lunes, 3 de noviembre de 2008

El peletero/125 euros



31 Marzo 2007

Esta mañana ha empezado mal. Ella ya no estaba en la cama. Una vez más. Vamos a tener que comenzar de nuevo, o terminar. ¿Pero qué puede hacer un hombre consigo mismo y con una mujer que no lo tolera?

Ayer noche llegué a las dos de la madrugada. Con el cupo casi completo de whisky, me tambaleaba un poco, pero todavía estaba lúcido. Al menos con la lucidez propia de quien tiene el cerebro embotado por el licor y por tanto puede ver las cosas con otra claridad. ¿Qué hago aquí? Eran las tres palabras que me repetía en voz baja.

Me quité los zapatos y los abandoné junto a la puerta de entrada. Solté el abrigo en el sofá, me deshice el nudo de la corbata y también de la chaqueta que quedó tirada por el suelo. Me dejé caer en una silla, el salón estaba a oscuras. El tic-tac. del reloj de la sala no tardó en martillar mi cabeza, las pulsaciones de la sangre en mi cerebro parecían una bomba de relojería. ¿Qué hago aquí? Ella seguramente estará acostada, aunque no dormida. Sé que cierra los ojos inmediatamente que llego al cuarto y me siento en la cama. Ya ni siquiera hago el esfuerzo de besarle el cuello y decirle que la amo. ¿Para qué? Igual no sirve de nada, sé que no sirve de nada. Noto que está a punto
de romperse, su aparentemente pausada respiración solo representa el volcán que va a escupir lava. Y su ácido me cubrirá nuevamente hasta hacerme desaparecer. Ella piensa que disimula bien, que me sabe mentir, siempre ha creído que yo me creía lo que ella quería que yo creyese.

Decido poner algo de música, Sinatra está bien. Su voz es un bálsamo y me permite pensar que soy lo que no soy. Me sirvo otro whisky y pienso en la mujer del bar. Me juro que solo fui para no llegar temprano a casa, para no tener que enfrentarme con su mirada, y esa lejanía celestial. Llovía mucho y hacía frío, un trago no me hará daño, me dije. Entré y me senté en la barra.

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El barman ya me conocía de otras veces. Es un muchacho agradable, tiene la lengua suelta y el hablar fácil. Había poca gente que atender y nos pusimos a conversar de cosas sin importancia, bueno sí, el no tardó ni dos minutos en contarme que se casaba con una de sus compañeras. Le pregunté si estaba enamorado, se quedó callado, uno no pregunta cosas a sí a alguien que se va a casar, se las pregunta a los que se van a divorciar. Él no se dio cuenta, claro, pero en realidad me lo estaba preguntado a mi mismo. ¡Por supuesto que estoy enamorado!, me respondió con una sonrisa amplia. Yo me lo quedé mirando un rato, ¡que bien!, dije, y no sé por qué la sonrisa le desapareció de su cara.

Pasé una mirada por el local, ya se había llenado, era viernes noche. Ejecutivos que recién salían de sus trabajos, mujeres que iban en grupo a tomarse un trago, alguna pareja que reía cómplice, y yo, yo era el único que iba solo. Fui a decirle algo al muchacho de la barra cuando la vi, buscaba un lugar, buscaba una persona, no sé. Me dediqué a observarla, con la satisfacción del que sigue con atención a un animal salvaje y que no se percata de nuestra presencia, algo por otra parte a lo que ya estoy acostumbrado con las mujeres guapas, no se dan cuenta nunca de mi presencia. Nadie diría que estaba nerviosa por las miradas que arrancó en algunos hombres, ella iba a su aire, seguía buscando algo y no lo encontraba. Por fin decidió acercarse a la barra y el que ahora se perturbó fui yo. Venía hacia mí, me escondí tras la copa que tenía en la mano y cambié mi postura hacia el camarero, quien no se había dado cuenta de nada.

Él la conocía y la saludó con familiaridad y simpatía, ella le devolvió una sonrisa blanquísima, moviendo al mismo tiempo de una manera aparentemente espontánea su espléndido cabello negro, le dijo que buscaba a su padre, ¿lo ha visto?, le preguntó. Yo sólo pensé que quería hundir mi nariz en esa mata de pelo, olía a violetas y me imaginé cómo serían sus otros olores, a caucho o a almizcle, no podía saberlo, no lo sabría jamás. En ese momento me miró y pensé que había leído mis pensamientos por lo que torpemente desvié la mirada y no hice lo que debía haber hecho, sonreírle y brindarle un trago. O quizás no, ¿cada vez que te miran has de invitarlas a una copa? Uno nunca puede saber qué es lo que pasa en la cabeza de otro, y mucho menos de otra. Pensé en mi esposa, ¿donde estaría?

