangre!, maldita sea, exclamó. Muchachos, nos vamos, les gritó, aquí no está si es que tenía que estar, quemadlo todo, no dejéis nada sin chamuscar.
Empezaron a rociar todo aquel desorden con gasolina que enseguida prendió.
¿Qué hacemos con este?, preguntaron los gorilas señalándome a mí.
Dejadlo, que se las apañe como pueda.
Y así lo hice, con una herida en el cuello, con un brazo un poco quemado y medio asfixiado por el humo, huí por la escalera de incendios, claro está, sin olvidarme antes de recoger un cuchillo de cocina que llevaba un número grabado en su hoja y que no sabía qué diablos significaba. Aquello era todo mi patrimonio.
Después de salir del hospital donde me curaron las quemaduras y me pusieron ocho puntos de sutura en el cuello, tuve que hospedarme en casa de Encarnita, no tenía a dónde ir y ella me acogió. Durante todo el tiempo, que no fue mucho, que estuve hospitalizado, no me separé ni un instante de mi cuchillo y de ese misterioso número.
Lo que no pude evitar fue que Encarnita lo viera.
¿Qué haces tú con ese cuchillo?, me preguntó.
No supe responderle otra cosa que, ¿lo conoces?, ¿sabes qué es?
¡Claro!, me dijo sonriendo, aquí tenía tu abuelo grabado mi número de teléfono, nunca se acordaba de él, y no se le ocurrió otra barbaridad que grabarlo en el cuchillo más grande que tenía en la cocina en lugar de anotarlo en una agenda como hace todo el mundo. Era un extravagante. Perdía mucho la memoria, el pobre.
Entonces… ¿sólo es tu número de teléfono?
Sí, ¿por qué?
¿Qué es lo que buscaban aquellos salvajes pues?
No sé, pero el cuchillo seguro que no.
Debió de ver mi cara de asombro, porque me preguntó, ¿no me crees?
Sí, claro, le dije. Pero no, no me la creí, un tiempo después averigüé que aquel no era ningún número de teléfono.
Nos quedamos los dos callados.
También hacía pronósticos cuando se lo pedían, añadió al cabo de un rato mientras miraba por la ventana.
¿Adivinaba el futuro?
No, solamente hacía pronósticos, eso no es adivinar el futuro, y según se ve acertaba mucho. A veces iba gente rara a su casa, gente muy rara.
¿Fuisteis amantes?, le pregunté.
¿Quieres que te cuente nuestra historia?
Me gustaría mucho, le respondí.
Lo haré, pero esa es una novela para otro tiempo y lugar, me dijo con una sonrisa sincera. Yo me la miré en silencio mientras de la calle nos llegaba un griterío hostil.
¿Qué pronosticaba?
El día de tu muerte, me respondió con toda la naturalidad del mundo.