lunes, 17 de noviembre de 2008

El peletero/Natalie



12 Mayo 2007

Natalie no era una mujer, era la hija de seis años de Constandinos. La niña se había quedado con su madre en Buenos aires, y él había regresado a su país, Grecia, y a su ciudad, Kastoriá, para vivir con otro hombre, Alexis, su amante y su socio al mismo tiempo. Los dos abrieron la taberna cerca de la estación de autobuses y la bautizaron con el nombre de “Natalie”.

Una vez terminado el trabajo, Vanguelis acostumbraba a dejarme a media tarde en el Hotel Tsamis, yo pedía un taxi y me iba a la taberna de Constandinos a beber cerveza y a charlar con él. Sus años en Argentina le permitían hablar un excelente castellano y era un hombre repleto de historias y anécdotas interminables. Era alto y corpulento, al igual que su enamorado Alexis. Los dos mostraban ser unos genuinos representantes de esa raza de maravillosos baloncestistas que han dado los eslavos. Los dos, aunque griegos, eran también macedonios. Sus cuerpos tan fornidos debían provocar terremotos cada vez que se entregaban el uno al otro.

En algunas ocasiones Vanguelis también venía, le gustaba la cocinera, Anna, pero él era muy tímido para estas cosas. Había atravesado varias veces solo toda Europa con su camión de gran tonelaje, había sido contrabandista en Albania y se había jugado la piel durante los años de la dictadura de los coroneles. Era un hombre valiente, de pocas palabras, de cejas pobladas a lo Leónidas Breznev y apocado con las mujeres que le gustaban.

Otras tardes me acompañaba Christos cuando podía desprenderse por fin de su novia, ya que a ella no le gustaba ese lugar de maricones, decía siempre malhumorada. Si nos emborrachábamos lo suficiente también se nos añadía Dimitri, el cuñado de Christos, poeta y dramaturgo de cierto renombre, que para sobrevivir debía hacer de peletero y aceptar las ayudas de su suegro.

Algunas noches todos nosotros acabábamos cantando canciones tristemente alegres, y en otras, la taberna se vaciaba antes de hora y nos íbamos a dormir temprano. A veces hablábamos de política, de dinero y a veces de sexo. Y había noches que venía un muchachito que se quedaba a escuchar el cóctel de idiomas que allí se oía y que pedía vino barato y nunca decía nada. La que tampoco hablaba era Anna, la cocinera, pero se comía con los ojos al muchachito éste, que no le hacía caso, ni mucho ni poco. Era muy joven y bello, con cabellos negros y ensortijados, y su rostro apenas empezaba a parecerse al de un hombre. Hubiera podido ser su propio hijo, al menos por la diferencia de edad podía haberlo sido, pero sólo pensarlo la entristecía. Yo la miraba disimuladamente y veía su anhelo, y me fijaba en su piel, en su cuello, en sus brazos, en su escote, brillantes y húmedos. Pobre Anna, todavía era una mujer guapa, la verdad es que sí, hermosa y llena de regalos, pero...

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La noche anterior había llovido, y en los pliegues de las lonas que cubrían unos bultos medio olvidados, se había acumulado algo de agua. Fue esa agua la que aprovecharon para lavarse la cara, más mal que bien, tres hombres y una mujer. Los cuatro muy jóvenes.

Al invierno le quedaban pocos días y ya había transcurrido más de un mes desde que el lago se había deshelado, pero aun hacía frío por las noches, y aquellos cuatro habían dormido al raso.

Era muy temprano, las seis de la mañana, y yo me estaba tomando un café muy caliente con Vanguelis, en la taberna “Natalie”, cercana, como ya sabemos, a la estación de autobuses. Los ventanales eran amplios y estaban extrañamente limpios, y vimos claramente la escena desde el interior. Albaneses, ¿verdad?, pregunté.

Sí, deben haberse escapado del campo esta noche, respondió Vanguelis.

¿Y qué crees que se proponen?