Hacía tiempo que no podía saber dónde paraba, en algún trabajo, en casa de su madre o bien con otro hombre. Llevábamos un año sin acostarnos, sin sexo de ninguna clase, sería lo más normal del mundo que tuviera un amante. Al principio eran los consabidos dolores de cabeza, luego fueron otros pretextos y cuando se me ocurrió protestar ya fue un rechazo absoluto. En una ocasión me pidió hablar y hablamos, yo no entendí nada de lo que me decía y eso que en aquella época sólo tomaba agua mineral sin gas. Que no entendiera lo que me decía, según parece, fue la gota que colmó el vaso. Allí se terminó todo. Yo todavía estoy perplejo. Esa no conversación fue la clave de algo, no sé de qué, pero de algo muy importante. Lo que no entiendo es que no me haya pedido el divorcio todavía; sospecho la razón, mejor dicho sé cual es, la sé, pero hoy estoy ya demasiado bebido para repetírmela y, además, esa muchacha morena que buscaba a su “dady” aunque perturbe mi entrepierna me hace recordar que todavía estoy enamorado de mi mujer. Aun lo sigo estando aunque también me haya convertido en invisible para ella.

Me tenía que ir, pero ya solo podía concentrarme en esa presencia que había a mi lado y en su olor que, quieras que no, me alcanzaba sin pedirme permiso. Detuve mi intención de pagar e irme y simplemente me quedé allí, aspirando ese aroma. “¿Viene a menudo?”. Casi salté de la silla. ¿Perdón? Le pregunté. “¿Que si viene a menudo al bar?”. Aquella muchacha me estaba preguntando algo, ¿qué demonios me preguntaba? El camarero respondió por mí, “viene casi todos los viernes”, le respondió. Yo sólo asentí con mi cabeza y me esforcé en esbozar algo parecido a una sonrisa. Estaba aturdido, a mis cincuenta años, estaba aterrado por la presencia de una mujer, completamente extraña que olía a violetas. Bien pensado tampoco es tan difícil, hoy en día los perfumes hacen maravillas. Parezco tonto, me dije, no es nada más que una mujer, cada día ves a cientos de ellas, ¡estás borracho!, me recriminé.

Esta vez me animé y le ofrecí una copa. La aceptó y mientras tanto me miraba. Con curiosidad, con algo de maldad, como miran las mujeres bellas y seguras. No se puede afirmar que esa fuera una plática trascendental, especialmente porque el camarero volvió a ser repentinamente locuaz, y en lugar de hacer su trabajo decidió entrar en la “charla” y contarle también a ella que se iba a casar. Al oírlo se rió, soltó una carcajada, y el pobre muchacho se sorprendió, ¿por qué se ríe?, le preguntó; ya lo sabrás respondió ella mientras se zampaba de un solo trago toda la copa. ¡Válgame Dios!, pensé, al ver aquella boca abrirse para beber ese “pastis” blanquecino. Creo que el camarero casadero también se asustó al ver lo que aquella boca femenina era capaz de tragarse. Estoy seguro que allí empezaron sus dudas matrimoniales que no eran precisamente muy filosóficas. Sea como sea, gracias a él pude enterarme de su nombre y sus apellidos y que el padre de la muchacha era el dueño del bar.

Ya era casi la una de la madrugada, pero yo hacía rato que no miraba el reloj. Nada, ni nadie en el mundo me hubieran movido de allí. El whisky ya había cumplido el propósito de armarme de un valor que en el común de los días no tengo y me sentía casi cómodo. Cómodo, no. Me sentía valiente, aunque lo más correcto hubiera sido decir intrépido, las mujeres no me han dado nunca miedo, a veces me han aburrido y en la mayoría de ocasiones me han desalentado, por eso más que valiente uno necesita ser intrépido para subir una montaña que sabe que inevitablemente luego habrá de bajar.

Por fin le pidió al camarero un taxi. ¿¿Se va a ir??, pensé. Si quiere la acerco, voy de salida también. Ella dudó un segundo y a continuación sonriéndole al camarero, dijo, “si me sucede algo malo, tú serás el responsable porque me dejaste ir con él; dile a mi padre que he venido”. Con la neblina producida por el licor y por mi deseo, me pareció lo más natural del mundo salir de un bar con una mujer que no conocía. Dilaté lo más que pude el camino al coche, la madrugada estaba muy fría, seguía lloviendo y caminábamos muy cerca el uno del otro; le pregunté a donde la llevaba y me respondió: “donde quisiera ir no me puedes llevar”. Cuando una mujer te responde una cosa así me entran ganas de huir corriendo. O es tonta de remate o ha visto muchas películas y se cree Lauren Bacall. Pero si ella era tonta yo lo era más, aunque para mi descargo he de confesar que estaba borracho, y ella no.

Respondí a esa frase pidiéndole que intentara decírmelo, y tal vez la sorprendería. Se detuvo, me miró directamente a los ojos y cuando estaba a punto de caer pulverizado por esa mirada extraña, me dijo: simplemente acércame al Gran Hotel. No me caí pulverizado, lo que tuve fue una erección, por suerte el abrigo la disimulaba aunque me molestaba al andar.

