miércoles, 31 de diciembre de 2008

El peletero/Historia de la quietud



4 Agosto 2007

En cualquier lugar del Universo, la quietud tiene un número, que es: -273,16 ºC

Más allá del Círculo Polar Ártico, la quietud es una casa de subastas de obras de arte, donde un hombre de edad avanzada, sentado en la segunda fila, reza el rosario en voz alta, mientras el resto del público, en pie, lo observa atónito y calla.

Más aquí del Círculo Polar Ártico, la quietud tiene lugar exactamente a las doce en punto del mediodía, en un pequeño pueblo del Mediterráneo Norte, donde un campesino fustiga sin piedad un asno que arrastra calle arriba un carro lleno de trigo. Desde un balcón de una casa vecina un anciano observa la escena; a su lado hay una niña desnuda que guiña el ojo no sabemos a quién.

En un lugar indeterminado del océano Pacífico Sur, la quietud acontece cerca de una playa, donde dos amantes interrumpen su quehacer amoroso al oír un ruido celestial, levantan sus cabezas y ven un avión precipitarse en picado al mar. Antes de estrellarse atraviesa una nube y no vuelve a aparecer. ¿Dónde está?, se preguntan los amantes sorprendidos. ¿Dónde ha ido?

Lentamente el ruido divino desaparece, devolviendo a los amantes el interés por la tarea interrumpida.

A través del cielo inmaculado, a dos mil metros de altura, un pobre anciano pilota La Perla de Osten, un viejo y destartalado caza de la Segunda Guerra Mundial que aún conserva los símbolos de la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hoy se cumplen exactamente doscientos veintidós años que despegó de su portaviones para combatir y desde entonces no ha pisado el suelo. Miles de kilómetros recorridos y sólo agua a sus pies.

A esa altura el espectáculo es inmenso, claro y sobrecogedor. Pero toda esta soledad y belleza abruman y entristecen profundamente al anciano piloto.

Incomprensiblemente la gasolina no se agota nunca, pero sus fuerzas se están terminando y pronto se rendirá, no podrá resistir más y se precipitará en el mar.

Nosotros estamos terriblemente apenados, nos desconsuela su absoluto abandono y su inevitable y desgraciado final.

En ese terrible momento, todo se detendrá.

En algún lugar secreto de los Alpes y a muchos metros de profundidad, en el enorme y secreto complejo científico llamado El Pozo de Berla, estalla una exclamación de alegría. El ruido de los gritos y los aplausos se esparce desordenadamente a través de la red subterránea de galerías que perforan la montaña. ¡El baile ha comenzado, chicos!, afirma con entusiasmo un importante responsable del experimento que acaba de tener lugar. Por fin, después de muchos años de esfuerzos, La Estación Submarina Standard La Ventana de Velasco, conocida popularmente como La Pecera, “No” se ha movido, repito: no se ha movido. Sólo ha sido durante un nano segundo, es cierto, pero para estos chicos entusiastas, inteligentes y trabajadores parece toda una eternidad. Y casi lo es, su euforia es comprensible.

Después de los primeros abrazos, besos y brindis, el Director jefe tiene el buen gusto y el acierto de pronunciar unas emotivas palabras en recuerdo de Sam Ot, fallecido diez años atrás. Sin él nada de todo esto hubiera sido posible. Este era su proyecto, y este es también su éxito.

Las palabras de este hombre de bata blanca son acertadas y sinceras, todos le escuchan en silencio y emoción, pero recostado en la pared del fondo hay alguien que no le presta ninguna clase de atención, ni tampoco sonríe ni llora como todos los demás. Con la cabeza gacha mira su reloj. Lleva una nariz postiza, una nariz roja de Augusto y si nos fijamos bien veremos sus labios moverse en silencio, está concentrado contando.

La gran sala central de esta moderna caverna es ya una fiesta, todos bailan y cantan y el Augusto, inmóvil, en un rincón apartado, ajeno a todo, sigue mirando su reloj y contando.

