martes, 22 de diciembre de 2009

El peletero/Ángela (10 de 20)


15 Junio 2009

10. Pedazos de la vida de Ángela Martínez López.

Daniel se alimentó de los biberones que Ángela le daba como si fueran su verdadera leche, no pudo ofrecerle la suya al no estar amamantando ningún hijo, pero lo crió como si a Daniel lo hubiera parido ella misma.

Ángela tuvo una hija propia a los 45 años, nadie supo con quién, en el límite de la edad fértil y cuando Daniel ya había cumplido los diez. Esa hija la envió a vivir con una de sus dos hermanas casadas, en un pueblo, fuera de la ciudad. Su hija no podía quedarse y estar en la casa de los señores como hija de ángela. O la enviaba con un familiar, que es lo que hizo, o tenía que irse ella también.

Era una paradoja. Cuidaba de un hijo ajeno y no podía cuidar de una hija propia. O si lo hacía debía de renunciar al primero. No podía ser la madre de los dos, debía elegir.

Eligió a Daniel.

Ángela se jubiló a los sesenta y cinco años justos. Medio la echó la nueva señora de la casa, Cristina, la esposa de Daniel, medio quería irse ya, aunque legalmente tampoco podía seguir trabajando. Ya no era útil como antes.

Los tiempos habían cambiado, pero la hija de Ángela todavía no trabajaba en algo que diera suficiente dinero para las dos y así poder ayudar a su madre, que debía vivir con una pensión mísera.

En aquella época Daniel ganaba dinero y sé que la alojó en un piso que compró para ella. Allí la tenía, corriendo él con todos los gastos que los ínfimos ingresos que Ángela percibía no podían cubrir.

Todas esas cosas las sé por él, Daniel me las contaba y siempre lo hacía embargado por una tristeza extraña. Ángela había sido su verdadera madre, la que lo había querido, cuidado y educado. La madre que estaba a su lado cuando enfermaba, la que lo llevaba a la escuela y la que lo recogía a su salida. La que le daba consejos, la que escuchaba sus penas y la que lo consolaba de ellas. La que hubo de esconderse tras una columna de la iglesia para asistir a su boda, y la que casi hubo de mantener oculta como si en lugar de madre fuera su amante clandestina. Ángela había sido una verdadera madre, pero no formaba parte de su vida, de sus ambientes, de sus círculos de amistades. Ángela estaba sola, su única familia eran dos hermanas que casi no había frecuentado y una hija tenida nadie sabe con quién.

La hermana se hizo suya la hija que le entregó Ángela para cuidarla y educarla, era normal y lo sigue siendo todavía en muchos lugares. Esa hermana no podía tener hijos, y ella y su marido la adoptaron como propia. Eso ha sucedido siempre, en muchas familias sobra gente y en otras falta.

A Daniel no le gustaba hablar de eso. No se avergonzaba de ella, la quería profundamente, pero no formaba parte de su mundo.

¿Has puesto el piso a su nombre?, recuerdo que le pregunté cuando la llevó allí. No, el piso es mío, me respondió, está a mi nombre, ella solamente vive en él, pero no le cobro nada, no paga ningún alquiler. Todas las facturas se cargan en mi cuenta, yo me ocupo de ellas. Incluso había pensado contratar a alguien para que la ayudara en las tareas domésticas, pero no ha querido, no quiere que otra persona la sirva como criada. Eso fue lo que me contó un día.

Desde entonces han pasado veinte años, son muchos y ahora debe de tener ochenta y cinco ya.

Pero Ángelas hay muchas, ésa de la guía telefónica no sé si es ella, no recuerdo la calle de ese piso donde la alojó, no sé si es el mismo al que ahora acude mi amigo cada jueves de una manera que a mí me parece furtiva. No lo recuerdo o no lo sé. Quizás no me lo dijo o yo nunca se lo pregunté.