El interior del auto no era precisamente el lugar más erótico del mundo –y como sabemos todos tampoco el más cómodo- además la erección persistía, al sentarme al volante se me colocó mal. Lo lógico hubiera sido meter mi mano dentro de mis pantalones y recolocar todas las cosas bien, cada una en su lugar. Pero claro, hubiera quedado raro y un poco soez. Eso sí, la hubiera besado allí mismo, pero temía ir demasiado rápido y me contuve. Pensé que tal vez la podría invitar a un trago en el bar del hotel; me decidí a esperar, con esa ilusa intrepidez de alguien que necesita compañía urgentemente. Conduje lo más despacio que pude y entre tanto ella me pidió poner música, Sinatra fue el elegido. Con la música sonando no se me ocurrió qué decir. Ella en cambio parecía que estaba escuchando la canción, se quedó pensativa mientras la tatareaba, parecía transportada. La música en compañía es útil para muchas cosas, una de ellas es que te evita hablar, sólo necesitas poner cara de estar oyéndola, no es difícil, es algo parecido a la cara de impostada que todos tenemos escondida. Pregúntale a cualquiera si le gusta la música, nadie responde que no. Eso significa que algo va mal, o en la música o en la gente. Algo no puede ser bueno si gusta a todos.

¿Te gusta la música?, me preguntó. Por suerte ya habíamos llegado y me ahorré la respuesta. Me bajé rápidamente, le abrí la puerta y sin pensar absolutamente en nada más le dije: “¿Nos tomamos el último trago en el bar del hotel?”. Ella me miró de esa manera que me había empezado a gustar tanto y dijo, “¿por qué no?”

Sólo había dos personas más en ese lugar. Se notaba el cansancio de quienes servían y su molestia por los recién llegados, que éramos nosotros dos y que seguramente retrasarían su regreso a casa. A mi no me importó en lo más mínimo. En ese momento sólo existíamos ella y yo. La erección ya había desaparecido y pude concentrarme más en ella. Pedimos un par de copas. Sólo nos mirábamos, no había prisa. Ya no. Aunque he de reconocer que ella miraba también bastante el techo de la sala, no sé por qué, no había ninguna pintura, era todo blanco. De pronto me dijo, “voy a mi habitación, ya regreso”. Se acercó, inclinó su cabeza hasta la altura de la mía y me besó en la boca. Fue un beso casto, no obstante ella se cuidó bien de pasarse la lengua por los labios antes de besarme.

Me quedé esperando, pasaron 5 minutos, luego 10, después 15, 20, 25, 30 y ya completamente perturbado, pensé que me había dejado plantado. Luego me detuve en ese pensamiento y me dije, será que desea que suba, ¡claro!, ¿cómo no se me ocurrió? Pagué y me dirigí rápido a la recepción del hotel, di su nombre y apellido, el recepcionista sonrió maliciosamente. Lo siento señor, la señorita viene mucho por aquí, pero no se hospeda en este hotel, hace media hora que se fue, vino a buscarla su esposo. Salí rápidamente. El alcohol y la consternación se mezclaron en mi cabeza agitándola como un cóctel, de tal manera que creí que iba a desenroscarse del cuerpo.

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Me he quedado dormido en el sofá de casa. Con el cuerpo dolorido, con el alma aterrada al recuperar un poco la memoria de la noche anterior. He ido a la habitación, mi esposa no está en la cama. De hecho, no está en la casa. La luz roja del contestador titila indicando que hay un mensaje: “Me quedaré a dormir en casa de mi madre, no me recojas hoy, te dejé un mensaje en el móvil pero lo tenías apagado”.

Me ducho, me visto y salgo nuevamente a la calle, entro en un bar, pido café cargado y un periódico. Camino, tengo que caminar, me doy cuenta de que no me he afeitado y que me he puesto la misma ropa. Tengo un aspecto espantoso y la resaca me está matando y no puedo pensar. De repente me veo ante el escaparate de una tienda que tiene un nombre que no puedo entender, algo parecido a celo o cielo. Hay ropa, pieles y accesorios de mujer, pienso en mi esposa. “¡Eso es! tengo que ir a buscarla” y una sensación de orden viene a mi mente. Entro en la tienda, un hombre afable me recibe, le pregunto por una pulsera, la que me parece que le puede gustar a ella. La compro, él me ofrece envolverla para regalar, le digo que no, que no es necesario. Se la voy a dar a mi esposa ahora mismo. Es igual, responde, déjeme que se la envuelva bien, ella estará mas contenta. 125 euros era su precio.

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¿Contenta? ¡No, no! Esa no es la pregunta y por supuesto tampoco la respuesta. Estoy en medio de la calle, está lloviendo mucho y en la mano tengo una pulsera muy bien envuelta que vale 125 euros. Sé que he de recordar algo que ella me dijo en una ocasión, pero no lo consigo, se me ha olvidado. ¡Por Dios!, tal vez le regale esa pulsera a la primera mujer que vea. 125 euros es su precio y no para de llover.