sábado, 2 de enero de 2010

El peletero/Ángela (13 de 20)


22 Junio 2009

13. Un recuerdo huido que regresa.

Hay cosas que vives o te cuentan y que rápidamente huyen de ti como lo haría un preso de la cárcel, parecen tenerte miedo cuando en realidad se van porque no las necesitas para vivir.

Así es hasta que observas asombrado que el presente en el que te hallas está lleno de agujeros como un prado habitado por topos o por esos animales tan simpáticos que llaman “perros de las llanuras” norteamericanas.

Ahora, sin proponérmelo, he recordado a Daniel en una habitación de hospital, recién operado de apendicitis. En aquella época ambos superábamos los 25, quizás ya teníamos 27 años.

Era una tarde de domingo de principios de otoño y la habitación estaba llena de amigos y de algún que otro familiar. Las enfermeras no hacían más que reprendernos por el bullicio que armábamos. Entre ellos estaba yo, y también Cristina, su eterna novia y la que terminaría siendo su esposa. Casi todos éramos jóvenes.

Las visitas se fueron marchando y nos quedamos los tres solos medio cansados y medio dormidos y Daniel pidiéndonos un cigarrillo que no le dimos. Alguien llamó a la puerta y vimos entrar a una mujer, era Ángela, yo la conocía de haberla visto en casa de Daniel, acompañada de una joven, pequeña, guapa y morena y a la que no pude ver bien, su larga caballera ocultaba su rostro. Apenas se asomaron por la puerta Cristina se levantó y salió asiéndome de la mano y tirando de ella. No llegué casi a saludarlas, apenas balbuceé un “hola”. Cristina estaba incómoda y molesta y no sé qué me dijo que durante los dos últimos veranos Daniel había pasado unos días en casa de la hermana de Ángela, con ella y en el pueblo de donde era hija. Me contó que había ido a primeros de setiembre, durante las fiestas y que había regresado raro. Le pregunté a qué se refería con eso de raro. No recuerdo muy bien cuál fue su respuesta, cuando alguien califica a algo de raro es que normalmente no sabe encontrar una palabra mejor.

Había vuelto cambiado, me repitió Cristina. Durante unos días se había quedado ensimismado, sin prestar atención a las cosas. Aquellas visitas en casa de su ama Ángela no le habían sentado muy bien, allí había habido algo que lo había agitado por dentro.

¿Qué crees que es?, le pregunté.

No lo sé con seguridad, pero el hecho en sí de tener un ama no es muy normal. A mí no me gusta Ángela, decía Cristina. Incluso afirmaba también que aquella no era su gente.

¿Por qué no te gusta esa mujer?, ¿tienes celos de ella o de otra?

Cree que es la madre de Daniel, cuando casi no se ha preocupado por su propia hija. ¿Te has fijado que nunca habla?, me preguntó.

¿Ella, Ángela?

No, la hija, esa niña que la acompaña es su hija, esa que tuvo no se sabe con quién.

Esa joven tenía que ser la hija de Ángela, eso afirmaba Cristina. Una niña de 16 ó 17 años. Podía ser otra, pero lo más probable es que estuviera en lo cierto y fuera ella. No la recuerdo bien, casi no vi su cara. Esos hechos los había olvidado, nunca habían tenido un significado especial para mí hasta ahora. Pero era evidente que Daniel conocía a la hija de Ángela, la conocía y se conocían de antiguo, había ido algunos veranos a pasar unos días con su ama, allí debió de conocerla. Nunca me había contado nada de eso. Según como se mire eran también hermanos.

El peletero/Ángela (12 de 20)


19 Junio 2009

La hija de Ángela Martínez López

Tuve suerte y Cristina terminó de leer el libro pronto, así que Daniel me llamó para quedar y prestármelo. Cuando nos vimos traté de llevar la conversación a donde deseaba. Le hable de mis padres, que ya estaban muy mayores y cuya situación me preocupaba. Me interesé por su madre, que todavía seguía viva, y por supuesto también por Ángela. ¿Qué es de ella?, le pregunté.

Me respondió que estaba enferma, que padecía demencia senil, que ya no reconocía a nadie, que incluso se había vuelto agresiva, violenta y mal hablada cuando antes nunca lo había sido. Hacía seis meses que la había ingresado en una residencia para ancianos, sedada y medio convertida ya en un vegetal. Cada día eran más las horas que permanecía en cama, no andaba y ya era absolutamente dependiente. No era capaz ni de comer por sí sola.

¿Qué hiciste con el piso donde ella vivía?, le pregunté. ¿Está vacío?, ¿lo vendiste?

No, allí vive ahora su hija.

¿No estaba casada esa chica?

Sí, se casó. Y al poco tiempo los dos perdieron el empleo que tenían. Ya sabes, trabajos muy precarios, ella hacía de muchacha de la limpieza y su marido de peón en la construcción. Su madre me llamó para pedirme si los podía alojar en la casa. Se habían quedado sin la suya al no poder pagar la hipoteca. Le respondí que sí, que naturalmente. Los dos se instalaron con Ángela. A mí no me pareció mal, además, esa era una manera de que no estuviera sola.

¿Y qué pasó?

Bueno, a los pocos meses se separó el matrimonio. Él se fue y se quedaron madre e hija, las dos juntas y solas en aquel piso.

¿El padre apareció alguna vez?, ¿supisteis quién fue?

No, nunca lo supimos. Oficialmente siempre constó como hija de madre soltera.

Así debía de llevar los apellidos de su madre.