Quizás sea ella, tal vez sea Ángela, su ama y su madre verdadera en último caso. O no, y mi primera impresión sea la correcta y solamente busque sexo de pago en ese burdel que se llama “El Paraíso”.

El peletero/Ángela (9 de 20)

12 Junio 2009

9. De cómo fue la infancia de Daniel.

A las cinco, una hora antes de lo habitual, me desperté. Empecé a dar vueltas y más vueltas en la cama, insomne y nervioso y sin saber por qué. Toda aquella hora que faltaba para que el despertador sonase me la pasé incómodo y despierto. Así que cinco minutos antes de las seis me levanté, desconecté el despertador y me fui directo a la ducha.

Allí me vino a la mente uno de aquellos nombres. Ángela Martínez López.

Daniel era hijo de una familia rica de antiguo, igual que su esposa. Ambos estaban acostumbrados al dinero, a tenerlo sin darse demasiada cuenta que lo tenían, a que formara parte de su vida como lo hacían los trajes elegantes y las cosas bellas que acostumbran a ser siempre las más caras.

El padre de mi amigo falleció en un accidente de automóvil dos meses antes que él naciera.

Al dar a luz su madre lo entregó a una mujer que servía en la casa para que se hiciera cargo, para que se convirtiera en su ama aunque no lo amamantara.

Fue un parto fácil, y pasado el par de semanas necesarias de recuperación, se fue de viaje. Esa era su vida, la vida de la madre de Daniel consistía en eso, estar de viaje, regresaba de cuando en cuando y volvía a irse.

Daniel fue criado por esa ama llamada Ángela y cuyos apellidos nunca supe, así como tampoco si todavía vivía o ya había fallecido. Lo que sí recuerdo fue el cariño y el amor que ambos se profesaban y que Daniel nunca escondió. Creo que Ángela no llegó a cambiar en Daniel la influencia de su estirpe, pero sí logró que tuviera una mirada un tanto diferente sobre lo que son las cosas y las personas. Ese segundo ángulo tan necesario para ver el mundo. También recuerdo la extraña y curiosa animadversión que por ella sintió Cristina, la que luego fue su esposa, nada más conocerla. Daniel me decía que la veía como a una intrusa, no soportaba que una simple sirvienta tuviera ese ascendente en él. Daniel era muy propenso a citarla, “Ángela dice”, “Ángela piensa”, “Ángela cree”, y Cristina no podía soportarlo. “Nunca dices eso de mí”, le replicaba. Y era cierto, Daniel nunca contaba lo que Cristina pensaba, decía o creía.

Según parece y según le parecía a su marido, mi amigo, creía que Cristina veía a una rival en esa mujer, una criada que siempre fue mayor, incluso cuando aún era joven. No una rival sentimental ni mucho menos sexual, pero sí una rival.

Ángela fue la típica doméstica, niñera y cocinera que siempre trabajó en la misma casa, sirviendo a los mismos señores y a los hijos de ellos, sustituyendo incluso a las que eran las verdaderas madres.

El peletero/Ángela (8 de 20)


10 Junio 2009

8. De cómo averigüé que quizás alguien seguía a Daniel.

Un jueves me tomé el día libre y esperé toda la tarde, apostado en una de las mesas del restaurante para verlo salir. Lo hizo a las ocho de la noche. Le seguí. Caminó dos calles, torció a la derecha, caminó tres calles más y se dirigió a una parada de taxis, tomó uno y se fue.

Hubiera podido subirse a uno de ellos antes, haberlo llamado en cualquiera de los cruces de calles que habíamos pasado. También había cerca una parada de metro de la línea que lo llevaba directamente hacia su casa. Esperé medía hora y le llamé por teléfono. Pregunté por un libro del que habíamos hablado en la cena. Le pedí si me lo podía prestar, me respondió que en aquel momento lo estaba leyendo su mujer, que en cuanto terminase me lo pasaría. En realidad lo llamé para averiguar si había ido directamente a casa o se encontraba en otro sitio.

