viernes, 25 de julio de 2008

El peletero familiar



“¡Es peor que un asesinato, es un error!”. Esta frase maravillosamente cínica, la pronunció sin rubor, el político francés Joseph Fouché a cuenta de un asesinato que ordenó ejecutar Napoleón Bonaparte.

Antiguo sacerdote, diputado en la Convención revolucionaria francesa que votó la guillotina para Luís XVI y su esposa Maria Antonieta. Comisionado como depurador de antirrevolucionarios a base de cortarles la cabeza o simplemente cañoneándolos en masa para ir más rápido. Jefe de policía, conspirador, diplomático, republicano, monárquico. Ayudó a dictadores, depuso a emperadores y coronó a reyes. Fue imprescindible para todos aquellos que querían ejercer el poder con seguridad y eficacia. Todos le necesitaron y todos dependieron de él hasta extremos tan peligrosos, que incluso su propia seguridad era amenazada.

Así nos lo cuenta Stephan Zweig, con su prosa tan suave, clara y precisa. Zweig era un narrador delicioso, el texto fluye como una brisa limpia y fresca en una atmósfera transparente y brillante. Exacto, inteligente y sencillo. Así nos narra la vida de un monstruo al que todos temían y necesitaban. A todos ellos sobrevivió y a todos les dio lo que deseaban y de todos ellos consiguió lo que quería.

Joseph Fouché, paradigma de político arribista, sin entrañas ni escrúpulos, cínico y malvado, amaba con una excelsa ternura a su mujer y a sus hijos. Ellos eran la razón de su existencia. Jamás los abandonó, siempre los protegió del horror de la vida. Los quiso con fervor y delicadeza, ellos siempre fueron su retaguardia donde descansaba y reponía fuerzas. En ellos se reconfortaba y en ellos se reconocía. Él, temido y odiado por todos. Él, que almacenaba en su conciencia, miles de muertos. Él, que como jefe de policía, conocía los secretos y miserias de todos, la inmundicia de sus almas y de sus cloacas. Él, al que no le temblaba la mano cuando tenía que matar, hubiera dado su vida por su familia. Así era y así fue hasta el día que murió en su cama.

Para Mohandas Karamchand Gandhi, conocido como Mahatma Gandhi, su familia era la humanidad entera. Fue esa humanidad la que concentró todas sus fuerzas y capacidades, fue ella y no otra el acicate fundamental en su vida. En nombre de su pueblo hablaba al mundo entero. Icono universal de la no violencia, la resistencia pacífica y la paz, toda su vida fue un combate duro y difícil en la defensa de estos ideales. La lucha que mantuvo para conseguir la independencia de la India de la Corona Británica también fue ardua y comprometida. Muchos kilómetros andó y muchas huelgas de hambre realizó, dentro o fuera de las cárceles en las que le encerraron. En 1942, estando en una de ellas, le comunicaron la muerte de su esposa. Prometidos ambos en edad muy temprana, Gandhi llegó a enamorarse tan apasionadamente que abandonó a su padre moribundo y agonizante, para acostarse con ella. Ésta falta no debe manchar toda una vida dedicada a la paz y a los beneficios morales que indudablemente conlleva la no guerra. Mahatma Gandhi llevó a tal extremo este principio, que llegó incluso a aconsejar a los británicos la pasividad y la no beligerancia frente a las tropas nazis que acababan de derrotarles en los campos de Francia y estaban a punto de invadirles. Los ciudadanos de Gran Bretaña no le hicieron caso; en cambio, el pueblo judío, de forma inconsciente, involuntaria y fatal, se enfrentó al horror con la pasividad que Gandhi reclamaba.

Sin esperanzas de poder desarrollar la abogacía en la India, decidió emigrar a Sudáfrica, otra colonia británica. En ella inició sus actividades políticas, reivindicando la dignidad y los derechos que merecían los hindúes que allí vivían. La laboriosidad de la comunidad hindú, sus buenas costumbres, educación y la formación que les otorgaba pertenecer a una civilización exquisita y milenaria, Gandhi los contraponía a la indolencia y pereza del hombre negro sudafricano, sólo preocupado -según su parecer- en tener muchas mujeres que trabajasen para él.

Años después regresó a la India, la recorrió a pie, en tren o en automóvil. Entre huelgas de hambre, proclamas políticas y matanzas de unos y de otros, el país se le rompió en dos. Mientras tanto, sus hijos veían crecer en ellos un rencor por el padre nunca presente, atento a nobles causas, sometido a grandes deberes, destinado a importantes misiones, pero siempre ausente de casa. El padre no lo era sólo de sus propios hijos, sino de todos. Ellos debían comprender lo insignificantes que eran frente al mundo entero. Para Joseph Fouché lo que era insignificante era este mundo que tanto amaba el Mahatma.

Gandhi como Jesús, después de allanarnos el camino con sus humildes zapatillas, murió también asesinado. Sus familias les lloraron, abrumados por la enormidad de sus figuras que ya nadie se atreve a juzgar. A sus madres, a sus hijos, a sus hermanos, sólo les quedó reverenciarlos como luego harían millones de personas.

Hitler sólo amó a su perro, la enorme tarea que tenía por delante tampoco le permitía más.