Subirse al autocar que va a Thesaloniki, el mismo que te llevará a ti dentro de una hora si sale puntual, y una vez allí intentarán enrolarse en algún barco que vaya a la Europa atlántica o a los Estados Unidos. La otra posibilidad es ir hasta Igumenitsa para pasar luego a Italia por Brindisi. Antes, muchos usaban la carretera para ir a Alemania, pero ahora no es conveniente atravesar Yugoslavia.

Parecían unos mendigos, sucios y harapientos, pero había en ellos algo infrecuente. Los cuatro parecía que repetían los mismos gestos, casi al unísono. Y además, me sorprendieron sus movimientos de manos y de cuerpo, eran muy precisos, delicados, nada bruscos, eran elegantes. Hace mucho tiempo conocí a un bailarín que no andaba, se deslizaba. Esos cuatro también parecían ir en patines.

Tres de ellos entraron en la taberna donde estábamos, el cuarto, uno de los hombres, se quedó fuera.

Vanguelis se dirigió a la muchacha y le preguntó educadamente en albanés cómo se llamaba. La chica se sobresaltó. ¿Cómo te llamas?, insistió. Uno de sus compañeros respondió por ella, Natalie, se llama Natalie, dijo de manera cortante y también en albanés.

Pidieron cuatro cafés. Constandinos se los sirvió con aire sorprendido. Allí mismo se los bebieron, pagaron con dracmas, y se llevaron el que sobraba para su amigo que los esperaba en la calle.

Nada más salir aquellos tres, Vanguelis dijo, no son albaneses. ¿No?, ¿cómo lo sabes?, le pregunté.

El acento no es albanés, no sé qué son, pero albaneses no.

¡Natalie!, ha dicho que se llamaba Natalie, como mi hija, dijo Constandinos con cara de padre, ¡qué casualidad!, ¿verdad?

No hombre, no, le respondió Vanguelis, “Natalie” como la taberna, que es lo que han leído en el letrero que tienes afuera y que es lo que han repetido aquí dentro.

Claro, estos cuatro deben ser rusos o serbios, dijo Alexis. Yo creo que son americanos, oímos que decía Anna, desde detrás de unas ollas. La muchacha se parece a una artista de cine americano, ¿cómo se llamaba?, sí, una que murió ahogada, muy guapa, morenita, una que hizo una película de bandas callejeras, un musical.

Natalya Nikolaevna Zakharenko, oímos que decía alguien desde el fondo de la taberna. Era el muchachito aquél que nunca decía nada, el que venía a escuchar y a tomar vino barato. Se había mimetizado entre las mesas y sillas y nadie le había prestado atención. Ni siquiera Ana se había dado cuenta de su presencia.

¿Quién?

Natalie Wood. Queréis decir Natalie Wood, repitió alto.

Sí, eso es, Natalie Wood, ahora la recuerdo, ¿era rusa?

No, no era rusa, era una belleza.

El muchacho se levantó para irse y al pasar por mi lado, me dio con una leve sonrisa, un papel doblado. Todavía lo conservo.

Tomé el autocar que me debía llevar a Thesaloniki, y sí, en él se habían subido también aquellos cuatro albaneses, servios, rusos o norteamericanos. Efectivamente, la chica era igual que Natalie Wood. Cuando paramos a medio camino para estirar las piernas me acerqué para hablar con ella, pero ésta es otra historia que de momento no hace al caso.

Para permanecer

Debía de ser la una de la noche,
o quizás la una y media.

En un rincón de la taberna
detrás de la mampara de madera.
Aparte de nosotros dos, el local estaba vacío del todo.
Una lámpara de petróleo apenas lo iluminaba.
El camarero, que hacía el turno de noche, dormía tras la puerta.

No nos veía nadie. Pero
ya nos habíamos excitado de tal manera
que prescindimos de cualquier precaución.

Los vestidos entreabiertos – no había demasiados,
porque abrasaba el divino mes de julio.

Placer de la carne
por entre las ropas medio abiertas,
apresurada desnudez de la carne… Y su visión
ha traspasado veintiséis años. Y ahora llega
para permanecer en este poema.

Konstandinos P. Kavafis