Sí, allí estaba, en su casa. Pregunté por Cristina, le dije que quería saludarla, siempre lo hacía y aunque los dos sabíamos que nunca habíamos sido amigos ni nunca lo seríamos, manteníamos una relación educada. Ella sabía que yo estaba y estaría siempre de parte de Daniel. Nos saludamos correctamente, aparentamos unas palabras amigables y colgamos.

Aquel complicado itinerario que seguía al salir del portal parecía dar a entender que se escondía de alguien o bien que tomaba precauciones como hacen los espías en las películas. O quizás me figuraba que era así.

El siguiente jueves también lo esperé. El recorrido fue un poco distinto, pero ocurrió algo. Vi un automóvil que me recordó a otro automóvil. Anoté la matrícula. El otro jueves lo vi de nuevo, era el mismo automóvil. Dentro había un hombre. Los otros jueves también. Alguien le seguía. Pero quizás todo eran imaginaciones mías. No sabía qué hacer con aquella suposición, ni como confirmarla o desmentirla. Un auto lo esperaba a la salida del portal, lo seguía hasta que llamaba un taxi, y luego se iba tras él.

¿Lo seguía de verdad o era una pura casualidad?, ¿era alguien que más o menos hacía el mismo recorrido? La verdad es que parecía que estaba estacionado y que esperaba hasta que él salía del portal. Lo seguía a unos metros de distancia por una calle o por otra, él cambiaba su recorrido cada jueves y el auto también. Que él cambiase daba a entender que sospechaba o temía realmente que lo pudieran seguir. ¿Qué iba a hacer en aquel piso?

Tomé el metro, y en el trayecto pensé que todavía no había hecho algo obvio: mirar el listín telefónico para saber las personas que vivían en aquel portal. Debía encontrar uno en el que estuvieran listadas las calles, y en cada número de casa todos los abonados. La compañía de teléfonos ya no los editaba, pero en mi casa conservaba uno de viejo, de quince años atrás, no sabía si me podría indicar algo.

Al llegar lo busqué y lo hallé en el armario donde estaban los demás. Lo abrí y miré el nombre de los abonados que allí aparecían y que debían vivir en esa casa de apartamentos. Ninguno me dio una sola pista de algo. Nada. Preparé mi cena, vi algo de televisión, me acosté y al empezar la tercera página del libro que estaba leyendo en mi cama me quedé completamente dormido.

El peletero/Ángela (7 de 20)


8 Junio 2009

7. De cómo Daniel justificaba ante mí a su esposa.

Ella es una persona normal, me replicó, no es ninguna heroína. Tampoco es una mujer enferma ni nada parecido, es una mujer, un ser humano como cualquier otro, nada más. Me quiere y me quiere con ella. Creo que eso es razonable. Las personas no queremos en abstracto, no somos ángeles rubios y asexuados.

¿Y tú?, ¿a ti te satisface esta situación?

No creo que ésa sea la pregunta que deba hacerse.

Respóndela de todos modos, insistí.

No, claro que no me satisface, hay algo que no termina de estar en su lugar. ¿El qué?, yo mismo, yo soy el que no está en su lugar, en el lugar que le corresponde. No lo digas tú, ya lo diré yo. No debía de haber aceptado su dinero a cambio de un matrimonio legal, pero falso. Ya lo sé, es cierto, pero… Lo acepté.

¿Crees que tiene un amante?, le pregunté.

No lo sé, ni tampoco me importa demasiado, me respondió. Solamente pienso que la conozco algo, poco, pero algo, y sé cómo era entonces en la cama. Era…

¿Cómo?

No sabría decirlo, normal, creo. En cualquier caso sería lo más lógico del mundo que tuviera un amante, a nadie debería extrañar. Me sorprende, e incluso afecta un poco mi orgullo masculino que desde mi regreso a casa y mi renuncia al divorcio no me haya buscado ni se me haya ofrecido.

¿A qué lo atribuyes?, le pregunté.

