domingo, 25 de enero de 2009

El peletero/La sonrisa más bonita del mundo



15 Septiembre 2007

La sonrisa más bonita del mundo no habla,
se mantiene en silencio,
solamente sonríe,
o bien te mira,
intrigado, extrañado,
deseando averiguar,
o queriendo decir algo que sabe y tú no.


Este mes de agosto ha estado enfermo, le falló el corazón y se le inundó el pulmón derecho, le costaba respirar. Sus fuerzas, ya escasas, menguaron. Aun así, nos miraba y sonreía.

Pero fuimos rápidos y él es fuerte. Para algo debe de haberle servido hacer una guerra.

Yo rastreo con un poderoso radar mi propia memoria en busca de sus recuerdos, que son velas encendidas, cerillas, linternas, ojos que brillan, o simples cigarrillos prendidos que alumbran aquello que no veo. O manos que me guían.

Nuestra amiga dominicana le llama “perita” porque eso es lo que es, una pera blanquilla, con el ojo tieso, una fruta humilde y dulce, acuosa también. Carne y leche de colibrí.

Cuando bombardeaban la ciudad y él se encontraba de permiso en casa de su hermana, tenía la insensatez o la valentía de quedarse en la cama durmiendo tan tranquilo, mientras sonaban las sirenas, y todos se iban corriendo a resguardarse en los refugios. Pero en el frente tuvo que pasarse un día entero echado en el suelo con un compañero encima de él, inmóviles ambos, mientras las bombas iban cayendo, matándolos a casi todos.

Yo le decía en broma que después de pasarse un día así, lo menos que podían haber hecho ellos dos era haberse convertido en amantes. Pocas parejas tienen la posibilidad de disfrutar o sufrir una experiencia “física” tan intensa.

La sonrisa más bonita del mundo narraba con gracia cuando describía a toda su compañía, casi cien muchachos jóvenes y llenos de salud, con los pantalones bajados y sus genitales al aire, intentando despiojarse. Animosos y tan tranquilos, en una tarea cotidiana y sencilla en medio de tanto proyectil.

No había ningún fotógrafo cerca, pero la escena debía valer el oro que pesaban todos ellos.

Y ahora, la sonrisa más bonita del mundo, ha debido dejar que unas enfermeras jóvenes también, guapas, simpáticas y cariñosas, le laven y le limpien igual como si fuera un recién nacido.

Es probable que su cabeza enferma de Alzheimer le deje recordar aquella marcha de “camina o revienta”. Cuando la sed era tan terrible que cometió el error de beber de una charca infecta.

La fiebre se apoderó de él, lo derrotó y lo dejó postrado, a punto para morir.

Pero todos se iban, era de noche y debían marcharse de allí, empezar a caminar hasta que saliera el sol.

“Si me quedo aquí tirado en el suelo me moriré, si me voy con ellos tal vez viva”, se dijo. Y así, levantándose, caminó toda una noche con 40 grados de fiebre, en la que el fusil le servía de bastón y de muleta. Cada paso era una invitación para abandonar y dejarse caer. Ya no le quedaban más fuerzas, pero resistió a la peor de las tentaciones, dejarse morir.

Cuando el sol empezó a despuntar la fiebre había desaparecido. Estaba curado y vivo.

Este mes de agosto de 2007, las enfermeras del hospital hacían cola para verle sonreír.

Yo me quedé con él la primera noche en la que estuvo ingresado en el hospital. Cansado y muerto de sueño le abandoné por un instante y salí a la calle. Quizás eran las cuatro o las cinco de la madrugada. Me quedé frente a la puerta principal donde me apoyé en una barandilla, y me dediqué a saborear la soledad de una noche de primeros de agosto. La ciudad vacía y de vacaciones. No hacía calor.

Las ciudades vacías son una negación, un fracaso, y la oscuridad de sus noches también lo es. Ni un auto ni una bicicleta. Nadie venía y nadie se iba. Miraba la puerta verde y recordaba una melodía celta interpretada por arpa y flauta irlandesas, “Mountains of Mourne”.

Las melodías tristes me reconfortan y estoy seguro que son capaces de cambiar el devenir. A veces producen el efecto contrario, pero si quieres sentir la vida son uno de los mejores consuelos. Mientras…

Mientras… ensimismado las oí llegar.

Venían andando de lejos, despacio, con un taconeo rítmico que las anunciaba. Por mi izquierda y bajando la calle.

Yo, cruzado de brazos y apoyado en la barandilla, mirando la puerta del Hospital, la calle completamente abandonada.

Caminando lenta y lánguidamente se acercaron tres mujeres.

Una era eslava, muy delgada, de un rubio descolorido y poco atractiva. La otra, latina, alta, guapa y espectacular. Y la tercera era distinta a las otras dos.

Al pasar delante de mí se detuvieron y se me acercaron. Empezó a llover.

Sucedió algo sin importancia, nada más que un intercambio simpático de palabras. Me desearon buena suerte y se fueron.

La sonrisa más bonita del mundo ya vuelve a estar en casa para iluminarnos a todos. Yo no sé a quién debo agradecer el don de su compañía, pero si sé quienes somos los que disfrutamos de ella.

Cuando nos visita la nieta de cuatro años de nuestra amiga dominicana, se va corriendo directa a ver a su “perita”. Los dos se toman de las manos y se miran como si fueran unos novios que hace tiempo no se han visto.

Solo se miran y sonríen, nada más. Contentos de estar juntos. Y algún que otro beso.

La sonrisa más bonita del mundo siempre nos decía que únicamente debíamos tener miedo al miedo.

Y yo ya no tengo miedo a eso.

Entonces, ¿por qué no paro de llorar?

Alguien se va.
Alguien ha bebido silencio.
Sólo en agosto gritan las tormentas
como dementes en una ambulancia.
Las ramas nos golpean las mejillas.
Huelen hojas de alisios a aceite de heno, a sueño.
Cabe escuchar, escuchar, escuchar.
Bajo el agua respiran manantiales cansados.
A las cuatro de la mañana
un solitario y último relámpago
con rapidez dibuja algo en el cielo.
Dice “No”. O “nunca”.
O tal vez: “Valor, no se apagó el fuego”.


(“Última tormenta” Adam Zagajewski)