Sí, y además se llamaba como ella, igual, Ángela.

El apellido era Martínez, ¿verdad?, le pregunté aparentando ignorancia.

Sí, Martínez López.

¿Por qué le puso el mismo nombre?, ¿por qué hace eso la gente? ¿Creen que el nombre hace a la persona?

Quieren pensar que el hijo o la hija no cometerá sus mismos errores. Es una manera extraña de darse una nueva oportunidad a través de otra persona, y para eso nadie mejor que un hijo.

Yo nunca le pondría mi nombre a mi hijo

Yo tampoco, pero ni tú ni yo tenemos hijos.

Para ti debió de ser una buena solución, ¿no? La hija cuidaba de la madre.

Así fue. Incluso le pagué un sueldo. Lo hice para dignificar la ayuda que les prestaba. Mi ama Ángela era de mi responsabilidad, pero su hija no. Creo que fue la mejor solución para tenerla atendida y cuidada. Hasta que ya ha sido imposible y me he visto obligado a ingresarla en una residencia.

Claro, le respondí. Y en el piso vive ahora sola la hija, ¿no? ¿Vas a menudo por allí?, le pregunté con la mejor cara que supe poner de inocencia.

No, hace meses que no voy, hay días que la llamo por teléfono, nada más.

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¿Por qué me mentía?

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¿Y qué harás con ella?, ¿se quedará a vivir allí?

Le he dicho que se busque trabajo, que su función en esa casa ha terminado ya. Su madre no regresará, morirá más pronto que tarde. Yo no le doy prisa, pero ya se lo he dicho con claridad. Debe encontrar trabajo y también algún sitio para vivir.

¿Y tú no la puedes ayudar a encontrar ese empleo?, insinué.

Bastante trabajo tengo en encontrar uno para mí, me respondió algo inquieto.

Pero son dos niveles distintos el tuyo y el de ella, no tiene nada que ver una cosa con la otra.

Lo que yo creo es que durante estos dos últimos años se ha conformado a una vida relativamente cómoda y fácil, la de cuidar a su madre sin que nadie le diera órdenes. Si quiere encontrará trabajo facilmente. A propósito, ¿cómo va el tuyo?, me preguntó, cambiando sutilmente de tema.

El peletero/Ángela (11 de 20)


17 Junio 2009

De cómo llegué a las puertas de “El Paraíso”.

Todo eso, debo repetirlo, no era asunto mío, pero creía que cumplía con alguna clase de deber si averiguaba algo. Tal vez mi amigo estaba metido en algún problema grave y yo debía advertirle. O eso quise pensar que era para disfrazar así mi mera curiosidad.

Una tarde, antes de que él llegara, llamé al prostíbulo desde el portero automático que había afuera, en la calle, y pedí que me abrieran. Antes de subir miré los nombres que había en los buzones para las cartas. En uno de ellos estaba escrito el de Ángela Martínez López, era la puerta A del cuarto piso.

“El Paraíso” estaba en el entresuelo y aunque la casa tenía ascensor subí a pie. Eran pocos escalones. Al llegar al rellano de ese edén, en la puerta A también, la que se hallaba a la derecha, vi que había una morena imponente esperándome con una sonrisa de oreja a oreja. No me fijé bien, pero creo que no iba muy vestida, quiero decir que llevaba poca ropa.

Me disculpé, le dije que me había equivocado de botón al llamar al timbre, que iba al segundo. Me respondió en tono cariñoso no sé qué de “claro, mi amor” y que si me había equivocado podía enmendar el error fácilmente, y que si subía al segundo piso luego debería bajar, que el suyo era un paraíso al que se llegaba también bajando y que ella me estaría esperando, o algo parecido. La chica prometía vocación de poeta. Le agradecí su buena predisposición y le respondí con la mejor de mis sonrisas que tal vez otro día.

Subí hasta el segundo, a medio camino del entresuelo donde se hallaba “El Paraíso” y del cuarto A, donde vivía Ángela Martínez. Allí me quedé, amparado en una sombra y medio asomado a la escalera, procurando ver desde arriba quién entraba en el burdel. Estuve un buen rato, había llegado demasiado pronto. Me sentí como un tonto y pensé que seguramente estaría mucho mejor en brazos de esa morena. En eso estaba cuando oí abrirse la puerta de la calle. Alguien entró, no pude ver quién era, pero era la hora exacta, la hora a la que siempre llegaba Daniel. Llamaron al ascensor, que bajó. Al llegar a la planta baja abrieron sus puertas y alguien entró en él. El ascensor subió y se paró en el cuarto piso, dos plantas más arriba de donde yo estaba. No sé si era Daniel, pero debía de ser él, era lo más probable. Entre una cosa y otra estuve casi una hora vigilando y rezando para que nadie me viera allí, escondido y casi embozado, y pensara que era un ladrón. Durante todo este tiempo solamente llegaron dos clientes al burdel que no eran Daniel, a esos sí los pude ver lo suficiente y no eran él, no vestían como él.

La persona que subió al cuarto piso llamó a una de las dos puertas, mi oído es bueno y juraría que también era la de la derecha, la A. Alguien abrió desde dentro y creí oír también un “hola”, la voz parecía femenina y la respuesta, otro “hola”, de un hombre, pero desde el lugar que ocupaba no podía ver quién era el que abría y quién el que entraba.

Ése que había subido tenía que ser un hombre y tenía que ser Daniel, era jueves y era la hora exacta, las 14,30. Y la tal Ángela Martínez López tenía que ser su ama, no podía ser otra.