Creo que tiene miedo a mi rechazo. Piensa que ella y yo nos conocemos desde que éramos adolescentes, me respondió mirándome. Nos llevamos un año solamente y la primera vez que nos vimos fue en mi fiesta de cumpleaños, entonces ella tenía 13 y yo 14.

¿La rechazarías?

Es demasiado tiempo.

¿Lo es, Daniel?

Sí, lo es porque lo conoces todo del otro. Yo no quiero afirmar tanto, no quiero pensar que conozco todo lo que ella es, pero sea lo que sea eso que conozco de ella, creo que es excesivo.

No se puede obligar a nadie a permanecer a tu lado en contra de su voluntad.

¿Quién dice que no?, me respondió algo brusco, levantándose y buscando su abrigo que había colgado del respaldo de una silla.

Era tarde y Daniel quería irse ya. Al salir le pregunté a bocajarro qué clase de vida sexual tenía. ¿Recurres a alguna profesional?

Todavía no, me respondió con una media sonrisa, ¿me recomiendas alguna?, me preguntó.

El peletero/Ángela (6 de 20)


5 Junio 2009

6. De cómo Daniel me contaba cosas de su esposa Cristina.

Daniel me contaba que al menos eso era lo que Cristina decía, aunque decir dice muchas cosas, continuaba, y algunas de ellas no cuadran con otras que dice o con otras que hace. Pero eso le ocurre a todo el mundo, ¿verdad? Todos decimos o pensamos que decimos lo que luego no hacemos, y yo no quiero discutir más, ya lo hice en su momento y no quiero seguir hablando para nada. Incluso pienso a veces que quizás tenga un amante. En cualquier caso ella ha pagado dinero por algo, es bueno que quiera cobrárselo. No me pide que me acueste con ella en la misma cama, no me exige eso. Puedo sentirme satisfecho, ¿no crees?

Pensé de nuevo que esa era también una frase enigmática, que quizás encerraba algo que Daniel conocía de Cristina y que no quería contar de forma explícita.

¿Qué era eso que no cuadraba en Cristina?

Daniel tenía razón en algo, pero era una razón demasiado obvia, casi banal. Decir y hacer otra cosa distinta nos sucede a todos, incluso, en la mayoría de ocasiones, ni siquiera somos conscientes de ello y nos pensamos que actuamos de forma coherente, que somos personas consecuentes, cuando, la verdad, pocos consiguen serlo.

¿Qué quieres decir con eso de que hace algo distinto de lo que dice?

Todo depende del dinero con el que pagas, si es tuyo o es el de otros, a todos nos ocurre igual, es una manera de hablar, ya lo sé. Cristina es una buena persona, pero no sabe porque no quiere saberlo, el origen de su dinero.

¿Qué insinúas?, ¿es ilegal?

No, no lo es, al menos no todo, solamente una cantidad pequeña, como en todas partes, eso sucede en todas las casas, pero ella no quiere saber nada. Su patrimonio lo administran sus hermanos, ellos se encargan de todo.

¿Sus hermanos saben que ha pagado tus deudas?

Ella dice que no, pero no lo sé.

¿De dónde ha sacado el dinero entonces y sin que lo sepan sus hermanos?

De sus ahorros, me ha dicho.

¿Y tú te lo crees?

No me queda más remedio. Piensa que no tiene demasiada importancia lo que hacemos mientras haya alguien que crea en nuestra palabra.

La palabra dada es una especie de salvoconducto, ¿verdad?

Sí, te redime de tus pecados si alguien la acepta, y yo, aunque no puedo hacer otra cosa, he aceptado la suya y ella la mía. Ambos hemos cumplido.

Si te quisiera hubiera pagado tus deudas y te habría dejado ir, las dos cosas, y ambas al mismo tiempo, añadí.

El peletero/Ángela (5 de 20)


3 Junio 2009

5. De cómo Daniel me dijo que no tenía ninguna amante.

Al otro día, viernes, regresé al mismo restaurante, “El Circo”, pero no lo vi.

