3 Diciembre 2008
Hace unos años tuve que mantener en un buen estado aparente unos viejos y agujereados zapatos, los únicos que me quedaban. Ellos no impidieron ni tampoco fueron un obstáculo para que medio enamorara a una peluquera del Guinardó, con ellos también caminé kilómetros por la ciudad para ir a verla porque no tenía ni un céntimo para el autobús. Ella lo sabía y le hacía gracia ayudarme, darme de cenar y cortarme gratis las puntas de mi cabello largo. Mi aspecto era cuidado porque siempre he sabido sacar provecho de la ropa vieja, que consigo, al ponérmela, que no parezca estar pasada de moda.
Era una muchacha con problemas de fotosíntesis, casi parecía un vampiro o un ficus estropeado. En realidad tenía fotofobia, una piel tan sensible que casi no podía exponerse al sol directo. Era muy pálida, estaba llena de pecas y tenía los dientes como los conejos. Roía pasablemente los glandes, los pezones y otras cosas blandas y duras según el momento. La historia está en otro lugar contada y no es el caso repetirla aquí ni tampoco mencionar el poema “El zapato” que citaba de Palau i Fabre y que nadie entiende fuera de algunos hombres llorones.
Ahora soy alguien afortunado, tengo dos pares de zapatos sin agujeros y dos pantalones y medio, pues uno sí presenta un espléndido orificio en la parte de la rodilla, son unos jeans, y les queda bien este desgarro si cuidas el resto de la indumentaria para no presentar un aspecto desaliñado y pobre. Tengo también un reciente traje negro que compré expresamente para un viaje especial, lo he usado pocas veces y está impecable. Una buena corbata de las muchas que conservo, de seda o de cuero negro, en una simple camisa blanca dan el pego, hacen el efecto necesario para que los demás te miren con confianza y algo de respeto. Incluso, si sabes gesticular como lo hacía John Wayne, exactamente como lo hacía él, puedes sentirte algo más a gusto contigo mismo.
¿Cómo gesticulaba ese gran actor? Con amplitud, sus gestos llenaban toda la pantalla, de derecha a izquierda y normalmente de medio arriba a medio abajo, de las 10 hasta las 4 del reloj, mirándolo de frente. Caminaba recto, pero ladeaba algo el cuerpo. Siempre fue un hombre corpulento de una manera natural, sin esfuerzo, valga el falso oxímoron.
Puedes ir al gimnasio y conseguir allí fortaleza y resistencia, pero Wayne la tenía de una manera peculiar, que supongo heredó de su madre. La suya era la fuerza de una mujer en el cuerpo de un hombre. Es una fuerza diferente, normalmente radica en los huesos y en todo el aparato digestivo, ésa es la fuerza de las mujeres. En los hombres es distinto, la nuestra es muscular y se concentra en el tórax.
Pero todo esto ¿a qué viene?, ¿por qué cito a ese actor? Lo cito y viene a cuento de la famosa película que vi ayer por enésima vez. Ya no recuerdo todas las ocasiones en las que la he visto, que son muchas. “The Searchers”.
En ella, John Wayne, un sargento de la Confederación llamado Ethan, dice algo curioso de los indios que siempre me ha llamado la atención, y que creo cierto no solamente en ellos.
Lo dice en un momento que parece acercarle al fracaso en su intento reiterado por recuperar a su sobrina, que ha sido secuestrada por los comanches. En ese asalto criminal han muerto asesinados también el resto de la familia de su hermano. Vivían en una granja solitaria y demasiado expuesta al viento y a cualquiera que pasase por allí. Todos muertos y violentados, su hermano, su cuñada y los otros dos hijos. Solamente logra sobrevivir, el perro.
Ya llevan él y el muchacho medio mestizo y medio sobrino suyo que lo acompaña muchos años así, sin frutos y con escasas pistas que todavía no les han conducido por el buen sendero. Todo este tiempo deambulando sin descanso y sin ninguna clase de éxito los desgasta, no son las mismas personas que partieron; duermen al raso, viven casi al margen de la comunidad para no conseguir ningún resultado válido por el momento, persiguiendo de una manera obsesivamente enfermiza a una niña que ya será sin duda y después de todos estos años, una mujer comanche. Un fantasma de aquella Debbie que todavía jugaba con muñecas.
Cuando estoy lleno de dudas por el mañana y melancólico por el ayer, pienso que esa frase es una buena metáfora de mi vida y de las cosas y personas que todavía persisten en ella, y también de todas aquellas otras que me siguen importando. Personas y cosas que muchos dirán, seguros de sí mismos, que angustiando.