miércoles, 28 de enero de 2009

El peletero/El ojo y el negro (4)



22 Septiembre 2007

Sólo una sombra prematura entró
en el rostro del joven Rembrandt. ¿Por qué?
Pintores holandeses, decid, ¿qué pasará
al pelar la manzana, cuando falte la seda,
cuando todos los colores sean fríos?
Decidnos, ¿qué es la oscuridad?


(Fragmento de “Pintores holandeses” Adam Zagajewski)

Las palabras también son máquinas y en la Biblioteca Central de la Universidad de Kunisburg están todas, no falta ninguna. Pero las palabras están hechas para ser dichas y ser oídas, aunque las escribas y las leas, las dices y las oyes.

Debes hacerlo, alguien debe hacerlo.

Teodoro Van Babel sabe que en el camino de Ostende las palabras tienen sombra, al igual que los árboles que lo bordean y que ha pintado decenas de veces.

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Querido Teodoro, el parto ha ido bien. Tu nueva sobrina se llama Rosa, como la abuela de Christian. Es bonita, ha nacido sana y con muy buen peso. Una niña más, parece que no sabemos darle un nuevo hermano a tu sobrino Pablo. Con tantas mujeres lo vamos a malcriar. Aunque quizás eso sirva para que no se embarque hacia América.

La niña es rubia como un girasol y redondita, Christian no para de besarla y cada beso que le da también me lo da a mí.

¿A ti quién te besa Teodoro?, perdona que te lo pregunte, ¿esa ramera negra?

Esos no son los besos que tú necesitas Teodoro. Se me hace extraño mirar los dibujos que me envías de ella. ¿También es negra por dentro?

¿La amas?, ¿te ama ella?

Silvia, tu hermana que te quiere


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La historia de la pintura se termina con Velázquez y su “Meninas” cuando convierte la ventana en un espejo. Con él el espacio pictórico se abre, nos envuelve y atrapa, nos hace estar presentes al situar parte de los acontecimientos que ocurren detrás de nosotros. Por primera y última vez, los espectadores, gracias al engaño y a la ilusión pictórica, nos hemos convertido también en protagonistas, estamos contenidos en la pintura. Esto no había ocurrido nunca antes con la maestría con la que Velázquez logró plasmarlo y jamás volverá a ocurrir después. Lo que Velázquez hizo no puede repetirse fuera del plagio, pero antes que él se vislumbró el camino.

La pintura es un agujero, no sabemos en qué, pero el desgarro es real, tanto, como lo que vemos a su través no existe. La pintura sólo es una superficie plana con capas superpuestas de pigmentos químicos.

Ya hemos afirmado que los diversos retratos que Teodoro Van Babel realizó de la familia de su hermana Silvia están inacabados, lo están de diversas maneras, psicológica y pictóricamente. Los personajes no tienen fondo ni suelo, y aunque son de cuerpo entero no están ubicados, no tienen punto de referencia. Pero todos ellos miran al espectador, nosotros somos su anclaje. Los fondos en esos retratos son irregulares como el techo de su catedral filistea en la que pintó a Sansón. El trazo es grueso y tosco, únicamente este grosor de la pincelada es el que proyecta sombras verdaderas.

Velázquez pintó igual, aunque con más finura, a su “Pablo de Valladolid”, pero con el detalle y la diferencia fundamental de colocar una pequeña sombra a sus pies y simular así un suelo sustentador. Sinceramente, Velázquez tenía razón, solamente él tiene razón. Todo ha de tener su sombra, sin ella las cosas no pesan y todo lo que no pesa no tiene patria ni norte.

La mirada necesita posarse al igual que el pensamiento y esto es lo que no sucede con los retratos de Silvia y su familia. Nuestra mirada no consigue detenerse.

Teodoro Van Babel fue un pintor muy dotado técnicamente, pero era poco paciente. A diferencia de Durero que fue hijo de su tiempo y asimilaba todo lo que aprendía y sabía darle forma, y de Rembrand que siempre demostró de él mismo ser una prueba fehaciente y un poco triste de humanidad, y de Velázquez con su humanismo. A Teodoro no sabemos calificarlo. Parecía voluntariamente torpe y en ocasiones infantil. Sumaba voluntad, entusiasmo y torpeza.