La semana siguiente hice lo mismo, decidí seguir instalado en mi “observatorio” y jugar a ser un espía durante la hora escasa de que disponía para almorzar. Solamente lo vi aparecer el jueves, de nuevo un jueves. Llegó, llamó, le abrieron y entró. Eso hizo las cuatro siguientes semanas. Exactamente lo mismo, todos los jueves a las 14,30 horas exactas.

No sé a qué hora se iba, yo debía permanecer en mi oficina trabajando, no podía apostarme como si fuera un verdadero policía. Y en cualquier caso tampoco debía, no era de mi incumbencia. Pero la curiosidad me ganaba. Así que le llamé.

Como excusa usé una casi verdad: le dije que deseaba verlo y charlar, porque habían pasado ya siete meses desde la última vez. Me respondió con alegría. Me contó que estaba ocupado en nuevas cosas, pero que podíamos quedar para cenar. Así lo hicimos. Concretamos la cita, el lugar y la hora. Los dos solos, Cristina no vino, se quedó en casa.

Fuimos a un buen restaurante y luego a un bar de copas para personas que solamente desean conversar en un buen ambiente.

Hablamos de todo y hablamos de él. Me confesó, una vez más, que sus problemas económicos por fin habían terminado, que su esposa había cumplido con el compromiso contraído. Que ahora estaba intentando encontrar un trabajo modesto, pero en el que se pudiera sentir cómodo. No tenía prisa, su mujer cargaba con todo, ella podía hacerlo y no le exigía nada excepto comportarse en público como un matrimonio bien avenido. Naturalmente no había vida amorosa, ni ternura ni amor y, por supuesto, sexo tampoco. Solamente permanecía un ligero cariño, los restos mustios de aquella hermosa y antigua amistad que también los había unido en el pasado. Pero esa correa corta que lo ataba a ella malhería su ánimo, su dignidad y su orgullo.

Se lo pregunté directamente. ¿Tienes alguna amante?

¡Por supuesto que no!, me respondió. Ni me apetece ni tampoco debo tenerla si quiero que las cosas permanezcan igual.

¿Igual? Ella ya ha pagado tus deudas, déjala, pide ahora el divorcio. Pórtate como un canalla, incumple tu promesa, le dije sin miramientos.

Ya lo he pensado, me confesó. Pero necesito todavía su dinero para resarcirme y no sé si podré devolvérselo, ella no me lo pide, no hemos firmado ningún papel, no me lo puede reclamar legalmente, pero lo intentaré, quiero devolvérselo. Ella me ha salvado a cambio de seguir manteniendo una pantomima que le interesa continuar. No quiero ni deseo criticar su ética de las cosas, no soy nadie para hacer eso, y mucho menos después de haberme salvado de la ruina. Ésa es tan buena razón como cualquier otra, ¿no crees? Además, me quiere.

El peletero/Ángela (4 de 20)


2 Junio 2009

4. Una escena triste.

Recordé entonces una triste escena vivida con otro amigo y su madre enferma. Aquella mujer iniciaba una demencia que yo creo, sin embargo, que adquirió al nacer y no más tarde, al envejecer y acercarse a la muerte.

Era una anciana que solamente sabía hablar de sí misma colocándose en un pedestal y buscando un público inexistente que aplaudiera. Decía sin ningún atisbo de vergüenza que era un modelo de bondad y de virtud.

En cambio, según su propio hijo afirmaba, no hacía más que tergiversar de la manera más descarada, verdulera y desvergonzada los hechos, las circunstancias de las personas y las personas mismas para que todo encajara en el modelo que ella se había construido.

Todo era falso, todo era mentira.

Fue una escena lamentable y triste para mí y para ese hijo que cuidaba de su madre, para ese amigo mío que trataba de parapetarse y protegerse de ella en un cinismo de cartón.

Yo lo miraba apenado y veía su sonrisa mientras iba desmintiendo, una y otra vez, las palabras de su madre, desvelando a los presentes, incómodos y sorprendidos, el rostro de una bestia, estulta y maligna, ignorante de su maldad, estúpida y dañina, agazapada en algún rincón de su propio cerebro.