En un punto indeterminado del Océano Pacífico Norte y a diez mil metros de profundidad, en la Estación Submarina Standard conocida popularmente como La Pecera, pero bautizada oficialmente como La Ventana de Velasco, la señorita Julia Spooner habla con un desconocido. Por educación hace cara de seguir el hilo de la conversación, pero en realidad está completamente absorta contemplando el maravilloso traje de mosquetero que viste el personaje. ¿Por qué los hombres ya no se visten así?, se pregunta. Sus ojos recorren con atención el magnífico vestido.

El jubón, corto, con faldones y mangas acuchilladas, es de seda roja bordada en oro. La camisa blanca es de hilo. El encaje del cuello y los puños está confeccionado en punto de Bruselas.

El resto es todo de color negro, los calzones también de seda, el grueso cinturón con hebillas de oro, las botas embudo de cuero brillante con vueltas muy anchas. El gran sombrero de fieltro de enormes alas y plumas de avestruz. Y los guantes de ante con troquelados florales en su embocadura.

La capa, también corta y colgada del hombro izquierdo, por supuesto de seda, es negra por fuera y roja por dentro.

La espada tiene un pato Eider volando grabado en su empuñadura de marfil. La hoja, larga y fina es de acero inglés y sólo tiene una “libélula” con sus cuatro alas extendidas cincelada en la punta.

La larga cabellera rubia, casi albina le llega hasta los hombros. Su bigote y su perilla están cuidadosamente recortados. Su piel es pálida y traslúcida y sus ojos son tan negros como los de un africano.

Julia Spooner es una mujer sensible y nosotros sabemos que también es inteligente, sin duda su padre, Sam Ot, estaría orgulloso de ella. Pero ahora, deslumbrada ante tanta belleza, no sabemos si sabrá reconocer a tiempo al asesino que tiene enfrente.

En algún lugar del Océano Atlántico, entre Europa y América, en uno de los numerosos camarotes del Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla, dos hombres parecen conversar.

Sam Ot, el de la derecha, no sólo no entiende nada de lo que le está diciendo el desconocido que tiene enfrente, sino que tampoco sabe qué demonios hace embarcado en el Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla.

La conversación parece que va para largo, con gran esfuerzo, Sam mira de reojo al exterior por una pequeña ventana redonda. Fuera, la calma es absoluta. La Hoja de Fresla no se mueve, completamente quieta parece clavada en un mar también inmóvil. Fuera, no hay ningún sol, sólo una insondable claridad.

Pobre Sam, empieza a sospechar que está atrapado. Inquieto y desconcertado no sabe qué hacer. Mientras tanto, el otro personaje sigue hablando animadamente.

Nosotros sabemos que Sam Ot era el propietario del Trasatlántico de lujo La Hoja de Fresla y también sabemos que navegaba en él el día que este hermoso barco se hundió, pero en cambio ignoramos absolutamente quién es el individuo que conversa con él. Estamos demasiado lejos para oír lo que dice, pero aunque con dificultades, sí que podemos ver su rostro maquillado de blanco, su boca pintada de rojo, su ridículo gorrito cómico y su extravagante vestido resplandeciente de lentejuelas. No sabemos quien es, pero no nos gusta esa cara pintada que siempre sonríe.

En la más enorme de las salas góticas de la gran Biblioteca Central de la Universidad de Kunisburg, hay alguien, hombre o mujer, buscando desesperadamente un mapa, necesita urgentemente llegar a Ostende, No sabe por qué pero su vida depende de ello. Tampoco sabe cómo llegar, ni por supuesto qué camino tomar. Pero lo más importante que no sabe es que el tiempo hace mucho que se le terminó.

Lo cual, no deja de ser una contradicción lógica.

La Real Academia Española de la Lengua define quietud, del latín quietudo, como ausencia de movimiento, sosiego, reposo y descanso.

La quietud no tiene historia, es precisamente la falta de ella.