Esa tríada, a nosotros nos recuerda a Pasolini, y su mirada lúcida pero oscura, esa sabiduría desconcertante que le llevaba a contratar actores no profesionales y dotar así, a sus películas, de una textura muy característica. Van Babel y Pasolini hubieran sido buenos amigos de Caravaggio y de los mendigos, ladrones y asesinos que éste recogía de la calle para que fueran sus modelos y pintarlos interpretando a santos, a obispos y a reyes.

La incapacidad unida a un propósito correcto y ambicioso no conduce necesariamente al error, pero sí al fracaso. Es como un acertado diagnóstico médico de una enfermedad incurable. Teodoro sabía cual era la pregunta, pero nunca supo responderla. El resultado no puede ser otro que el desasosiego. Un malestar, un vacío en el saber. Sus obras nunca terminan de responder adecuadamente a esas preguntas que ellas formulan.

Es posible que a Teodoro le hubiera gustado Modigliani y sus inacabados retratos de ojos vacíos. Una mirada moderna -pero sin demasiado futuro- a un viejo problema formal. Y por supuesto moral: cómo y qué debemos mirar.

Cuando Silvia era pequeña, se encontraba un día jugando con algunas de sus amigas cerca de un bosque. Sin proponérselo vio una cruz colgada de una de las ramas de uno de aquellos árboles de ese bosque.

¡Mirad!, dijo, allí hay una cruz, señalando con el dedo donde se hallaba y ella la veía. ¿Dónde? Le respondieron las demás niñas. ¡Allí!, repitió Silvia, volviendo a señalar.

Allí no hay nada, decían sus amigas, no hay ninguna cruz, sólo árboles.

¡No es verdad!, insistía Silvia, fijaros bien, repetía. ¡Yo veo una cruz!

Tanto insistió, que una vecina la oyó. ¿Dónde dices que está?, le preguntó, ¿allí?, bien, vamos a buscarla, acompáñame, le pidió.

Y las dos se fueron cogidas de la mano mientras las demás niñas las miraban y esperaban.

Y mirándolas vieron como, después de unos sesenta pasos, descolgaban una cruz de madera, de dos palmos de largo, de una de las ramas de uno de los árboles de aquel bosque.

Aquello no fue ningún milagro, ni nada parecido. No fue tampoco un prodigio, ni siquiera un meteoro.

¿Era simplemente que Silvia tenía mejor vista que todas las demás? No exactamente. Al menos no desde un punto de vista óptico.

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Para mirar bien hay que saber primero qué clase de cosas queremos ver.

¿Qué clase de cosas queremos ver?

Picasso lo solucionó de una manera magistral al retratar a Gertrude Stein y ella quejarse por el poco parecido que creía tenía el retrato. No se preocupe, le respondió Picasso, si no se parece ahora, ya se parecerá de aquí a unos cuantos años.

Y acertó. El primer y último retrato premonitorio de la historia.

“Yo no busco, encuentro”, decía Picasso. Y acabó logrando que todos mirásemos por sus ojos.

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Querida Silvia, por fin mi casero me ha pagado lo que me debía por el retrato que le hice. En condiciones normales debería ser yo el deudor, pero pactamos un año sin cobrarme alquiler y el año terminó la semana pasada. Eso significa que deberé empezar a pagar yo. Y eso me preocupa, mis finanzas no son precisamente prósperas.

Marta, la hija de mi casero todavía no se ha casado, hace unos días me preguntabas por ella. Ya sabes que es bonita, te lo digo porque sé que me lo preguntarás.

Querida Silvia, no te preocupes por “mi ramera negra”. Sólo es negra por fuera, por dentro es como tú. Y sí, me besa, pero yo no la amo y no sé si ella me ama a mí.

Una parroquia cercana me ha pedido una “Piedad”, me gusta el encargo aunque pagan poco. Creo que tengo una buena idea para esa Piedad, lo difícil será convencer al párroco.

Deberé tomar más encargos para retratos, a la gente le gusta mirarse.

A mi me gusta miraros.

Tu hermano que os quiere, Teodoro.