En ese lugar recóndito y lejano en el que todos nos hallamos.

Es en esa esquina opaca donde se desarrolla nuestra vida secreta, es decir, nuestra vida sin más.

Porque nuestra vida es siempre secreta, lo es indudablemente para los demás, esa es la realidad, lo malo es que lo sea también para nosotros mismos.

Iba dando vueltas a esos turbios pensamientos cuando recordé algo. Terminé mi café, pagué y me acerqué de nuevo hasta el portal donde había entrado hacía pocos minutos antes mi amigo Daniel. Miré los timbres del interfono. En uno de ellos, en el del entresuelo, había una flecha roja que señalaba un pequeño letrero, en él había escrito, “El Paraíso”. Era indudablemente un burdel.

¿Ahí había ido mi amigo?, ¿se encontraba ahora en manos de una preciosa mulata? No podía esperar su salida, debía volver a la oficina, tampoco hubiera sido correcto encontrármelo, descubrir su secreto, si así podía llamarse, ponerlo en evidencia. Tampoco estaba del todo seguro de que ése fuera el piso al que se había dirigido. Debía regresar al trabajo.

El peletero/Ángela (3 de 20)

30 Mayo 2009

3. De lo que la gente hace y de lo que la gente dice que hace.

He de confesar, sin embargo, que me intrigó y me desconcertó todavía más un día que ella y yo nos encontramos casualmente por la calle. Nos saludamos con alegría educada, la invité a tomar un café en un bar cercano y al despedirnos me dijo que no debía fijarme en lo que la gente dice, solamente en lo que hace. ¿Por qué lo dices?, le pregunté. No me respondió. Estaba próxima la Navidad, iba cargada con muchos paquetes envueltos en papel de regalo para sus muchos sobrinos de sus muchos hermanos y hermanas, primos y primas. Ellos dos no tenían hijos.

Es cierto, pero es difícil saber lo que la gente hace, incluso cuando puedes observarla en secreto sin ella saberlo. Sus actos nunca son del todo evidentes y nítidos, tampoco sus palabras. No lo son en ellos mismos, en su mera descripción y mucho menos en su significado.

Al pensar en esas cosas recordé un párrafo que escribió Marcel Proust y al llegar a casa lo busqué para releerlo. En “El mundo de los Guermantes” afirma eso mismo al decir que nadie nunca está inmóvil y claro “ante nosotros, con sus cualidades, sus defectos, sus proyectos y sus intenciones, sino que es una sombra en la que jamás podemos penetrar, sobre la cual nos hacemos un cierto número de opiniones basándonos sobre palabras o tal vez sobre acciones que, unas y otras, nos dan sólo nociones insuficientes y además contradictorias...”

Cristina no era exactamente una “intelectual”, ni tampoco una poeta, pero estaba orgullosa de sus convicciones. En su familia había llegado al gran status de “tía”, era casi un título de nobleza. La vi irse cargada con todos esos paquetes llenos de regalos para sobrinos primeros y primos segundos, hermanos y demás familia. Al verla llamar a un taxi, y llenar el portamaletas con todos los bultos que traía Santa Klaus, comprendí por un instante que no permitiera el divorcio de su marido y que incluso llegara a pagar por él.

En un primer momento pensé que Cristina me retaba y me proponía una especie de acertijo, que insinuaba un rompecabezas haciéndose más la víctima que la misteriosa. Seguramente Cristina se refería a sí misma, y a la mala opinión generada en los demás por pagar unas deudas a cambio de un marido.

Era indudable que ella debía tener otra imagen de sí, de sus propios actos y palabras, y sin duda ése era un sentir positivo y satisfactorio sobre su persona, su voluntad y la manera de hacerla efectiva.

Pero una vez más me encontraba con esa diferencia entre lo que decimos, hacemos y decimos que hacemos.